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– Perdone, pero creo que acaba de dar un gran paso en sus investigaciones.

Él hizo caso omiso de su sarcasmo y le propuso volver a casa e iniciar una serie de búsquedas en Internet. Quería recopilar todo lo relacionado con el coma: estudios científicos, informes médicos, bibliografía, historiales y testimonios, sobre todo los que exponían casos de comas largos cuyos pacientes se habían recuperado.

– Tenemos que localizarlos e ir a hablar con ellos. Sus testimonios pueden ser muy importantes.

– ¿Por qué hace esto?

– Porque no tiene usted elección.

– Conteste a mi pregunta.¿Se da cuenta de las implicaciones personales de lo que quiere hacer, del tiempo que va a ocuparle? Usted tiene trabajo, obligaciones…

– Es usted una mujer muy contradictoria.

– No, soy lúcida. ¿No es consciente de que todo el mundo ha estado mirándolo de reojo porque se ha pasado diez minutos hablando solo? ¿Sabe que la próxima vez que venga a este restaurante le dirán que está completo porque a la gente no le gusta la diferencia, porque un tipo que habla en voz alta y gesticula mientras come solo resulta molesto?

– Hay más de mil restaurantes en la ciudad; eso deja bastante margen.

– Arthur, es usted un caballero, un auténtico caballero, pero no es realista.

– Sin ánimo de ofenderla, creo que en la situación actual usted me gana de calle en irrealidad.

– No juegue con las palabras, Arthur. No me haga promesas a la ligera. Jamás podrá resolver un enigma como éste.

– ¡Yo nunca hago promesas vanas! ¡Y no soy un caballero!

– No me haga abrigar falsas esperanzas. Porque no tendrá tiempo, simplemente.

– Me horroriza hacer esto en un restaurante, pero usted me obliga. Perdone un momento.

Arthur hizo como si colgara, la miró fijamente, descolgó de verdad y marcó el número de su socio. Le agradeció el tiempo que le había dedicado esa misma mañana y su atención. Lo tranquilizó con unas frases sensatas y dijo que, efectivamente, estaba muy estresado y que era mejor para la empresa que descansara unos días. Le dio alguna información específica sobre los proyectos en curso y le indicó que Maureen estaría a su disposición. De cualquier modo, como estaba demasiado cansado para ir a ningún sitio, se quedaría en casa, así que podrían llamarlo en caso necesario.

– Ya está. Ahora estoy libre de toda obligación profesional y le propongo que empecemos a buscar de inmediato.

– No sé qué decir.

– Empiece por ayudarme con sus conocimientos médicos.

Bob llevó la cuenta y se quedó mirando a Arthur. Este abrió lo ojos como platos, hizo una mueca horrible, sacó la lengua y se levantó de un salto. Bob dio un paso atrás.

– Esperaba algo mejor de usted, Bob, me siento muy decepcionado. Vamos, Lauren, este sitio no es digno de nosotros.

En el coche, mientras se dirigían a casa, Arthur le expuso a Lauren el método de trabajo que a su parecer había que seguir. Intercambiaron puntos de vista y trazaron de común acuerdo un plan de ataque.

7

Una vez en casa, Arthur se instaló tras su mesa de trabajo. Conectó el ordenador y entró en Internet. Las «autopistas informáticas» le permitían acceder instantáneamente a cientos de bases de datos sobre el tema que lo ocupaba. Había formulado una petición en un buscador tecleando simplemente la palabra «coma» en la casilla correspondiente, y la red le había propuesto varias direcciones de sites que contenían publicaciones, testimonios, ensayos y conversaciones sobre el tema. Lauren se situó junto a la mesa.

En primer lugar se conectaron al servidor del Memorial Hospital, sección de Neuropatología y Traumatología Cerebral. Una reciente publicación del profesor Silverstone sobre los traumatismos craneales les permitió acceder a la clasificación de los diferentes tipos de coma según la escala de Glasgow: mediante tres números se indicaba la reactividad a los estímulos visuales, auditivos y sensitivos. Lauren entraba en la categoría 1.1.2, que correspondía a un coma en fase 4. Un servidor los envió a otra biblioteca de datos donde aparecían campos de análisis estadísticos sobre las evoluciones de los pacientes en cada familia de coma. Nadie había regresado jamás de un viaje en «cuarta»…

Infinidad de diagramas, cortes axonométricos, dibujos, informes de síntesis y fuentes bibliográficas fueron cargados en el ordenador de Arthur y luego impresos. En total, casi setecientas páginas de información clasificada, seleccionada y relacionada por centros de interés.

