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– Nos habían dicho que tendríamos soldados rasos -repuso Madeleine tímidamente.

– Yo soy teniente intérprete en la Kommandantur.

– Estará usted lejos del pueblo, y me temo que la habitación no es demasiado buena para un oficial. Esto no es más que una granja; aquí no tendrá agua corriente, ni electricidad ni nada de lo que un caballero necesita.

El joven paseó la mirada por la sala. Examinó el suelo de gastadas baldosas rojizas, casi rosa en algunos sitios, el enorme hogar que ocupaba el centro de la habitación; la cama de vela en un rincón, la rueca que habían bajado del granero, donde languidecía desde la otra guerra, porque ahora todas las chicas de la región aprendían a hilar la lana, puesto que ya no podía comprarse en madejas… El alemán siguió observando con atención las fotografías enmarcadas de las paredes, los premios de concursos agrícolas, la pequeña hornacina vacía, que antaño había albergado la imagen de una santa, y las delicadas y desvaídas pinturas que formaban un friso a su alrededor. Por fin, volvió a posar los ojos en la joven campesina y la criatura que tenía en brazos, y sonrió.

– No se preocupe por mí. Estaré perfectamente.

Su voz tenía un timbre extrañamente duro y vibrante que recordaba a un crujido metálico. Los ojos gris acero, las angulosas facciones y el peculiar color rubio del pelo, pálido, lustroso y liso como un casco, daban a aquel joven un aspecto inquietante a los ojos de Madeleine; su apariencia física tenía algo perfecto, preciso, deslumbrante, que hacía pensar más en una máquina que en un ser humano, se dijo, fascinada a su pesar por las botas y la hebilla de su cinturón: el cuero y el acero resplandecían.

– Espero que tenga ordenanza -dijo Madeleine-. Aquí nadie podría sacar tanto brillo a sus botas.

El alemán se echó a reír y repitió:

– No se preocupe por mí.

Madeleine había acostado al niño. La imagen del alemán se reflejó en el espejo inclinado que colgaba sobre la cama. Madeleine sorprendió su mirada y su sonrisa. «Si le da por rondarme, ¿qué dirá Benoît?», pensó con temor. El joven le desagradaba y le daba un poco de miedo, pero no podía evitar sentirse atraída por cierto parecido con Jean-Marie; no con Jean-Marie en tanto que hombre, sino en tanto que burgués, que «señorito». Los dos iban bien afeitados, eran educados y tenían manos blancas y piel fina. Madeleine comprendió que la presencia de aquel alemán sería doblemente odiosa para Benoît: porque era un enemigo y porque no era un campesino como él; sobre todo, porque detestaba lo que en Madeleine revelaba interés, curiosidad por la clase superior, hasta el punto de que, desde hacía algún tiempo, le arrancaba de las manos las revistas de moda o, cuando ella le pedía que se afeitara o se cambiara de camisa, le espetaba: «En esta vida hay que elegir. Tú has elegido a un hombre del campo, a un destripaterrones… Yo no tengo modales refinados», con tanto rencor, con unos celos tan exacerbados, que Madeleine se olía lo que había ocurrido: Cécile se había ido de la lengua. Cécile tampoco era la misma con ella. Suspiró. Cuántas cosas había cambiado aquella maldita guerra…

– Le enseñaré su habitación -murmuró al fin.

Pero el alemán cogió una silla y se sentó junto a la estufa.

– Luego, si no le importa. Antes presentémonos. ¿Cómo se llama usted?

– Madeleine Labarie.

– Yo, Kurt Bonnet. Como ve, es un apellido francés. Mis antepasados debían de ser compatriotas suyos, expulsados de Francia en tiempos de Luis XIV En Alemania hay sangre francesa, y palabras francesas en nuestro idioma.

«En Francia también hay sangre alemana -le habría gustado responderle-, pero en la tierra, y desde 1914.» Pero no se atrevió; lo mejor era callarse. Era extraño: no odiaba a los alemanes, no odiaba a nadie, pero cada vez que veía aquel uniforme parecía convertirse, ella, que tan libre y orgullosa había sido siempre, en una especie de astuta, cautelosa y asustada esclava, llena de habilidad para adular al vencedor y luego escupir a sus espaldas: «¡Ojalá revientes!», como hacía su suegra, que al menos no sabía fingir ni contemporizar con el invasor, se dijo Madeleine, avergonzada de sí misma. Arrugó la frente, adoptó una expresión glacial y apartó un poco la silla para darle a entender que no deseaba seguir hablando con él y que su presencia la incomodaba.

Él, en cambio, la miraba complacido. Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales. A su inspiración se debía una orden de la Kommandantur de Calais fechada unos meses antes. Bonnet había observado que, los días de mercado, los campesinos llevaban los pollos cabeza abajo, agarrados por las patas. «Por motivos humanitarios», tal comportamiento quedó terminantemente prohibido. Los campesinos no hicieron el menor caso, lo que aumentó la aversión de Bonnet por los franceses, «incivilizados y vanos», que por su parte estaban indignados ante semejante bando, colocado junto a otro que informaba de la ejecución de ocho hombres en represalia por una acción de sabotaje. En la ciudad del norte donde había estado acantonado, Bonnet se había encariñado con su patrona por la sencilla razón de que, un día que tenía gripe, la mujer se había tomado la molestia de llevarle el desayuno a la cama. Bonnet se acordó de su madre y de su infancia, y con lágrimas en los ojos dio las gracias a la señora Lili, antigua madame de un burdel. A partir de ese día hizo todo lo que pudo por ella: le conseguía vales de gasolina y permisos de todo tipo, pasaba las veladas con la antigua alcahueta porque, según decía el joven, estaba sola, era mayor y se aburría, y siempre que iba a París por asuntos del servicio le traía algún regalo, que le salía caro, porque no era rico.

En ocasiones, esas simpatías tenían su origen en reminiscencias musicales, literarias o, como la mañana de primavera en que se presentó en casa de los Labarie, pictóricas: Bonnet era un joven muy culto y dotado para todas las artes. La granja de los Labarie, con aquella atmósfera un tanto lúgubre y húmeda que le daba el día lluvioso, con sus gastadas baldosas rojizas, su pequeña hornacina vacía, en la que el joven teniente imaginaba una estatua de la Virgen retirada durante la última revolución, con la rama de boj bendecida encima de la cuna y el brillo de un calentador de cobre en la penumbra, tenía algo que recordaba un «interior» de la escuela flamenca. Aquella joven sentada en un sillita baja, con su hijo en brazos y un delicioso pecho medio desnudo y reluciendo en la penumbra, aquel rostro encantador de mejillas sonrosadas y frente y barbilla muy pálidos, se merecían por sí solos un cuadro. Contemplándolos, admirándolos, casi se sentía como en un museo de Munich o Dresde, solo ante una de esas telas que le producían una incomparable embriaguez sensual e intelectual aun tiempo. A partir de ese momento, esa mujer podría mostrarse fría u hostil hacía él; no le afectaría, ni siquiera lo advertiría. Lo único que le pedía, a ella como a todo lo que la rodeaba, era que le procuraran un placer puramente estético, que conservaran aquella iluminación de obra maestra, aquella luminosidad de la carne, aquel terciopelo del fondo.