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– No sé cómo agradecérselo… -murmuró él.

La bailarina lo dejó solo. Cuando volvió, pasados apenas unos minutos, Hubert estaba profundamente dormido. Arlette le levantó suavemente la cabeza y le rodeó con los brazos los anchos hombros y el pecho, que se alzaba pausadamente. Luego lo contempló, volvió a arreglarle los dorados mechones que le caían desordenadamente sobre la frente, lo contempló de nuevo con expresión soñadora y ávida, como una gata acechando a un pajarillo, y murmuró:

– No está mal el muchacho…

19

El pueblo esperaba a los alemanes. A algunos, la idea de ver por primera vez a sus vencedores les hacía sentir vergüenza y desesperación; a otros, angustia, y a la mayoría sólo una mezcla de miedo y curiosidad, como el anuncio de un espectáculo novedoso. Los funcionarios, los gendarmes y los empleados de correos habían recibido la orden de marcharse el día anterior. El alcalde se había quedado. Era un viejo campesino gotoso y tranquilo que no se inmutaba por nada. Si el pueblo hubiese estado sin jefe no le habría ido mucho peor. A mediodía, unos viajeros llegaron con la noticia del armisticio al bullicioso comedor donde Arlette Corail estaba acabando de desayunar. Las mujeres se echaron a llorar. Se decía que la situación era confusa, que en algunos sitios los soldados seguían resistiendo, que algunos civiles se habían unido a ellos. Los presentes coincidieron en censurarlo: todo estaba perdido, ya sólo quedaba ceder. Todo el mundo hablaba a la vez. El aire era irrespirable. Arlette apartó el plato y salió al pequeño jardín de la fonda. Había cogido cigarrillos, una tumbona y un libro. Tras abandonar París hacía una semana en un estado de pánico que rayaba en la locura y sortear innegables peligros, volvía a sentirse fría y tranquila. Además, estaba convencida de que saldría adelante siempre y en cualquier lugar, y de que poseía auténtico talento para rodearse del máximo de comodidad y bienestar en cualquier circunstancia. Esa flexibilidad, esa lucidez, esa indiferencia, eran cualidades que le habían sido de enorme utilidad en su carrera profesional y su vida sentimental, pero hasta entonces no había comprendido que también podían servirle en la vida cotidiana o en circunstancias excepcionales.

Ahora, cuando pensaba que había implorado la protección de Corbin, sonreía de piedad. Habían llegado a Tours justo a tiempo para que los bombardearan; la maleta que contenía los efectos personales de Corbin y los documentos del banco había quedado sepultada bajo los escombros; ella, en cambio, había sobrevivido al desastre sin perder un solo pañuelo, un solo estuche de maquillaje, un solo par de zapatos. Había visto a Corbin muerto de miedo y se decía con malicia que le recordaría esos instantes a menudo. Aún le parecía estar viéndolo con la mandíbula caída, como los muertos; daban ganas de ponerle una barbillera para sujetársela. Penoso. Dejándolo en medio del caos y el espantoso tumulto de Tours, Arlette había cogido el coche, conseguido gasolina y desaparecido. Llevaba dos días en aquel pueblo, donde había comido y dormido a sus anchas, mientras una muchedumbre lamentable acampaba en los graneros y en la misma plaza. Incluso se había dado el lujo de mostrarse caritativa, cediéndole la habitación a aquel chico encantador, el joven Péricand… ¿Péricand? Una familia burguesa, chapada a la antigua, respetable, muy rica y con inmejorables relaciones en el mundo oficial, de los ministrables y los grandes industriales, gracias a su parentesco con los Maltête, esa gente de Lyon… Relaciones… La bailarina soltó un leve suspiro de irritación pensando en todo lo que de ahora en adelante habría que revisar a ese respecto y en todo el empeño que había puesto no hacía mucho en seducir a Gérard Salomon-Worms, el cuñado del conde de Furières. Conquista totalmente inútil, en la que había malgastado tiempo y energías.

