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– Quería avisarles… -jadeó Hubert-. He visto alemanes en un bosque muy cerca de aquí.

– Están por todas partes, chaval -respondió el soldado.

– ¿Puedo ir con ustedes? -preguntó Hubert tímidamente-. Quiero… -empezó, pero la emoción le quebró la voz-. Quiero combatir.

El soldado lo miró y no respondió. Parecía que ya nada que oyeran o vieran podía sorprender o conmover a aquellos hombres. Hubert se enteró de que por el camino habían recogido a una embarazada, a un niño herido en un bombardeo y abandonado o perdido, y a un perro con una pata rota. También comprendió que tenían intención de retrasar el avance enemigo e impedir, si podían, que cruzara el río.

«Yo no me separo de ellos -se dijo Hubert-. Ahora ya está, me he metido en el fregado.»

La creciente ola de refugiados rodeaba el camión y obstaculizaba su marcha. Había momentos en que era imposible avanzar. Los soldados se cruzaban de brazos y esperaban a que los dejaran pasar. Hubert iba sentado en la parte posterior, con las piernas colgando fuera. Un extraordinario tumulto, una confusión de ideas y pasiones se agitaba en su interior, pero lo que dominaba en su corazón era el desprecio que le inspiraba toda la humanidad. Era una sensación casi física: unos meses antes, unos camaradas le habían hecho beber por primera vez en su vida, y ahora volvía a tener aquel horrible regusto a ceniza y hiel que deja en la boca el mal vino. ¡Había sido un niño tan bueno! A sus ojos, el mundo era simple y hermoso, y los hombres, dignos de respeto. Los hombres… ¡Una manada de animales salvajes y cobardes! Ese René, que lo había incitado a huir y luego se había quedado durmiendo tan pancho en su cama, mientras Francia se desangraba… Aquella gente que negaba un vaso de agua o una cama a los refugiados, los que se hacían pagar los huevos a precio de oro, los que llenaban el coche de maletas, de paquetes, de comida, hasta de muebles, y respondían a una mujer muerta de cansancio: «No podemos llevarla. Ya ve que no hay sitio…» Aquellas maletas de cuero leonado y aquellas mujeres maquilladas en un camión lleno de oficiales… Tanto egoísmo, tanta cobardía, tanta crueldad feroz y vana le revolvían el estómago. Y lo peor era que no podía soslayar los sacrificios, el heroísmo y la bondad de unos pocos. Philippe, por ejemplo, era un santo, y aquellos soldados que no habían comido ni bebido (el oficial de intendencia se había marchado por la mañana y no había regresado a tiempo) pero que aun así iban a luchar por una causa desesperada eran héroes. Entre los hombres existía el coraje, la abnegación, el amor, pero hasta eso era espantoso: los buenos parecían predestinados. Philippe lo explicaba a su manera. Cuando hablaba, parecía iluminarse y arder a la vez, como alumbrado por un fuego muy puro; pero Hubert atravesaba una crisis de fe religiosa y Philippe estaba lejos. El absurdo y repulsivo mundo exterior tenía los colores del infierno, un infierno al que Jesús jamás volvería a descender, «porque lo harían pedazos», se dijo Hubert.

El convoy fue ametrallado varias veces. La muerte planeaba en el cielo y, de pronto, se precipitaba, se lanzaba en picado desde las alturas con las alas desplegadas y el pico de acero dirigido hacia aquella larga y temblorosa hilera de insectos negros que se arrastraba por la carretera. Todo el mundo se arrojaba al suelo. Las mujeres se echaban encima de sus hijos para protegerlos con el cuerpo. Cuando cesaba el fuego, la muchedumbre estaba surcada por largos y estrechos claros, como los que forma el viento en los trigales o los árboles talados en un bosque. Tras unos instantes de silencio, empezaban a oírse llamadas y gemidos que parecían responderse, gemidos que nadie escuchaba, llamadas lanzadas en vano…

La gente volvía a subirse a los coches detenidos al borde del camino y reanudaba la marcha, pero algunos vehículos se quedaban allí, abandonados, con las puertas abiertas y el equipaje atado al techo, en algunos casos con una rueda en la cuneta debido a la precipitación del conductor por huir y ponerse a cubierto. Pero ya no volvería. En el interior de los coches, entre los paquetes olvidados, a veces se veía un perro tirando de su correa y gañendo quejumbrosamente, o un gato maullando desesperado dentro de su cesta.