Arthur encargó una pizza y dos cervezas y dijo que lo único que había que hacer era leer. Lauren le preguntó de nuevo por qué hacía todo aquello.

– Porque se lo debo a alguien que en muy poco tiempo me ha enseñado muchas cosas, y especialmente una: el sabor de la felicidad. Todos los sueños tienen un precio.

Inmediatamente reanudó la lectura, anotando lo que no entendía, es decir, casi todo. A medida que avanzaban, Lauren le explicaba los términos y razonamientos médicos.

Arthur puso una gran hoja de papel sobre la mesa de trabajo y empezó a redactar los resúmenes de las notas que había tomado. Clasificaba la información por grupos y relacionaba éstos entre sí. De este modo se formó poco a poco un gigantesco diagrama, que continuó en una segunda hoja donde los razonamientos se mezclaban con conclusiones.

Dedicaron dos días y dos noches a intentar comprender, a buscar la clave del enigma que tenían ante sí.

Dos días y dos noches para llegar a la conclusión de que el coma seguía y seguiría siendo, durante bastantes años, una zona muy oscura en la que el cuerpo vive divorciado del espíritu que lo anima y le da un alma. Exhausto, con los ojos enrojecidos, Arthur se durmió en el suelo; Lauren, sentada tras la mesa de trabajo, miraba el diagrama recorriendo las flechas con la yema del índice y observando, no sin sorpresa, que la hoja se ondulaba bajo el dedo.

Se agachó junto a Arthur, frotó la palma de la mano contra la moqueta y después se la pasó por el antebrazo, cuyo vello se erizó. Entonces esbozó una sonrisa, le acarició el pelo y se tumbó a su lado, pensativa.

Arthur se despertó siete horas más tarde. Lauren seguía sentada tras la mesa de trabajo.

Se restregó los ojos y le dedicó un sonrisa, que ella le devolvió al instante.

– Hubieras estado mejor en la cama, pero dormías tan a gusto que no me atreví a despertarte.

– ¿Llevo mucho tiempo durmiendo?

– Varias horas, pero no las suficientes para recuperar el sueño atrasado.

Arthur quería tomarse un café y ponerse de nuevo manos a la obra, pero ella frenó su impulso. Su dedicación la conmovía enormemente, pero no valía la pena. El no era médico y ella era una simple interna, así que no iban a resolver entre los dos la problemática del coma.

– ¿Qué propones?

– Que te tomes un café como has dicho, que te des una buena ducha y que vayamos a pasear. No puedes vivir al margen del mundo, recluido en casa con la excusa de que albergas a un fantasma.

Arthur se tomaría el café, y después ya verían. Y quería que Lauren se olvidara de lo de «fantasma»; tenía aspecto de todo menos de fantasma. Ella le preguntó qué quería decir con «todo», pero él se negó a responder.

– Si digo cosas bonitas, después me lo echarás en cara.

Lauren arqueó las cejas con gesto inquisitivo, preguntando qué era eso de «cosas bonitas». Él insistió en que olvidara lo que acababa de decir, pero, tal como temía, fue inútil. Lauren se plantó frente a él, con los brazos en jarras:

– ¿Qué es eso de «cosas bonitas»?

– Olvida lo que acabo de decir, Lauren. No eres una aparición, eso es todo.

– ¿Qué soy, entonces?

– Una mujer, una mujer muy guapa. Y ahora voy a darme una ducha.

Salió de la estancia sin volverse. Lauren acarició de nuevo la moqueta, encantada. Media hora más tarde, Arthur salió del cuarto de baño con vaqueros y un grueso jersey de cachemira, y manifestó su deseo de ir a devorar un buen trozo de carne. Ella le indicó que todavía eran las diez de la mañana, pero él replicó de inmediato que en Nueva York era la hora de ir a comer, y en Sidney, la de ir a cenar.