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Arthur se pasó casi tres semanas yendo a la biblioteca municipal, un imponente edificio de estilo neoclásico, construido a principios del siglo XX, en cuyas decenas de salas de bóvedas majestuosas reina una atmósfera muy distinta de la de muchos otros sitios similares. En las reservadas a los archivos de la ciudad, es frecuente ver a miembros de la alta sociedad de San Francisco codeándose con antiguos hippies artríticos, contándose unos a otros anécdotas e historias de la ciudad desde puntos de vista coincidentes y divergentes. En la número 27 -la que alberga las obras de medicina-, fila 48 -la correspondiente a las obras de neurología-, devoró en unos días miles de páginas sobre el coma, la inconsciencia y la traumatología craneal.

Pero aunque sus lecturas lo ilustraban sobre la condición de Lauren, ninguna lo acercaba a una solución del problema que se le planteaba. Cada vez que cerraba un libro, esperaba encontrar una idea en el siguiente. Acudía todas las mañanas a primera hora, tomaba asiento junto a montones de manuales y se concentraba en sus «deberes». A veces se levantaba para acercarse a una consola informática y enviar mensajes repletos de preguntas a eminentes profesores de medicina. Algunos le contestaban, en ocasiones intrigados por la finalidad de sus investigaciones. Después volvía a su sitio y reanudaba el curso de sus lecturas.

Hacía un descanso para comer en la cafetería, adonde se llevaba revistas que trataban de los mismos temas, y acababa sus jornadas de estudio hacia las diez, la hora de cierre de la biblioteca.

Por la noche se encontraba con Lauren y, mientras cenaban, la ponía al corriente de sus investigaciones del día. Entonces se enzarzaban en auténticas discusiones, en las que ella acababa olvidando que Arthur no era estudiante de medicina. La confundía por la rapidez con la que había memorizado la terminología médica, A menudo se sucedían argumentos y réplicas hasta la madrugada y hasta el agotamiento. Por la mañana temprano, mientras desayunaba, Arthur le exponía el camino que seguiría durante su jornada de trabajo. Se negaba a que lo acompañara, alegando que su presencia le impediría concentrarse. Aunque Arthur no se desanimaba nunca delante de ella, y aunque sus palabras estaban siempre llenas de optimismo, cada silencio les hacía tomar conciencia de que no llegaban a ninguna parte.

El viernes que ponía fin a su tercera semana de estudio, se marchó de la biblioteca más pronto. En el coche puso al máximo el volumen de la radio mientras sonaba un tema de Barry White. Una sonrisa se dibujó en sus labios; giró bruscamente en California Street y se detuvo para hacer unas compras. No había descubierto nada de particular, pero de pronto le entraron ganas de preparar una cena especial. Estaba decidido a poner la mesa sin descuidar ni un solo detalle, a iluminarla con velas y a inundar el apartamento de música. Invitaría a Lauren a bailar y proscribiría toda conversación médica. Mientras una espléndida luz crepuscular iluminaba la bahía, aparcó ante la puerta de la pequeña casa victoriana de Green Street. Subió la escalera acompasadamente, hizo algunas acrobacias para introducir la llave en la cerradura y entró cargado de paquetes. Empujó la puerta con un pie y dejó todas las bolsas sobre el mostrador de la cocina.

Lauren estaba sentada en el alféizar de la ventana, contemplando la vista, y ni siquiera se volvió.

Arthur la llamó en un tono más bien irónico, pero era evidente que estaba de mal humor y desapareció de golpe. Desde el dormitorio, Arthur la oyó mascullar:

– ¡Y ni siquiera puedo dar un portazo!

– ¿Tienes algún problema? -preguntó.

– ¡Déjame en paz!

Arthur se quitó el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cuando abrió la puerta, la vio de pie, pegada al cristal, con la cabeza entre las manos.

– ¿Estás llorando?

– No tengo lágrimas, ¿cómo quieres que llore?

– ¡Estás llorando! ¿Qué pasa?

– Nada, no pasa nada de nada.

El buscó su mirada, pero ella le dijo que la dejara. Fue acercándose poco a poco, la rodeó con los brazos y la obligó a volverse para verle la cara.

