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– No hablemos de él…

Y, sacando del bolso un pañuelo fino y limpio que siempre tenía a mano por si le recordaban a Gastón o las desgracias de Francia, se secaba muy delicadamente las comisuras de los ojos, con el mismo gesto con que se limpia una mancha de tinta con papel secante.

Así que, inmóviles y silenciosas junto a la chimenea apagada, suegra y nuera siguieron esperando.

2

Los alemanes habían tomado posesión de sus alojamientos y estaban familiarizándose con el pueblo. Los oficiales iban solos o de dos en dos, haciendo resonar las botas sobre el empedrado con la cabeza muy alta; los soldados formaban grupos ociosos que recorrían la única calle de la localidad de punta a punta o daban vueltas por la plaza, alrededor del viejo crucifijo. Cuando uno se paraba, toda la cuadrilla lo imitaba, y la larga fila de uniformes verdes cerraba el paso a los vecinos, que automáticamente se calaban la gorra todavía más, daban media vuelta y se alejaban a la chita callando por las pequeñas y tortuosas callejas que llevaban a los campos. Vigilado por dos suboficiales, el guarda forestal pegaba carteles en los principales edificios del pueblo. Eran anuncios diversos: unos representaban a un militar alemán muy rubio que sonreía de oreja a oreja enseñando unos dientes perfectos mientras repartía pan con mantequilla a un grupo de niños franceses; la leyenda decía: «¡Civiles abandonados, confiad en los soldados del Reich!» Otros ilustraban la opresión ejercida por los ingleses en el mundo y la odiosa tiranía de los judíos mediante caricaturas o gráficos. Pero la mayoría estaban encabezados por la palabra Verboten: «Prohibido» Estaba prohibido circular por la calle entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, tener armas de fuego en casa, prestar «refugio, ayuda o auxilio» a prisioneros evadidos, ciudadanos de países enemigos de Alemania o militares ingleses, escuchar emisoras extranjeras, rechazar el dinero alemán… Y al pie de cada cartel se leía la misma advertencia, escrita en caracteres negros y subrayada dos veces: «Bajo pena de muerte.»

Entretanto, los comerciantes habían abierto sus tiendas. En la primavera de 1941, en provincias, los productos todavía no escaseaban. La gente tenía suficientes existencias de telas, zapatos o víveres, y estaba dispuesta a venderlas. Los alemanes no eran exigentes; les colocarían todas las antiguallas: corsés que databan de la otra guerra, botines de 1900, ropa interior con banderitas y torres Eiffel bordadas (originalmente destinadas a los ingleses)… Todo les parecía bien.

A los habitantes de los países ocupados, los alemanes les inspiraban miedo, aversión y el socarrón deseo de engañarlos, de aprovecharse de ellos, de sacarles el dinero.

«En cualquier caso es nuestro… el que nos han quitado», se decía la tendera ofreciendo una libra de ciruelas pasas agusanadas con su mejor sonrisa a un militar del ejército invasor y cobrándole el doble de lo que valían.

El soldado examinaba la mercancía con cara de desconfianza; se olía el fraude, pero, intimidado por la imperturbable expresión de la tendera, se callaba. El regimiento había estado destinado en una pequeña ciudad del norte, devastada y desprovista de todo desde hacía tiempo. En aquella rica región del centro, el soldado volvía a ver cosas que deseaba. Sus ojos se iluminaban ante los escaparates. Aquellos muebles de pino tea, aquellos trajes de confección, aquellos juguetes, aquellos vestiditos rosa, le recordaban las dulzuras de la vida civil. La tropa iba de tienda en tienda, seria, pensativa, haciendo sonar las monedas en los bolsillos. A espaldas de los soldados, o por encima de sus cabezas, de ventana a ventana, los franceses intercambiaban escuetas señas, alzaban los ojos al cielo, meneaban la cabeza, sonreían, esbozaban leves muecas de burla o desafío, desplegaban todo un repertorio de gestos que expresaban, alternativamente, que en trances así había que tener fe en Dios, pero que el propio Dios… Que no pensaban renunciar a su libertad, al menos, a su libertad de pensar, ya que no a la de hablar o actuar; que aquellos alemanes no eran demasiado listos, puesto que tomaban por auténtica la amabilidad con que los trataban, con que se veían obligados a tratarlos, visto que eran los dueños de la situación. «Nuestros dueños», decían las mujeres, y miraban al enemigo con una especie de odio concupiscente. (¿Enemigos? Por supuesto, pero hombres, y jóvenes…) Sobre todo, les encantaba engañarlos. «Creen que los queremos, pero a nosotras lo que nos interesa son los salvoconductos, la gasolina, los permisos», pensaban las que ya habían convivido con el ejército de ocupación en París o en las grandes ciudades de provincias, mientras que las ingenuas campesinas bajaban tímidamente los ojos ante las miradas de los alemanes.

