– Se separa -repitió él en voz baja.
– En fin, ahora ya está totalmente recuperado. Ha recobrado el color…
– Gracias a usted, que me ha cuidado tan bien.
Los dedos se detuvieron entre las hojas.
– ¿Ha estado a gusto entre nosotros?
– Ya sabe que sí.
– Entonces, no vaya a dejarnos sin noticias… Tendrá que escribirnos -repuso Madeleine, y Jean-Marie vio sus ojos, muy cerca, llenos de lágrimas.
Ella se apresuró a apartar el rostro.
– Por supuesto que escribiré. Se lo prometo -respondió Jean-Marie, y le rozó la mano tímidamente.
– Ya, es lo que se suele decir… A nosotros, cuando se haya ido, nos sobrará tiempo para pensar en usted. Dios mío… Ahora todavía es época de trabajo, no paramos de la mañana a la noche. Pero viene el otoño, y luego el invierno, y no hay más que dar de comer a los animales. El resto del tiempo lo matamos en casa viendo caer la lluvia y después la nieve. A veces me digo que debería ir a buscar trabajo a la ciudad…
– No, Madeleine, no haga eso. Prométamelo. Será más feliz aquí.
– ¿Usted cree? -murmuró la chica con una voz extraña y, cogiendo el cesto, se apartó de él.
El follaje le ocultaba la cara. Jean-Marie arrancaba guisantes maquinalmente.
– ¿Es que cree que podré olvidarla? -dijo al fin-. ¿Cree que tengo tan buenos recuerdos que me olvidaré de éstos? Figúrese: la guerra, el horror, la guerra…
– Pero ¿y antes? No siempre ha habido guerra… ¿Antes no hubo…?
– ¿Qué? -Madeleine no respondió-. ¿Quiere decir mujeres, chicas?
– ¡Pues claro!
– Nada demasiado interesante, mi querida Madeleine.
– Pero se va. -Y, ya sin fuerzas para retener las lágrimas, dejó que resbalaran por sus sonrosadas mejillas y, con voz entrecortada, confesó-: A mí me da pena que se vaya. No debería decírselo, se reirá de mí, y Cécile todavía más… pero no me importa… Me da pena que se vaya.
– Madeleine…
La chica se irguió y sus ojos se encontraron. El se acercó y la cogió por la cintura; pero, cuando quiso besarla, ella lo rechazó con un suspiro.
– No, no es eso lo que quiero… Es demasiado fácil…
– ¿Y qué quiere, Madeleine? ¿Que le prometa que jamás la olvidaré? Puede creerme o no, pero es la verdad, no la olvidaré -dijo él cogiéndole la mano y besándosela.
Ella enrojeció de dicha.
– ¿De verdad quería meterse monja, Madeleine?
– Sí, de verdad. Antes sí quería, pero ahora… No es que haya dejado de amar a Dios, pero creo que no estoy hecha para eso.
– ¡Claro que no! Usted está hecha para amar y ser feliz.
– ¿Feliz? No lo sé; pero creo que estoy hecha para tener marido e hijos, y si el Benoît no ha muerto… pues…
– ¿Benoît? No sabía…
– Sí, habíamos hablado… Yo no quería. Pensaba meterme monja. Pero si vuelve… Es un buen chico…
– No lo sabía… -repitió Jean-Marie.
¡Qué reservados eran aquellos campesinos! Cautos, desconfiados, cerrados con dos vueltas, como sus enormes armarios. Había pasado más de dos meses entre ellos y nunca había sospechado que existiera una relación entre Madeleine y el hijo de la granjera. Ahora que lo pensaba, apenas le habían dicho una palabra del tal Benoît… Nunca hablaban de nada. Pero lo tenían en la cabeza.
La granjera llamó a Madeleine y ellos volvieron a la casa. Pasaron unos días. Seguían sin llegar noticias de Benoît, pero Jean-Marie no tardó en recibir carta de sus padres, que también le enviaban dinero. No había vuelto a encontrarse a solas con Madeleine. Estaba claro que los vigilaban. Se despidió de toda la familia, reunida en el umbral de la puerta. Era un día lluvioso, el primero desde hacía semanas; un viento frío soplaba desde las colinas. Cuando Jean-Marie se marchó, la granjera volvió a entrar en la casa, pero las dos chicas se quedaron en la puerta largo rato, escuchando el ruido de la carreta en el camino.
