– ¿Qué coño haces ahí? ¿No ves que estorbas? ¿No lo ves?
Hubert, herido en lo más vivo, se alejó. De pie, inmóvil en el camino de Saint-Pourçain, frente al Allier, vio finalizar un trabajo que le resultaba incomprensible: la paja y la leña, rociadas con alquitrán, estaban amontonadas en el puente, junto a un bidón de cincuenta litros de gasolina; aquella barrera debía detener al enemigo hasta que un cañón de 75 mm. consiguiera hacer explotar la melinita.
El resto del día pasó de un modo parecido, igual que la noche y toda la mañana siguiente: horas vacías, extrañas, incoherentes como un sueño febril. Sin nada para comer o beber. Hasta los muchachos campesinos empezaban a perder sus saludables colores y, demacrados por el hambre, cubiertos de polvo, con el pelo revuelto y los ojos brillantes, parecían más viejos, mayores, adultos de aspecto tozudo, dolorido y duro.
Eran las dos de la tarde cuando en la orilla opuesta aparecieron los primeros alemanes. Se trataba de la columna motorizada que había atravesado Paray-le-Monial esa misma mañana. Boquiabierto, Hubert los vio lanzarse hacia el puente a una velocidad inaudita, como un salvaje y belicoso relámpago que fulgurara en la paz del campo. No fue más que un instante: un cañonazo hizo explotar los barriles de melinita que formaban la barricada. Los pedazos del puente, los vehículos y sus ocupantes cayeron al Allier. Hubert vio a los soldados franceses abalanzarse a la carrera.
«¡Ya está, nos lanzamos al ataque!», pensó, con carne de gallina y la garganta seca, como cuando era niño y oía los primeros acordes de una banda militar. También echó a correr, pero tropezó en la paja y los haces de leña que los soldados estaban encendiendo en esos momentos. El negro humo del alquitrán le anegó la boca y las fosas nasales. Tras aquella cortina protectora, las ametralladoras trataban de detener los tanques alemanes. Ahogándose, tosiendo y estornudando, Hubert retrocedió unos metros a cuatro patas. Estaba desesperado. No tenía arma. No hacía nada. Los demás luchaban y él estaba de brazos cruzados, inmóvil, pasivo. Se consoló un poco pensando que a su alrededor los hombres se limitaban a protegerse del fuego enemigo sin responder. Lo atribuyó a complejas razones tácticas, hasta el momento en que comprendió que apenas tenían municiones. «No obstante -se dijo-, si nos han ordenado quedarnos aquí es porque somos necesarios, porque somos útiles, porque tal vez protegemos al grueso de nuestro ejército.» Hubert esperaba ver aparecer refuerzos avanzando hacia ellos por el camino de Saint-Pourçain al grito de «¡Aquí estamos, chicos, no os preocupéis! ¡Ya los tenemos!», o cualquier otra frase guerrera. Pero no venía nadie. Junto a él vio a un hombre con la cabeza ensangrentada que vacilaba como un borracho y que acabó derrumbándose sobre un arbusto, donde quedó sentado entre las ramas en una postura extraña e incómoda, con las rodillas dobladas bajo el cuerpo y la barbilla hundida en el pecho.
– ¡Ni médico, ni enfermeros ni ambulancia! -oyó exclamar con cólera a un oficial-. ¿Qué queréis que haga?
– Hay uno herido en el jardín de las oficinas municipales -informó alguien.
– ¿Y qué queréis que haga, Dios mío? -repitió el oficial-. Dejadlo allí.
Los obuses habían incendiado parte de la ciudad. Bajo la espléndida luz de junio, las llamas tenían un color transparente y rosado, y una larga columna de humo ascendía al cielo formando un penacho atravesado por los rayos del sol, que arrancaban reflejos al azufre y las cenizas.
– Se van -le dijo un soldado a Hubert señalándole a los hombres de las ametralladoras, que estaban retrocediendo.
– ¿Por qué? -exclamó el chico, consternado-. ¿Es que no van a seguir luchando?
– ¿Con qué?
«Es un desastre -pensó Hubert, anonadado-. ¡Es la derrota! Estoy asistiendo a una gran derrota, peor que la de Waterloo. Estamos perdidos, no volveré a ver a mamá ni a ninguno de los míos. Voy a morir.»
