– ¿Han ido a mirar si hay algo en la ciudad?
– ¿Y para qué? Todo el mundo se va, parece una ciudad abandonada. Después de esto, ya hay quien empieza a acaparar, se lo digo yo.
– Es espantoso -volvió a gemir Florence.
En su angustia, se dirigía a los ocupantes del coche abollado. La mujer del bebé estaba pálida como una muerta. La otra meneaba la cabeza con expresión sombría.
– ¿Esto? Esto no es nada. Todo esto es cosa de los ricos, pero el que más sufre es el obrero.
– ¿Qué vamos a hacer? -dijo Florence, volviéndose hacia Gabriel con gesto de desesperación.
Él le indicó que lo siguiera y echó a andar con brío. Acababa de salir la luna y su resplandor permitía moverse sin dificultad por aquella ciudad de postigos cerrados y puertas atrancadas, en la que no brillaba una luz y nadie se asomaba a las ventanas.
– Mira, todo eso no son más que sandeces -dijo Gabriel bajando la voz-. Es imposible que pagando no se encuentre comida. Créeme, una cosa es el rebaño de los idiotas y otra los espabilados que han guardado las provisiones en sitio seguro. Basta con encontrar a un espabilado -aseguró, y se detuvo-. Esto es Paray-le-Monial, ¿verdad? Ahora verás lo que buscaba. Hace dos años cené en este restaurante. El dueño se acordará de mí, espera. -Empezó a aporrear la puerta, cerrada con candado, y gritó con voz imperiosa-: ¡Abra, abra, buen hombre! ¡Soy un amigo!
¡Y se hizo el milagro! Se oyeron pasos; una llave giró en la cerradura. Una nariz inquieta se asomó a la puerta.
– Dígame, me reconoce, ¿verdad? Soy Corte, Gabriel Corte. Estoy muerto de hambre, amigo mío. Sí, sí, ya sé, no le queda nada… Pero, tratándose de mí, si busca bien… ¿no encontrará algo? ¡Ajá! ¿Se acuerda ahora de mí?
– Lo siento, caballero, pero no puedo dejarle entrar en casa -susurró el hombre-. ¡Me asediarían! Vaya a la esquina y espéreme allí. Iré enseguida. Será un placer atenderlo, señor Corte, pero estamos tan mal provistos, tan mal… En fin, veré si buscando bien…
– Sí, eso es, buscando bien…
– Pero sobre todo no se lo cuente a nadie, ¿eh? No puede imaginarse lo que ha ocurrido hoy. Escenas de locura… Mi mujer está muerta de miedo. ¡Lo devoran todo y se marchan sin pagar!
– Confío en usted, amigo mío -dijo Gabriel entregándole unos billetes.
Cinco minutos después, Florence y él volvían al coche llevando una misteriosa cesta tapada con una servilleta.
– No tengo ni idea de su contenido -murmuró Gabriel con el tono distante y soñador que adoptaba para hablar con las mujeres, con las mujeres deseadas y todavía no poseídas-. Ni idea… Pero creo que me llega un olorcillo a foie-gras…
En ese instante, una sombra se abalanzó, les arrebató la cesta y apartó a Gabriel de un puñetazo. Fuera de sí, Florence se llevó las manos al cuello y chilló:
– ¡Mi collar! ¡Mi collar!
Pero el collar seguía allí, lo mismo que el joyero que habían llevado consigo. Los ladrones sólo les habían quitado la cena. Florence se encontraba ilesa al lado de Gabriel, que se palpaba la mandíbula y la dolorida nariz repitiendo:
– Esto es una jungla, estamos atrapados en una jungla…
15
– No has debido hacerlo -suspiró la mujer que sostenía al bebé.
Sus mejillas habían recobrado un poco de color. El viejo Citroën destartalado había maniobrado con suficiente habilidad para salir del atasco, y ahora sus ocupantes descansaban sentados en el musgo de un bosquecillo. Una luna redonda y pura brillaba en el firmamento, pero, a falta de luna, el enorme incendio que ardía en el horizonte habría bastado para iluminar la escena: grupos de gente tumbada bajo los pinos, coches inmóviles y, junto a la joven y el hombre de la gorra, la cesta de provisiones, abierta y medio vacía, y el gollete dorado de una botella de champán descorchada.
– No, no has debido hacerlo… No me parece bien. ¡Qué desgracia, verse obligados a esto, Jules!