Frunció levemente el entrecejo y se miró las uñas. La contemplación de aquellos diez diminutos y brillantes espejos parecía predisponerla a las especulaciones abstractas. Sus amantes sabían que, cuando se miraba las manos con esa expresión cavilosa y malévola, siempre acababa expresando su opinión sobre cosas como la política, el arte, la literatura o la moda, y, por lo general, su opinión era perspicaz y justa. Durante unos instantes, en aquel florido jardín se imaginó su futuro, mientras los abejorros asediaban un arbusto cuajado de campanillas violáceas. Llegó a la conclusión de que para ella no cambiaría nada. Su fortuna consistía en joyas (que no harían sino aumentar de valor) y tierras (había hecho varias compras acertadas en el sur antes de la guerra). Además, todo eso era accesorio. Sus principales posesiones eran sus piernas, su cintura y su talento para las intrigas, y sobre eso sólo pesaba la amenaza del tiempo. Que, por otro lado, era el punto negro… Se recordó su edad y, acto seguido, como quien toca un amuleto para ahuyentar la mala suerte, sacó el espejito de su bolso y se estudió el rostro detenidamente. Una desagradable idea acudió a su mente: su maquillaje norteamericano era insustituible, pero en unas semanas ya no podría conseguirlo fácilmente. Eso la puso de mal humor. ¡Bah, las cosas cambiarían en la superficie y seguirían igual en el fondo! Habría nuevos ricos, como al día siguiente de cualquier desastre; hombres dispuestos a pagar caros sus placeres, porque habían obtenido su riqueza sin esfuerzo, y el amor seguiría siendo lo de siempre. Pero, por Dios, ¡que aquel caos acabara cuanto antes! Que se implantara un estilo de vida, fuera el que fuese; puede que todo aquello, aquella guerra, las revoluciones, los grandes acontecimientos de la Historia, excitara a los hombres, pero para las mujeres… ¡Ah, para las mujeres sólo era un fastidio! Estaba segura de que, a ese respecto, todas pensaban como ella: ¿las grandes palabras, los grandes sentimientos? Una monserga, un tostón como para aburrir hasta las piedras. Ah, los hombres… Había cosas en las que aquellos seres tan simples resultaban incomprensibles. Pero las mujeres estaban curadas durante al menos cincuenta años de todo lo que no fuera la vida cotidiana, las cosas tangibles…

Arlette levantó la mirada y vio a la mesonera asomada a la ventana, mirando a lo lejos.

– ¿Ocurre algo, señora Goulot? -le preguntó.

– Son ellos, señorita… -respondió la mujer con voz solemne y temblorosa-. Están llegando…

– ¿Los alemanes?

– Sí.

La bailarina hizo amago de levantarse para ir hasta la cerca, desde la que se veía la calle, pero le dio miedo que le quitaran la hamaca y su sitio a la sombra, y se quedó donde estaba.

Lo que llegaba no eran los alemanes, sino un alemán. El primero. Tras las puertas cerradas, por las rendijas de las persianas medio bajadas o los ventanucos de los graneros, todo el pueblo lo vio acercarse. Detuvo la motocicleta en la plaza desierta. Llevaba guantes, un uniforme verde y un casco bajo cuya visera pudo verse, cuando alzó la cabeza, un rostro fino y sonrosado, casi infantil.

– ¡Qué joven es! -murmuraron las mujeres, que, sin ser plenamente conscientes, esperaban alguna visión del Apocalipsis, un extraño y horripilante monstruo.

El alemán miraba alrededor buscando a alguien. De pronto, el estanquero, que había participado en la guerra del catorce y llevaba una cruz de guerra y una medalla militar en la solapa de su vieja chaqueta gris, salió de su establecimiento y avanzó hacia el enemigo. Por unos instantes, los dos hombres permanecieron inmóviles, frente a frente, sin decir palabra. Luego, el alemán sacó un cigarrillo y pidió fuego en mal francés. El estanquero respondió en peor alemán, porque había estado en la ocupación del dieciocho, en Maguncia. Tal era el silencio (todo el pueblo contenía la respiración) que se oían todas sus palabras. El alemán pidió indicaciones. El francés se las dio y a continuación, envalentonado, preguntó:

– ¿Ya se ha firmado el armisticio?