Pese a todo, en el pueblo reinaba la acostumbrada paz dominical; los alemanes ponían una nota extraña en el cuadro, pero el fondo seguía siendo el mismo, pensaba Lucile. Había habido momentos de tensión; algunas mujeres (madres de prisioneros, como la señora Angellier, o viudas de la otra guerra) habían vuelto a sus casas a toda prisa, cerrado las ventanas y corrido las cortinas para no ver al enemigo. En pequeños cuartos oscuros, lloraban y releían viejas cartas, besaban amarillentas fotos adornadas con un crespón y una escarapela tricolor… Pero las más jóvenes seguían en la plaza, de cháchara, como todos los domingos. No se iban a perder una tarde de fiesta y diversión por culpa de los alemanes; habían estrenado sombrero: era domingo de Pascua. Los hombres observaban a los alemanes disimuladamente. No había manera de saber qué pensaban: los rostros de los campesinos son impenetrables. Un alemán se acercó a un grupo y pidió fuego; se lo dieron y respondieron a su saludo con leve gesto; el militar se alejó y los hombres siguieron hablando del precio de sus bueyes. Como todos los domingos, el notario pasó camino del Hôtel des Voyageurs para echar la partida. Varias familias regresaban del paseo semanal hasta el cementerio, casi una excursión campestre en aquella comarca que ignoraba las diversiones. La gente iba en grupo y recogía flores entre las tumbas. Las hermanas del patronato salieron de la iglesia con los niños e, imperturbables bajo sus tocas, se abrieron paso entre los soldados.
– ¿Se quedarán mucho tiempo? -le susurró el recaudador al escribano, señalando a los alemanes.
– Dicen que tres meses -respondió el otro en voz no menos baja.
El recaudador suspiró.
– Eso hará que suban los precios.
Y, maquinalmente, se frotó la mano inutilizada por el estallido de un obús en 1915. Luego pasaron a otra cosa.
Las campanas, que habían anunciado la salida de vísperas, enmudecieron; el débil eco de sus últimos tañidos se perdió en el aire de la tarde.
Para volver a casa, las Angellier hacían un sinuoso recorrido que Lucile se sabía piedra a piedra. Avanzaban en silencio, respondiendo con leves movimientos de la cabeza a los saludos de los campesinos. La señora Angellier no era muy querida en la región, pero Lucile inspiraba simpatía, porque era joven, tenía el marido prisionero y no se mostraba orgullosa. En ocasiones, acudían a ella en busca de consejo sobre la educación de los hijos o la compra de un corsé. O cuando tenían que mandar un paquete a Alemania. Sabían que en casa de los Angellier -la mejor del pueblo- se alojaba un oficial enemigo, y compadecían a las dos mujeres.
– Menuda faena les han hecho -les susurró la modista al cruzarse con ellas.
– Esperemos que no tarden en irse por donde han venido -les deseó la farmacéutica.
Y una viejecilla que daba pasitos cortos detrás de una cabra de suave pelaje blanco, se puso de puntillas para decirle al oído a Lucile:
– Dicen que son muy malos, que son unos demonios, que le hacen la vida imposible a la pobre gente.
La cabra dio un brinco y embistió la larga capa gris de un oficial alemán. El militar se volvió, se echó a reír y quiso acariciar al animal, pero la cabra salió huyendo. La horrorizada viejecilla puso pies en polvorosa y las Angellier cerraron tras de sí la puerta de su casa.
4
Era la casa más hermosa de la región; tenía cien años. Baja y alargada, estaba construida en una piedra amarilla y porosa que, a la luz del sol, adquiría un cálido tono dorado de pan recién horneado. Las ventanas que daban a la calle (las de las habitaciones principales) estaban firmemente cerradas, con los postigos echados y asegurados contra los ladrones con barras de hierro. La pequeña claraboya redonda del desván (donde permanecían ocultos los tarros, las jarras y las garrafas que contenían los comestibles prohibidos) tenía una reja de gruesos barrotes acabados en puntas con forma de flor de lis, que habían empalado a más de un gato errante. La puerta de la calle estaba pintada de azul y tenía un cerrojo de prisión y una enorme llave que chirriaba quejumbrosamente. La planta baja exhalaba un olor a cerrado, un olor frío a casa deshabitada, pese a la ininterrumpida presencia de sus propietarios. Para impedir que las colgaduras se ajaran y preservar los muebles, el aire y la luz estaban proscritos. A través de la puerta del vestíbulo, con su vidriera de cristales de colores que parecían culos de botella, se filtraba una luz glauca, incierta, que sumía en la penumbra los arcones, las cornamentas de ciervo colgadas en las paredes y los pequeños y viejos grabados, descoloridos por la humedad.