El hombre, bajo y esmirriado, con una cara que era todo frente y ojos, la boca débil y una barbilla minúscula que le daba aspecto ratonil, protestó:
– Entonces, ¿qué? ¿Hay que morirse?
– ¡Déjalo, Aline, que tiene razón! -exclamó la mujer de la cabeza vendada-. ¿Qué querías que hiciéramos? ¡Esos dos no tienen derecho ni a vivir, te lo digo yo!
Se callaron. La mujer de la cabeza vendada había sido sirvienta y después se había casado con un obrero de la Renault. Durante los primeros meses de la guerra él había conseguido quedarse en París, pero al final, en febrero, no había tenido más remedio que marcharse, y ahora estaba luchando Dios sabía dónde. Y eso que había combatido en la anterior guerra y era el mayor de cuatro hermanos; pero no le había servido de nada. Los privilegios, las exenciones, los enchufes, todo eso era para los burgueses, pensaba ella. En el fondo de su corazón había capas de odio que se superponían sin confundirse: la de la campesina que instintivamente detesta a la gente de la ciudad, la de la criada cansada y amargada por haber vivido en casas ajenas y, finalmente, la de la obrera, porque durante aquellos últimos meses había sustituido a su marido en la fábrica. No estaba habituada a aquel trabajo de hombre, que le había endurecido los brazos y el alma.
– Pero tú te has portado, Jules -le dijo a su hermano-. ¡Te aseguro que no te creía capaz de algo así!
– Cuando vi a Aline desmayada de hambre, y a esos cerdos cargados de botellas, de foie-gras y de todo, no sé qué me ha dado.
Aline, que parecía más tímida y más dulce, aventuró:
– Podríamos haberles pedido un poco, ¿no crees, Hortense?
Su marido y su cuñada se sulfuraron:
– ¡Sí, claro! ¡Ay, Dios mío, qué poco los conoces! Esos nos verían reventar como perros y se quedarían tan orondos… ¡Te lo digo yo, que los conozco bien! -gruñó Hortense-. Y éstos son los peores. Él iba por casa de la condesa Barral du Jeu, un vejestorio inaguantable; escribe libros y obras de teatro. Un chalado, según dice el chofer, y más tonto que hecho de encargo. -Hortense guardó el resto de las provisiones sin dejar de hablar. Sus gruesas manos se movían con extraordinaria rapidez y habilidad. Cuando acabó, cogió al bebé y le quitó los pañales-. ¡Pobrecito mío, qué viaje! ¡Ay, qué pronto va a saber éste lo que es la vida! Aunque tal vez sea lo mejor. A veces me alegro de haber tenido que bregar desde cría y saber servirme de las manos… ¡Los hay que no pueden decir tanto! ¿Te acuerdas, Jules? Cuando murió mamá yo tenía trece años, pero me echaba el bártulo de ropa a la espalda y me iba al lavadero hiciera el tiempo que hiciera… En invierno tenía que romper el hielo. ¡Cuántas veces habré llorado tapándome la cara con las manos agrietadas! Pero eso me enseñó a espabilarme y no tener miedo.
– Es verdad, tú no te acobardas por nada -reconoció Aline.
Una vez cambiado, lavado y secado el bebé, Aline se desabrochó la blusa y se lo puso contra el pecho. Su marido y su cuñada la miraban sonriendo.
– ¡Al menos mi pobre chiquitín tendrá algo que mamar! ¡Vamos!
El champán se les había subido a la cabeza y sentían una dulce embriaguez. Contemplaban el lejano incendio sumidos en el amodorramiento. A veces olvidaban por qué estaban en aquel extraño lugar, por qué habían abandonado su pisito junto a la Gare de Lyon, cogido la carretera, vagado por el bosque de Fontainebleau, robado a Corte. Todo se volvía oscuro y borroso, como en un sueño. La jaula colgaba de una rama baja y dieron de comer a los pájaros. Al marcharse, Hortense no se había olvidado de coger un paquete de alpiste. Se sacó unos azucarillos del fondo del bolsillo y los echó en una taza de café caliente: el termo había sobrevivido al accidente. Se la bebió sorbiendo, adelantando los gruesos labios y posando una mano sobre los opulentos pechos para no mancharse. De pronto, un rumor saltó de grupo en grupo:
– Los alemanes han entrado en París esta mañana.