17

Gabriel Corte seguía dejándose condicionar por reflejos de otra época: cuando le hacían daño, su primera reacción era quejarse; sólo se defendía después. A toda prisa, arrastrando a Florence, en Paray-le-Monial buscó al alcalde, los gendarmes, un diputado, un prefecto, cualquier representante de la autoridad que pudiera devolverle la cena que le habían robado. Pero las calles estaban desiertas; las casas, mudas. Al doblar una esquina topó con un grupo de mujeres que parecían vagar sin objeto, pero escucharon sus preguntas.

– No sabemos, no somos de aquí. Somos refugiadas como ustedes -explicó una de ellas.

Un débil olor a humo llegaba hasta ellos, llevado por la suave brisa de junio.

Al cabo de un rato, Florence y Gabriel empezaron a preguntarse dónde habían dejado el coche. Ella creía que cerca de la estación. Él se acordaba de un puente que habría podido guiarlos. La luna, serena y magnífica, los alumbraba, pero en aquella pequeña y vieja ciudad todas las calles se parecían. Todo eran gabletes, viejos guardacantones, balcones inclinados hacia un lado, callejones oscuros…

– Un mal decorado de ópera -refunfuñó Corte.

El olor también era el que se percibe entre bastidores, a moho y polvo, con un lejano hedor a letrina. Hacía mucho calor; a Gabriel el sudor le perlaba la frente. Oyó las llamadas de Florence, que se había rezagado y le gritaba:

– ¡Espérame! ¡Para de una vez, cobarde, canalla! ¿Dónde estás, Gabriel? ¿Dónde estás? ¡Cerdo!

Sus insultos rebotaban contra las viejas fachadas, como balas: «¡Cerdo, viejo miserable, cobarde!»

Consiguió alcanzarlo cuando estaban llegando a la estación. Se le echó encima y le pegó, lo arañó, le escupió en la cara, mientras él se defendía chillando. Parecía imposible que la voz grave y cansada de Gabriel fuera capaz de alcanzar notas tan vibrantes y agudas, tan femeninas y salvajes. El hambre, el miedo y el cansancio los estaban volviendo locos. Les había bastado un vistazo para constatar que la plaza de la estación estaba vacía y comprender que la ciudad había sido evacuada.

Los demás estaban lejos, en el puente iluminado por la luna. Sentados en el suelo, sobre el empedrado de la plaza, había varios grupos de soldados. Uno de ellos, un muchacho muy joven, pálido y con gafas gruesas, se levantó con esfuerzo y se acercó con intención de separarlos.

– Vamos, caballero… Venga, señora, ¿no les da vergüenza?

– Pero ¿dónde están los coches? -chilló Corte.

– Han ordenado retirarlos.

– Pero ¿quién? ¿Por qué? ¿Y nuestro equipaje? ¡Mis manuscritos! ¡Soy Gabriel Corte!

– ¡Por amor de Dios, ya encontrará sus dichosos manuscritos! ¡Y déjeme decirle que otros han perdido mucho más!

– ¡Ignorante!

– Lo que usted diga, caballero, pero…

– ¿Quién ha dado esa estúpida orden?

– Eso, caballero… Se han dado muchas que no eran más inteligentes, debo reconocerlo. Encontrará usted su coche y sus documentos, estoy seguro. Entretanto, no deben quedarse aquí. Los alemanes llegarán de un momento a otro. Tenemos orden de volar la estación.

– ¿Y adónde vamos?

– Vuelvan a la ciudad.

– Pero ¿dónde nos alojaremos?

– Sitio no les va a faltar. Todo el mundo se larga -dijo otro soldado que se había acercado a Corte.

El claro de luna derramaba una luz tenue y azulada. El hombre tenía un rostro rudo y severo: dos grandes pliegues verticales le surcaban las toscas mejillas. Posó la mano en el hombro de Gabriel y, sin esfuerzo aparente, lo hizo girar.

– ¡Ea, arreando! Ya nos hemos cansado de verlos, ¿entendido?

Por un instante, Gabriel pensó que se arrojaría sobre el soldado, pero la presión de aquella mano férrea sobre el hombro lo hizo recapacitar y retroceder dos pasos.