Nada más entrar en los cafés y antes de sentarse, los soldados se desabrochaban los cinturones y los arrojaban sobre los veladores de mármol. En el Hôtel des Voyageurs, los suboficiales reservaron el salón principal para utilizarlo como comedor. Era una sala alargada y oscura de mesón de pueblo. Sobre la pared del fondo, dos banderas rojas adornadas con la cruz gamada ocultaban la parte superior del marco dorado del gran espejo, esculpido con amorcillos y antorchas. Pese a lo avanzado de la estación, la estufa seguía encendida. Varios hombres habían acercado las sillas y se calentaban con una expresión de beatífica modorra. De vez en cuando, la enorme y enrojecida estufa negra quedaba envuelta en una acre humareda, pero los alemanes no se inmutaban. Se acercaban todavía más para secarse el uniforme y las botas, y miraban pensativamente alrededor, con una expresión a un tiempo aburrida y vagamente ansiosa que parecía decir: «Hemos visto tantas cosas… Veremos qué pasa aquí…»

Eso, los más viejos, los más sensatos. Los jóvenes le guiñaban el ojo a la criada, que, diez veces por minuto, levantaba la trampilla de la bodega, se perdía en las tinieblas subterráneas y retornaba a la luz sujetando en una mano diez botellas de cerveza y en la otra una caja de botellas de espumoso («Sekt!-reclamaban los alemanes-. Mademoiselle, por favor, champán francés… Sekt!»).

La criada -redonda, carillena y colorada- recorría las mesas a paso ligero. Los soldados la recibían con una sonrisa. Ella, indecisa entre las ganas de devolvérsela porque eran jóvenes y el miedo al qué dirán porque eran alemanes, fruncía el entrecejo y apretaba severamente los labios, sin poder evitar que el regocijo interior le excavara dos hoyuelos en los carrillos. ¡Cuántos hombres, Dios mío! Cuántos hombres para ella sola, porque en los otros sitios quienes servían eran las hijas de los dueños, que no les quitaban ojo, mientras que ella… La miraban y hacían ruido de besos con los labios. Recurriendo a un resto de pudor, ella fingía no oírlos y de vez en cuando respondía para su coleto:

– ¡Vale, vale, ya va! ¡Sí que tenéis prisa!

Si le hablaban en alemán, replicaba, muy digna:

– ¿Entiendo yo vuestra jerigonza, eh?

Pero las puertas, abiertas de par en par, seguían dejando pasar una incesante sucesión de uniformes verdes, y la criada, que cada vez se sentía más aturdida, como achispada, sin fuerzas para resistir, ya no respondía al calenturiento asedio de la muchachería más que con débiles protestas:

– Pero bueno, ¿queréis dejarme en paz de una vez? ¡Menudos salvajes!

Otros militares hacían rodar las bolas de billar sobre el tapete verde. La barandilla de la escalera, los alféizares de las ventanas y los respaldos de las sillas estaban cubiertos de cinturones, gorras, pistolas y cartucheras.

Entretanto, las campanas tocaban a vísperas.