– Ya te dije en Harvard que no la tengo -dijo Camden. Se revolvió en su silla, con el gesto impaciente de un cuerpo que no esperaba el deterioro. En enero había muerto Kenzo Yagai de un cáncer de páncreas, y a Camden le había caído muy mal-.

Le paso su pensión por intermedio de un abogado, por elección de ella.

– Entonces quiero la dirección del abogado.

Pero el abogado se negó a decirle dónde estaba Alice.

– No quiere que la encuentren, señorita Camden. Quiso romper completamente.

– No conmigo -dijo Leisha.

– Sí -respondió el abogado, con un cierto brillo en los ojos, el mismo que había visto en los de Dave Hannaway.

Voló a Austin antes de regresar a Boston, retrasándose un día en retomar las clases. Kevin Baker la recibió de inmediato, cancelando una reunión con la IBM. Ella le explicó lo que necesitaba y él puso a trabajar en ello a sus mejores expertos en redes de datos, sin decirles por qué. En dos horas tenía la dirección de Alice, tomada de los archivos electrónicos del abogado. Se dio cuenta de que era la primera vez que recurría a la ayuda de uno de los insomnes, y se la habían brindado instantáneamente. Sin intercambio.

Alice estaba en Pennsylvania.

El fin de semana siguiente Leisha rentó un hovercar con chófer (había aprendido a manejar, pero sólo autos terrestres) y fue a High Ridge, en los montes Apalaches.

Era un caserío aislado, a cuarenta kilómetros del hospital más cercano. Alice vivía con un hombre llamado Ed, un silencioso carpintero veinte años mayor que ella, en una cabaña en los bosques. Tenía agua corriente y electricidad, pero no red de noticias. La tierra se veía pelada y desnuda a la luz de comienzos de primavera, moteada con parches de hielo. Aparentemente Alice y Ed no trabajaban. Alice estaba embarazada de ocho meses.

– No te quería aquí -le dijo a Leisha-. ¿Por qué viniste?

– Porque eres mi hermana.

– ¡Dios, mírate! ¿Es eso lo que usan en Harvard?, ¿esas botas? ¿Desde cuando sigues la moda, Leisha? Siempre estuviste demasiado ocupada siendo una intelectual para preocuparte por la ropa.

– ¿Qué es todo esto Alice?

¿Por qué estás aquí?, ¿qué haces?

– Vivo -dijo Alice-. Lejos del querido Papá, lejos de Chicago, lejos de la borracha y quebrada Susan… ¿sabías que bebe? Igualito que Mamá. Hace eso con la gente, pero no a mí.

Yo me salí. Me pregunto si tú lo harás algún día.

– ¿Salir? ¿Para esto?

– Soy feliz -dijo enojada Alice-. ¿No se supone que de eso se trata? ¿No es ese el objetivo de vuestro gran Kenzo Yagai, la felicidad por el esfuerzo individual?

Leisha pensó en decir que no veía que Alice hiciera ningún esfuerzo. Pero no lo dijo. Una gallina cruzó corriendo el patio de la cabaña. Detrás, se alzaban las Montañas Great Smoky por sobre una bruma azul. Leisha pensó en cómo sería el lugar en invierno: aislado del mundo en el que la gente luchaba por sus metas, aprendía, cambiaba.

– Me alegra que seas feliz, Alice.

– ¿Tú lo eres?

– Sí.

– Entonces también me alegro -dijo, casi desafiante, Alice.

Y al minuto siguiente abrazó abruptamente a Leisha, con fiereza, aplastando entre ellas el gran bulto de su vientre. Su cabello tenía un perfume dulce, como el césped fresco del atardecer.

– Volveré a visitarte, Alice.

– No lo hagas -dijo Alice.

VI

MUTANTE INSOMNE RUEGA QUE ANULEN ALTERACION GENETICA, proclamaba el titular en el Mercado. "¡POR FAVOR, DÉJENME DORMIR COMO LA GENTE VERDADERA!" PIDE UNA NIÑA.

Leisha tecleó su número de crédito y ordenó al kiosco una impresión, aunque solía ignorar los diarios electrónicos. El encabezado siguió dando vueltas.

Un empleado del Mercado dejó de apilar cajas en estantes y la miró. Bruce, el guardaespaldas de Leisha, miró al empleado.

Ella tenía veintidós años, cursaba el último año de Leyes en Harvard, dirigía la Revista de Leyes y era la primera de su clase. Los tres siguientes eran Jonathan Cocchiara, Len Carter y Martha Wentz, todos insomnes.

Una vez en su departamento, hojeó el impreso. Luego conectó con la red del Grupo, en Austin.

Los archivos tenían más noticias sobre la niña, con comentarios de otros insomnes, pero antes de que pudiera llamarlos apareció la voz de Kevin Baker en la línea.

– Leisha, me alegra que llamaras. Estaba por hacerlo yo.

– ¿Cuál es la situación de esta Stella Bevington, Kev? ¿Alguien ha averiguado?

– Randy Davies. Es de Chicago, pero no creo que lo conozcas, todavía está en la escuela.

Él está en Park Ridge y Stella en Skokie. Los padres no quisieron hablar con él (de hecho lo trataron bastante mal) pero se las arregló para ver a Stella.

No parece un caso de maltrato, sólo la estupidez habitual: los padres querían un hijo genio, ahorraron y juntaron, y ahora no pueden acostumbrarse a lo que es. Le gritan que duerma, la tratan mal de palabra cuando los contradice, pero por ahora no hay violencia física.

– ¿Pueden iniciarse acciones legales por maltrato emocional?

– No creo que deseemos dar ese paso todavía. Dos de los nuestros se mantendrán en contacto con Stella (no tiene módem, y no les dijo a los padres de la red) y Randy informará una vez por semana.

Leisha se mordió el labio.

– Un diario dice que tiene siete años.

– Sí.

– Puede que no deba quedarse allí. Y tengo residencia en Illinois, puedo presentar una demanda por malos tratos desde aquí si Candy tiene mucho que hacer… -Siete años.

– No. Esperemos un poco. Probablemente Stella estará bien.

Tú lo sabes.

Lo sabía. Casi todos los insomnes seguían estando "bien” por más oposición que encontraran de parte del sector estúpido de la sociedad. Y sólo era el sector estúpido, se dijo Leisha; una minoría pequeña pero ruidosa. La mayor parte de la gente podía aceptar la presencia creciente de los insomnes, y lo hacía, desde que quedó claro que esta presencia no sólo implicaba mayor potencial sino también beneficios crecientes para todo el país.

Kevin Baker, quien tenía ahora veintiséis años, había hecho una fortuna con microchips tan revolucionarios que la Inteligencia Artificial, antes un sueño dudoso, estaba cada año más cerca de convertirse en realidad. Carolyn Rizzolo había ganado el Premio Pulitzer de teatro con su obra Luz Matinal. Tenía veinticuatro. Jeremy Robinson había hecho un trabajo interesante en aplicaciones de la superconductividad cuando aún era estudiante de Stanford. William Thaine, quien dirigía la Revista de Leyes cuando Leisha entró a Harvard, ahora se dedicaba a la práctica privada. Nunca había perdido un caso. Tenía veintiséis, y ya estaba tomando casos importantes. Sus clientes tenían en cuenta su habilidad y no su edad.