Lauren agachó la cabeza. El se la levantó, empujándole la barbilla con la punta de un dedo.

– ¿Qué ocurre?

– Van a ponerle fin a esto.

– ¿Quién va a ponerle fin a qué?

– Esta mañana he ido al hospital. Mamá estaba allí y la han convencido para que los autorice a practicar la eutanasia.

– ¿De qué estás hablando? ¿Quién ha convencido a quién de hacer qué?

La madre de Lauren había ido, como todas las mañanas, al Memorial Hospital. En la habitación la esperaban tres médicos. Cuando entró, uno de los doctores, una mujer madura, se dirigió hacia ella y le preguntó si podían hablar en privado. La psicóloga delegada tomó a la señora Kline del brazo y la invitó a sentarse.

Comenzó entonces un largo discurso en el que fueron expuestos todos los argumentos para convencerla de que aceptara lo imposible. Lauren no era más que un cuerpo sin alma que su familia mantenía con un coste exorbitante para la sociedad. Resultaba más fácil mantener artificialmente con vida a un ser querido que aceptar su muerte, pero ¿a qué precio? Había que admitir lo inadmisible y decidirse por esta segunda opción sin sentirse culpable. Se había intentado todo. No era en absoluto un signo de cobardía. Era preciso tener el valor de admitirlo. El doctor Clomb insistía en la dependencia que ella mantenía en relación con el cuerpo de su hija.

La señora Kline se desasió violentamente y meneó la cabeza para expresar una negativa tajante. Ni podía ni quería hacer eso. Pero los argumentos de la psicóloga, de probada eficacia, erosionaban de minuto en minuto la emoción en beneficio de una decisión razonable y humana, demostrando con una retórica sutil que la negativa sería injusta y cruel tanto para ella como para los suyos, egoísta, nociva. La duda acabó por instalarse. Con gran delicadeza y serenidad, se pronunciaron argumentos más poderosos aún, palabras más sutiles, más culpabilizadoras. El sitio que ocupaba su hija en el servicio de reanimación impedía que otro paciente sobreviviera, que otra familia tuviese esperanzas fundadas. Una culpabilidad era sustituida por otra, y la duda iba ganando terreno. Lauren asistía a aquel espectáculo aterrorizada, veía cómo poco a poco decaía la determinación de su madre. Tras cuatro horas de conversación, la resistencia de la señora Kline se resquebrajó; admitió entre lágrimas que lo que decía el cuerpo médico era razonable. Aceptaba tomar en consideración que se le practicara la eutanasia a su hija. La única condición que ponía, lo único que pedía era que esperasen cuatro días, «para estar segura». Era jueves, de modo que no se debía hacer nada antes del lunes. Necesitaba prepararse y preparar a sus familiares. Los médicos asintieron compasivos, expresando su total comprensión y disimulando su profunda complacencia por haber encontrado en una madre la solución a un problema que toda su ciencia no podía resolver: ¿qué hacer con un ser humano que no está ni muerto ni vivo?

Hipócrates no había pensado que la medicina engendraría un día ese tipo de dramas. Los médicos salieron de la habitación, dejándola sola con su hija. Ella le asió una mano, apoyó la cabeza en su vientre y, llorando, le pidió perdón.

– No puedo más, cariño. Quisiera estar en tu puesto.

Lauren la contemplaba desde el otro extremo de la estancia con una mezcla de miedo, tristeza y horror. Se acercó a su vez a su madre y le rodeó los hombros con los brazos, pero ella no notó nada. En el ascensor, el doctor Clomb, dirigiéndose a sus colegas, se felicitó.

– ¿No temes que cambie de opinión? -preguntó Fernstein.

– No, no lo creo. Además, si es necesario volveremos a hablar con ella.

Lauren se apartó de su madre y de su propio cuerpo. Decir que vagó como un fantasma no es un pleonasmo. Regresó directamente al alféizar de la ventana, decidida a impregnarse de todas las luces, de todas las vistas, de todos los olores y estremecimientos de la ciudad. Arthur la rodeó con los brazos, envolviéndola en toda su ternura.