– ¿Y lo hizo?

– Sí. Encantadores.

– ¿Y esa fue tu última tontería? ¿Cuándo fue?

– El verano pasado -contestó, riendo, Leisha.

– Bueno, la mía es más reciente. Es esta, estoy en Boston por el mero placer espontáneo de verte.

Leisha dejó de reír.

– Usas un tono demasiado intenso para un placer espontáneo, Richard.

– Ssíí -dijo él, intensamente. Ella volvió a reír. Él no.

– Estuve en la India, Leisha.

Y en China y en Africa. Mayormente pensando, observando. Primero viajé como durmiente, sin llamar la atención. Luego me puse a buscar a los insomnes de India y China. Son unos pocos, sabes, cuyos parientes quisieron venir aquí para la operación.

Son bastante aceptados y los dejan tranquilos. Yo traté de entender por qué países desesperadamente pobres (al menos para nuestro estándar, allí la energía-Y se consigue casi únicamente en las grandes ciudades) no tienen problemas en aceptar la superioridad de los insomnes, mientras que los estadounidenses, con más prosperidad que en ningún momento de la historia, se resienten cada vez más.

– ¿Y lo descubriste? -preguntó Leisha.

– No. Pero descubrí algo más, observando esas comunas y villas y kampongs. Somos demasiado individualistas.

Leisha se sintió decepcionada. Recordó la cara de su padre diciéndole: "Lo que cuenta es la excelencia, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual…" Tomó la taza de Richard.

– ¿Más café?

Él la tomó de la muñeca y la miró a la cara.

– No me malinterpretes, Leisha. No estoy hablando de trabajo. Somos demasiado individuales en el resto de nuestras vidas.

Demasiado racionales emocionalmente. Demasiado solitarios. El aislamiento mata algo más que el libre flujo de ideas. Mata la alegría.

No le soltó la muñeca. Ella lo miró profundamente a los ojos, llegando tan hondo como nunca antes: sentía como si mirara dentro del pozo de una mina, vertiginoso y atemorizante, sabiendo que en el fondo podía haber oro u oscuridad. O ambas cosas.

Richard dijo suavemente: -¿Y Stewart?

– Terminó hace mucho tiempo.

Cosa de estudiantes -no parecía su propia voz.

– ¿Kevin?

– No, nunca… somos solamente amigos.

– No estaba seguro. ¿Alguien?

– No.

Le soltó la muñeca. Leisha lo miró tímidamente. De pronto él rió:

– Alegría, Leisha.

Le recordó algo, pero no pudo ubicarlo y en seguida desapareció. Ella rió también, una risa ligera y burbujeante, como azúcar rosa hilado en verano.

– Ven a casa, Leisha. Tuvo otro ataque al corazón.

En el teléfono, la voz de Susan Melling sonaba cansada.

Leisha preguntó: -¿Es serio?

– Los médicos no están seguros. O dicen que no lo están.

Quiere verte. ¿Puedes dejar los estudios?

Era mayo, sobre los exámenes finales. Las pruebas de la Revista de Leyes estaban retrasadas. Richard había comenzado un nuevo negocio, consultor marino para los pescadores de Boston afligidos por inexplicables cambios bruscos de las corrientes oceánicas, y estaba trabajando veinte horas por día.

– Iré -contestó Leisha.

Hacía más frío en Chicago que en Boston. Los árboles empezaban a brotar. Sobre el Lago Michigan, que llenaba las ventanas de la casa de su padre, unas nubes aborregadas esparcían un frío rocío. Leisha notó que Susan estaba viviendo allí: sus cepillos en el tocador de su padre, sus periódicos en la repisa del vestíbulo.

– Leisha -dijo Camden. Se veía viejo. La piel gris, las mejillas hundidas, la mirada asustada y decepcionada de un hombre que había aceptado el vigor como algo inseparable de su vida, como el aire que respiraba. En un rincón del cuarto, en una pequeña silla siglo XVIII, estaba sentada una mujer baja y rechoncha, con cabellos castaños.

– Alice.

– Hola, Leisha.

– Alice. Te busqué…

No debía haber dicho eso.

Leisha había buscado, pero no mucho, sabiendo que no quería que la encontraran.

– ¿Cómo estás?

– Estoy bien -dijo Alice.

Parecía remota, gentil, muy distinta de la Alice de seis años atrás, en las peladas colinas de Pennsylvania. Camden se movió penosamente en la cama. Miró a Leisha con ojos que, ella notó, no habían perdido su brillo azul.

– Le pedí a Alice que viniera. Y a Susan. Susan vino hace un tiempo. Me muero, Leisha.

Nadie lo contradijo. Leisha, conociendo su respeto por los hechos, calló. El cariño le hacía doler el pecho.

– John Jaworski tiene mi testamento. Ninguna de ustedes puede romperlo. Pero quería decirles personalmente qué contiene.

Estuve vendiendo en los últimos años, liquidando. La mayor parte de mis bienes está ahora disponible. Dejé un décimo a Alice, un décimo a Susan, un décimo a Elizabeth y el resto a ti, Leisha, porque eres la única con la capacidad individual de usar el dinero en todo su potencial para progresar.

Leisha miró alterada a Alice, que le devolvió la mirada con su extraña y remota calma.

– ¿Elizabeth? ¿Mi madre? ¿Está viva?

– Sí -dijo Camden.

– ¡Me dijiste que había muerto! ¡Hace años!

– Sí. Pensé que era mejor para ti. A ella no le gustaba lo que eras, estaba celosa de lo que podrías ser. Y no tenía nada qué brindarte. Solamente te hubiera causado daño emocional.

Mendigos en España… -Eso estuvo mal, Papá. Estuviste mal. Es mi madre… -no pudo terminar la frase.

Camden no se inmutó.

– No lo creo. Pero ahora eres adulta. Puedes verla si quieres.

La siguió mirando con sus ojos brillantes, hundidos, mientras en torno a Leisha el aire parecía espesarse y crepitar. Su padre le había mentido. Susan la miraba con detenimiento, esbozando una sonrisa. ¿Le agradaba ver cómo caía Camden en la estima de su hija? ¿Es que siempre había estado celosa de su relación, de Leisha…?

Estaba pensando como Tony.