– ¡Bueno, ya iba siendo hora! -exclamó Cécile, como si hubiera retenido largamente y con esfuerzo un torrente de palabras furiosas-. Por fin podremos conseguir que trabajes un poco. últimamente estabas en la luna, me lo dejabas todo a mí…
– ¡Mira quién fue a hablar! Si lo único que has hecho ha sido coser y mirarte en el espejo… Ayer fui yo quien tuvo que ordeñar las vacas, cuando te tocaba a ti -se encendió Madeleine.
– ¿Y a mí qué me cuentas? Fue mamá quien te lo mandó.
– Me lo mandó mamá, pero no creas que no sé quién fue a calentarle la cabeza.
– ¡Bah, piensa lo que quieras!
– ¡Hipócrita!
– ¡Desvergonzada! Y querías ser monja…
– ¡Como si tú no le hubieras ido detrás! Lo que pasa es que él no te hacía ni caso…
– ¿Y a ti sí? Claro, por eso se ha ido y no volverás a verlo…
Por unos instantes las dos hermanas, rabiosas, se miraron echando chispas por los ojos. Luego, una expresión dulce y sorprendida suavizó el rostro de Madeleine.
– ¡Vamos, Cécile! Siempre hemos sido como hermanas… Nunca nos habíamos peleado así… ¡Venga, no merece la pena! Al final no ha sido ni para ti ni para mí. -Madeleine le echó los brazos al cuello, pues Cécile se había puesto a llorar-. Ya está, ¡ea!, ya está… Sécate los ojos. Tu madre verá que has llorado.
– Mamá… no dice nada, pero lo sabe todo.
Las hermanas se separaron; una fue hacia el establo y la otra entró en la casa. Era lunes, día de colada; apenas les dio tiempo a intercambiar un par de frases, pero sus miradas y sonrisas decían que ya se habían reconciliado. El viento arrastraba el humo de la colada hacia el cobertizo. Era uno de esos días tormentosos y oscuros en que se perciben los primeros soplos del otoño en el corazón de agosto. Mientras enjabonaba, escurría y aclaraba, Madeleine no tenía tiempo para cavilaciones y podía adormecer su dolor. Cuando alzaba los ojos, veía el cielo gris y los árboles zarandeados por el viento.
– Es como si hubiera acabado el verano -dijo en cierto momento.
– Mejor. Maldito verano… -gruñó su madre con un dejo de rencor.
Madeleine la miró sorprendida, pero luego se acordó de la guerra, del éxodo, de la ausencia de Benoît, de la desdicha universal, de los que continuaban combatiendo lejos de allí y de los que habían muerto, y siguió trabajando en silencio.
Esa noche, cuando acababa de encerrar a las gallinas y cruzaba el patio corriendo bajo el aguacero, vio a un hombre que se acercaba por el camino a grandes zancadas. El corazón le dio un vuelco; pensó que Jean-Marie había vuelto. Presa de una alegría salvaje, corrió hacia él, pero, cuando estaba a unos pasos, ahogó un grito.
– ¿Benoît?
– Pues sí, soy yo -respondió el hombre.
– Pero ¿cómo…? ¡Qué contenta se va a poner tu madre! Entonces… ¿estás bien? Teníamos tanto miedo de que te hubieran hecho prisionero…
Él rió en silencio. Era un chico alto, de rostro ancho y moreno y ojos claros y francos.
– He estado prisionero, pero poco tiempo.
– ¿Te escapaste?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Pues… con unos compañeros.
De pronto, mientras lo miraba, Madeleine volvió a sentir su timidez de campesina, aquella capacidad de sufrir y amar en silencio que Jean-Marie le había hecho perder. Dejó de interrogar a Benoît y se limitó a caminar en silencio junto a él.
– ¿Y aquí? ¿Todo bien? -preguntó el joven.
– Todo bien.
– ¿Ninguna novedad?
– No, nada -murmuró ella y, adelantándose, subió los tres peldaños de la cocina y gritó-: ¡Venga corriendo, madre! ¡El Benoît ha vuelto!