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Entre dos campos vio un angosto sendero que se alejaba de las casas. Allí nada recordaba la guerra. Una fuente murmuraba, un ruiseñor cantaba, una campana daba la hora, en todos los setos había flores, y frescas hojas verdes en todos los árboles. Desde que se había refrescado las manos y la boca, desde que había bebido agua en un arroyo ahuecando las palmas, se sentía mucho mejor. Buscó fruta en las ramas desesperadamente. Sabía que no era la época, pero estaba en la edad en que aún se cree en los milagros. Al final del sendero volvió a encontrar la carretera. «Cressange, 22 Km.», leyó en un mojón, y se detuvo, perplejo. Luego vio una granja y, tras mucho dudarlo, se acercó y llamó a la puerta de la vivienda. Oyó pasos en el interior. Preguntaron quién era. Al oír que se había perdido y tenía hambre, lo dejaron pasar. Dentro había tres soldados franceses durmiendo. Los reconoció. Habían participado en la defensa del puente de Moulins. Ahora roncaban tumbados en sendos bancos, con los demacrados y sucios rostros boca arriba, como los muertos. Los velaba una mujer que hacía punto; la madeja de lana rodaba por el suelo, perseguida por un gato. La escena le resultó tan familiar y al mismo tiempo tan extraña, después de todo lo que había visto en los últimos ocho días, que le flaquearon las piernas y tuvo que sentarse. Sobre la mesa vio los cascos de los soldados, cubiertos con hojas para evitar que brillaran a la luz de la luna.

En ese momento, uno de ellos despertó, se incorporó y se quedó apoyado en un codo.

– ¿Has visto a alguno, chaval?

Hubert comprendió que se refería a los alemanes.

– No, no -se apresuró a responder-. Ni uno desde Moulins.

– Se ve que ya ni siquiera cogen prisioneros -dijo el soldado-. Tienen demasiados. Los desarman y luego los mandan a hacer puñetas.

– Se ve que sí -dijo la mujer.

Volvió a hacerse el silencio. Hubert comió: le habían servido un plato de sopa y un trozo de queso. Cuando acabó, miró al soldado y le preguntó:

– ¿Qué piensan hacer ahora?

Uno de sus compañeros había abierto los ojos. Los dos hombres empezaron a discutir. Uno quería ir a Cressange; el otro, angustiado, lanzaba alrededor miradas medrosas e inquietas de pájaro asombrado.

– ¿Para qué? Están en todas partes, en todas… -decía. Realmente, le parecía estar viendo a los alemanes alrededor de él, a punto de cogerlo. De vez en cuando, soltaba una especie de risa entrecortada y amarga-. ¡Dios mío! Haber estado en la del catorce y ver esto…

La mujer tejía plácidamente. Era muy vieja y llevaba un gorro blanco acanalado.

– Yo viví la del setenta. Así que… -murmuró.

Hubert los escuchaba y contemplaba con estupefacción. Le parecían casi irreales, semejantes a fantasmas, a quejumbrosas sombras surgidas de las páginas de su Historia de Francia. ¡Dios mío! El presente y sus desastres valían más que esas glorias muertas y ese olor a sangre que ascendía del pasado. Hubert tomó un café muy cargado y muy caliente y una copita de orujo, le dio las gracias a la anciana, se despidió de los soldados y se puso en camino, decidido a llegar a Cressange a la mañana siguiente. Una vez allí, tal vez pudiera ponerse en contacto con su familia y tranquilizarlos respecto a su situación. Caminó toda la noche y, a las ocho de la mañana, llegó a un pueblecito a unos kilómetros de Cressange, de cuya fonda salía un delicioso aroma a café y pan recién hecho. Hubert comprendió que no conseguiría llegar más lejos, que sus pies se negaban a continuar. Entró en el salón de la fonda, que estaba llena de refugiados. Preguntó si había habitación. No supieron responderle. Le dijeron que la dueña había salido a buscar comida para aquel ejército de muertos de hambre, pero no tardaría en regresar. Volvió a la calle y, en una ventana del primer piso, vio a una mujer que se estaba maquillando. De pronto, el pintalabios se le escapó de la mano y fue a caer a los pies de Hubert, que se apresuró a recogerlo. Ella se asomó y le sonrió.

– ¿Y ahora cómo lo recupero? -le preguntó y, sacando el cuerpo fuera de la ventana, extendió hacia él un brazo desnudo y pálido.

