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El invierno anterior -el primero de la guerra- había sido largo y duro. Pero ¿qué decir del de 1940-1941? El frío y la nieve empezaron a finales de noviembre. Los copos caían sobre las casas bombardeadas, sobre los puentes a medio reconstruir, sobre las calles de París, por las que ya no circulaban coches ni autobuses, por las que caminaban mujeres con abrigos de pieles y capuchas de lana, mientras otras tiritaban haciendo cola ante las tiendas; caían sobre las vías del tren, sobre los hilos del telégrafo, que se doblaban bajo su peso y a veces se partían, sobre los uniformes verdes de los soldados alemanes ante las puertas de los cuarteles, sobre los estandartes rojos con la cruz gamada en las fachadas de los edificios públicos. En las gélidas viviendas, la nieve difundía una luz pálida y lúgubre que aumentaba aún más la sensación de frío e incomodidad. En los hogares humildes, los ancianos y los niños pasaban semanas enteras en la cama, el único sitio donde se podía entrar en calor.

Ese invierno, la terraza de los Corte estaba cubierta por una espesa capa de nieve que servía para enfriar el champán. Gabriel escribía junto a un fuego de leña que no conseguía sustituir el añorado calor de los radiadores. Tenía la nariz morada y casi lloraba de frío. Con una mano se apretaba contra el pecho una bolsa de agua caliente y con la otra escribía.

En Navidades, el frío arreció; los pasillos del metro eran el único sitio donde daba un poco de cuartel. Y la nieve seguía cayendo, inexorable, silenciosa y tenaz, sobre los árboles del bulevar Delessert, al que habían regresado los Péricand, porque pertenecían a ese sector de la alta burguesía francesa que prefiere ver a sus hijos privados de pan antes que de títulos, y de ninguna manera podían permitir que se interrumpieran los estudios de Hubert, tan comprometidos ya por los acontecimientos del verano anterior, ni los de Bernard, que acababa de cumplir ocho años, había olvidado todo lo aprendido antes del éxodo y volvía a recitar ante su madre: «La tierra es una bola redonda que no descansa sobre nada», como si en lugar de ocho sólo tuviera siete (¡desastroso!).

Los copos de nieve salpicaban el velo de luto de la señora Péricand cuando pasaba orgullosamente junto a los clientes que hacían cola ante la tienda, sin detenerse hasta llegar al umbral, donde agitaba como una bandera el carnet de prioridad concedido a las madres de familia numerosa.

Bajo la nieve, Jeanne y Maurice Michaud esperaban su turno hombro con hombro, como dos caballos cansados antes de reanudar la marcha.

La nieve cubría la tumba de Charles Langelet en Père-Lachaise y el cementerio de automóviles cercano al puente de Gien: los coches bombardeados, calcinados, abandonados durante el mes de junio, se amontonaban a ambos lados de la carretera, panza arriba o tumbados sobre un costado, con el capó abierto en un enorme bostezo o convertidos en un amasijo de retorcida chatarra. Los campos, silenciosos, inmensos, estaban blancos; durante unos días, la nieve se fundía y los campesinos recuperaban los ánimos. «Qué alegría ver la tierra…», decían. Pero al día siguiente volvía a nevar, y los cuervos graznaban en el cielo. «Este año hay muchos», murmuraban los jóvenes pensando en los campos de batalla, en las ciudades bombardeadas… Pero los viejos respondían: «¡Igual que siempre!» En el campo nada había cambiado; la gente esperaba. Esperaba el final de la guerra, el final del bloqueo, el regreso de los prisioneros, la llegada del buen tiempo.

«Este año no habrá primavera», suspiraban las mujeres viendo pasar febrero y después los primeros días de marzo sin que las temperaturas se suavizaran. La nieve se había fundido, pero la tierra, dura y gris, resonaba como el hierro. Las patatas se helaban. Los animales se habían quedado sin forraje; deberían haber buscado el alimento al aire libre, pero no se veía ni una brizna de hierba. En la aldea de los Labarie, los viejos se atrincheraban tras las grandes puertas de madera, que por la noche aseguraban con clavos. La familia se reunía alrededor de la estufa y las mujeres tejían para los prisioneros sin despegar los labios. Las dos hermanas hacían camisitas y pañales con sábanas viejas: Madeleine se había casado con el Benoît en septiembre y esperaba un hijo. «¡Ah, Dios mío, qué desgracia tan grande!», murmuraban las viejas cuando una ráfaga de viento sacudía la puerta con violencia.