En el comedor, el único sitio donde se ponía la estufa, y la habitación de Lucile, que de vez en cuando se permitía encenderla a última hora de la tarde, se respiraba el grato olor de los fuegos de leña, un aroma a humo y corteza de castaño. Al otro lado del comedor, se extendía el jardín. En esa época del año tenía un aspecto de lo más triste: los perales extendían sus crucificados brazos sobre alambres; los manzanos, podados en cordón, rugosos y atormentados, estaban erizados de punzantes ramas; de la viña sólo quedaban sarmientos desnudos. Pero, unos días de sol, y el pequeño y madrugador melocotonero de la plaza de la iglesia no sería el único en cubrirse de flores; todos los árboles lo imitarían. Desde su ventana, mientras se cepillaba el pelo antes de acostarse, Lucile contemplaba el jardín a la luz de la luna. Los gatos maullaban encaramados a la tapia baja. Alrededor se veía toda la comarca, salpicada de pequeños y frondosos valles, fértil, secreta, de un suave gris perla al claro de luna.
Al llegar la noche, Lucile se sentía rara en su enorme habitación vacía. Antes, Gastón dormía allí, se desnudaba, gruñía, maltrataba los cajones… Era un compañero, una criatura humana. Ahora hacía casi un año que estaba sola. No se oía un ruido. Fuera, todo dormía. Inconscientemente, Lucile aguzó el oído, esperando percibir algún signo de vida en la habitación contigua, ocupada por el oficial alemán. Pero no oyó nada. Puede que todavía no hubiera vuelto, o que la gruesa pared ahogara los sonidos, o que estuviera inmóvil y callado, como ella. Al cabo de unos instantes percibió un roce, un suspiro, luego un tenue silbido, y se dijo que estaba en la ventana, contemplando el jardín. ¿Qué estaría pensando? No conseguía imaginarlo; por más que lo intentara, no podía atribuirle las reflexiones, los deseos naturales de un individuo normal. No podía creer que contemplara el jardín inocentemente, que observara el espejeo del vivero, en el se adivinaban silenciosas formas plateadas: las carpas para la comida del día siguiente. «Está eufórico -se dijo Lucile-. Recordando sus batallas, los peligros superados. Dentro de un rato escribirá a su casa, a Alemania, a su mujer… No, no puede estar casado, es demasiado joven… Escribirá a su madre, a su novia, a su amante… Pondrá: "Vivo en una casa francesa; no hemos padecido en absoluto, Amalia -se llamará Amalia, o Cunegonde, o Gertrude, pensó Lucile, buscando expresamente nombres ridículos-, Porque somos los vencedores."»
Ahora ya no se oía nada. Había dejado de moverse; contenía la respiración.
«¡Croac!», se oyó un sapo en la oscuridad.
Era como una exhalación musical grave y dulce, una nota temblorosa y pura, una burbuja de agua que estallaba con un sonido nítido.
«¡Croac, croac!»
Lucile entrecerró los ojos. Qué paz, qué triste y profunda paz… De vez en cuando, algo despertaba en su interior, se rebelaba, exigía ruido, movimiento, gente. ¡Vida, Dios mío, vida! ¿Cuánto duraría aquella guerra? ¿Cuántos años habría que estar así, en aquel siniestro letargo, sometidos, humillados, acobardados como el ganado durante una tormenta? Echaba de menos el vivaz parloteo de la radio, que permanecía oculta en la bodega desde la llegada de los alemanes. Se decía que las requisaban y destruían. Lucile sonrió. «Las casas francesas deben de parecerle un tanto desamuebladas», se dijo pensando en todas las cosas que su suegra había escondido en los armarios y puesto bajo llave para preservarlas del enemigo.