El sol arrancaba diminutos destellos a la pintura de sus uñas, que brillaban en los ojos del chico. Aquella carne lechosa y aquella cabellera pelirroja lo encandilaron como una potente luz.

Hubert bajó la cabeza y balbuceó:

– Puedo… puedo subírselo, señora.

– Sí, por favor -dijo ella, y volvió a sonreírle.

Hubert entró en la fonda, cruzó el bar, subió una escalera estrecha y oscura y vio una puerta abierta. La habitación parecía rosa. Efectivamente, el sol atravesaba una humilde cortina roja y llenaba el espacio de una cálida y palpitante penumbra, encarnada como un rosal en flor. La mujer lo invitó a entrar; se estaba limando las uñas. Cogió el pintalabios que le tendía Hubert y lo miró.

– Pero… ¡te vas a desmayar!

Hubert sintió que lo cogía de la mano, lo ayudaba a dar los dos pasos que lo separaban del sillón, le ponía un cojín bajo la nuca… No perdió el conocimiento, pero el corazón le latía con fuerza. Todo daba vueltas a su alrededor como en un mareo, y olas heladas y ardientes lo inundaban alternativamente. Estaba cohibido, pero bastante orgulloso de sí mismo.

– ¿Cansado? ¿Hambre? ¿Qué le pasa a mi pobre muchacho? -preguntó ella.

Hubert exageró aún más el temblor de su voz para responder:

– No es nada. Es que… he venido andando desde Moulins, donde hemos defendido el puente.

Ella lo miró sorprendida.

– Pero ¿cuántos años tienes?

– Dieciocho.

– ¿No eres soldado?

– No; viajaba con mi familia. La dejé para unirme a las tropas.

– Pero… eso está muy bien.

Empleó el tono de admiración que esperaba Hubert, pero, sin saber por qué, su mirada lo hizo enrojecer. De cerca ya no parecía tan joven. Su rostro, ligeramente maquillado, estaba surcado de pequeñas arrugas. Era esbelta y elegante, y tenía unas piernas estupendas.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó la mujer.

– Hubert Péricand.

– ¿No hay un Péricand conservador del Museo de Bellas Artes?

– Es mi padre, señora.

Mientras hablaban, la mujer se había levantado y estaba sirviéndole café. Acababa de desayunar, y la bandeja con la cafetera medio llena, la jarrita de leche y las tostadas seguía sobre la mesa.

– No está muy caliente -le dijo-, pero igual tómalo, te sentará bien. -Hubert obedeció-. Con todos esos refugiados, hay tal barullo ahí abajo que no vendría nadie aunque me pasara todo el día llamando. Vienes de París, ¿verdad?

– Sí. ¿Usted también, señora?

– Sí. Pasé por Tours, donde me bombardearon. Ahora quiero llegar a Burdeos. Supongo que habrán evacuado la ópera allí.

– ¿Es usted actriz, señora? -preguntó Hubert respetuosamente.

– Bailarina. Arlette Corail. -Hubert sólo había visto bailarinas en el escenario del Châtelet. Instintivamente, la mirada del muchacho se dirigió con curiosidad y deseo hacia sus finos tobillos y musculosas pantorrillas, enfundados en lustrosas medias. Estaba azorado. Un mechón rubio le cayó sobre los ojos. La mujer se lo retiró con suavidad-. ¿Y ahora adónde te diriges?

– No lo sé. Mi familia se quedó en un pueblecito que está a unos treinta kilómetros de aquí. Me gustaría reunirme con ellos, pero los alemanes ya habrán llegado allí.

– Aquí los esperan de un momento a otro.

– ¿Aquí? -Alarmado, Hubert dio un respingo y se levantó para huir, pero la mujer lo retuvo, riendo.

– Pero ¿qué crees que te van a hacer? No eres más que un chico…

– Aun así he luchado… -protestó él, herido.

– Sí, claro que sí, pero nadie va a ir a contárselo, ¿verdad? -La bailarina pareció reflexionar y su entrecejo se arrugó ligeramente-. Mira, te diré lo que haremos. Bajaré y pediré una habitación para ti. Aquí me conocen. Es una fonda muy pequeña, pero cocinan de maravilla, y he pasado aquí más de un fin de semana. Te darán la habitación de su hijo, que está en el frente. Descansarás uno o dos días y podrás avisar a tus padres.