Se sentía perdido, indiferente a todo, en un espantoso estado de agotamiento y desesperación. No oyó la orden de retirada. Vio que los hombres corrían bajo las balas enemigas, los imitó y saltó la cerca de un jardín en el que había un cochecito de niño abandonado. Pero la batalla no había terminado. Sin tanques, sin artillería, sin municiones, un puñado de hombres seguía defendiendo unos metros cuadrados de tierra, una cabeza de puente, mientras los alemanes, victoriosos, cerraban el cerco sobre Francia. De pronto, Hubert sintió un desesperado arranque de valor, muy parecido a un ataque de locura. Se dijo que estaba huyendo, cuando su deber era volver a la primera línea, adonde estaban aquellos fusiles ametralladores que aún oía responder obstinadamente a las ametralladoras alemanas, y morir con aquellos valientes. De nuevo, desafiando la muerte a cada paso, atravesó el jardín, pisoteando juguetes abandonados. ¿Dónde estaban los dueños de aquella casa? ¿Habían huido? Saltó la puerta metálica bajo una ráfaga de ametralladora y, milagrosamente ileso, cayó a la carretera y volvió a reptar, con las manos y las rodillas ensangrentadas, en dirección al río. No consiguió llegar. De pronto, cuando estaba a medio camino, todo el fragor se interrumpió. Hubert advirtió que era de noche y comprendió que debía de haberse desmayado de agotamiento. Aquel súbito silencio le había hecho volver en sí. Se incorporó aturdido. La cabeza le resonaba como una campana. Una luna radiante iluminaba la carretera, pero él permanecía oculto en la franja de sombra que arrojaba un árbol. El barrio de Villars seguía ardiendo, pero las armas habían callado.
Temiendo topar con los alemanes, Hubert abandonó la carretera y se internó en un bosquecillo. De vez en cuando se detenía y se preguntaba adónde iba. Al día siguiente, las columnas motorizadas que habían invadido la mitad de Francia en cinco días estarían sin duda en la frontera de Italia, de Suiza, de España… No podría eludirlas. Había olvidado que no llevaba uniforme, que nada indicaba que acababa de participar en una batalla. Estaba seguro de que lo harían prisionero. Huía obedeciendo el mismo instinto que lo había llevado al escenario de los combates y ahora lo empujaba a alejarse de aquellos incendios, de aquellos puentes destruidos, de aquella pesadilla en la que, por primera vez en su vida, había visto muertos con sus propios ojos. Febrilmente, trataba de calcular cuánto avanzarían los alemanes hasta la mañana siguiente. Veía ciudades cayendo una tras otra, soldados vencidos, armas tiradas, camiones abandonados en la carretera por falta de gasolina, los tanques y cañones anticarro cuyas reproducciones tanto había admirado, y todo el botín caído en manos del enemigo. Temblaba, lloraba avanzando a gatas por aquel campo iluminado por la luna y, sin embargo, todavía no creía en la derrota, del mismo modo que cualquier ser joven y rebosante de salud rechaza la idea de la muerte. No muy lejos de allí, los soldados se reunirían, se reagruparían, volverían a luchar, y él con ellos. Y él… con ellos… «Pero ¿qué he hecho yo? -se preguntó de pronto-. No he disparado ni un solo tiro. -Se sintió tan avergonzado de sí mismo que por las mejillas volvieron a resbalarle quemantes y dolorosas lágrimas-. No es culpa mía, no tenía armas, no tenía más que las manos…» De repente, volvió a verse tratando en vano de arrastrar el haz de leña hacia el río. No, ni de eso había sido capaz, él, que habría querido correr hacia el puente, arrastrar tras de sí a los soldados, lanzarse contra los tanques enemigos, morir gritando «¡Viva Francia!»… Estaba ebrio de fatiga y desesperación. De vez en cuando lo asaltaban ideas de una extraña madurez: reflexionaba sobre el desastre, sobre sus causas profundas, sobre el futuro, sobre la muerte. Luego pensaba en sí mismo, se preguntaba qué sería de él, y poco a poco iba recuperando la conciencia de la realidad:
– ¡La bronca que te va a echar mamá va a ser de aúpa, amiguito! -murmuró, y por unos instantes su pálido y tenso rostro, que parecía haber envejecido y adelgazado en dos días, volvió a iluminarse con la ingenua y ancha sonrisa del niño.