En la granja vecina se oía llorar a un niño que había nacido poco antes de Navidad; la madre tenía otros tres hijos y el marido estaba prisionero. Era una campesina alta y delgada, una mujer pudorosa, callada, reservada, que nunca se quejaba. Cuando le decían: «¿Cómo se las va a arreglar, Louise, sin un hombre en casa, sin nadie que la ayude, con cuatro criaturas y todo ese trabajo?», ella sonreía débilmente, mientras sus ojos permanecían fríos y tristes, y respondía: «No queda más remedio…» Por la noche, cuando los pequeños se dormían, aparecía por casa de los Labarie. Se sentaba con su labor muy cerca de la puerta, para poder oír a sus hijos si se despertaban y la llamaban. Cuando nadie la veía, levantaba furtivamente los ojos y miraba a Madeleine y a su joven marido, sin envidia, sin maldad, con una tristeza muda; luego volvía a clavar los ojos en la labor y, al cabo de un cuarto de hora, se levantaba, cogía sus zuecos y decía a media voz: «Bueno, tengo que irme. Buenas noches a todos y hasta mañana.» Y regresaba a su casa.

Era una noche de marzo. No podía dormir. Casi todas las noches se las pasaba así, intentando conciliar el sueño en aquella cama vacía y helada. Alguna vez había pensado acostar al mayor con ella, pero una especie de temor supersticioso se lo había impedido: aquel sitio tenía que permanecer libre para el ausente.

Esa noche soplaba un fuerte viento, un vendaval que cruzaba la región procedente de las montañas de Morvan. «¡Mañana, otra vez nieve!», había dicho la gente. En su gran casa silenciosa, que crujía como un barco a la deriva, la mujer se dejó ir por primera vez y lloró a lágrima viva. No le había ocurrido cuando su marido se fue en 1939, ni cuando se marchaba después de un breve permiso, ni cuando supo que lo habían hecho prisionero, ni cuando dio a luz sin él. Pero había llegado al límite de sus fuerzas: tanto trabajo… El pequeño, tan fuerte, que la agotaba con su apetito y su llanto; la vaca, que apenas daba leche por culpa del frío; las gallinas, que ya no tenían grano y se negaban a poner; el hielo del lavadero, que había que romper todos los días… Era demasiado, no podía más, se había quedado sin energías, ya ni siquiera quería vivir… ¿Para qué? No volvería a ver a su marido, que la echaba de menos tanto como ella a él y moriría en Alemania… Qué frío hacía en aquella cama tan grande… Sacó la bolsa de agua que había metido hirviendo entre las sábanas dos horas antes y que ya no conservaba ni una pizca de calor, la dejó con suavidad en el suelo y, al retirar la mano, rozó las baldosas heladas, y aún tuvo más frío, un frío que le traspasó el corazón. Los sollozos la agitaban de pies a cabeza. ¿Qué podían decirle para consolarla? «No eres la única…» Eso ya lo sabía, pero otras habían tenido más suerte. Madeleine Labarie, por ejemplo… No le deseaba ningún mal, pero… ¡no era justo! El mundo era demasiado horrible. Estaba aterida. Por mucho que se encogiera bajo las mantas y la colcha, el frío penetraba en su escuálido cuerpo y la calaba hasta los huesos. «Todo esto pasará, la guerra acabará y tu marido volverá», decía la gente. ¡No! ¡No! Ya no se lo creía, aquello duraría y duraría… Si ni siquiera la primavera quería llegar… ¿Cuándo se había visto semejante tiempo en marzo? El mes estaba a punto de acabar y la tierra seguía helada, helada hasta el corazón, como ella. ¡Qué ventarrones! ¡Qué ruido! Seguro que arrancaba un montón de tejas. Se incorporó en la cama, se quedó escuchando unos instantes y, de pronto, su rostro, tenso y empapado de lágrimas, adquirió una expresión más suave, incrédula. El viento había parado; se había ido por donde había venido. Había roto ramas, sacudido los tejados con ciega rabia y barrido los últimos corros de nieve de las colinas; pero ahora la primera lluvia de primavera, densa y todavía fría, caía con fuerza de un cielo sombrío y revuelto por la tormenta, y se abría paso hasta las oscuras raíces de los árboles, hasta el negro y profundo seno de la tierra.