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– Hasta cuando lloras estás guapa. Vamos, sécate las lágrimas. Impediré que lo hagan.

– ¿Cómo? -preguntó ella.

– Concédeme unas horas para pensarlo.

Lauren regresó a la ventana.

– ¿Para qué? -dijo, mirando fijamente una farola de la calle-. Quizá sea mejor así, quizá tengan razón.

¿Qué significaba eso de que quizás era mejor así? La pregunta, formulada en un tono agresivo, no obtuvo respuesta. Lauren, tan fuerte habitualmente, estaba resignada. Para ser honrada consigo misma, sólo tenía media vida, estaba destrozando la de su madre y, según ella, «nadie la esperaba a la salida del túnel».

– Suponiendo que haya un despertar…, y no hay nada menos seguro que eso.

– Pero ¿tú crees por un solo instante que tu madre se sentirá aliviada si mueres para siempre…?

– Eres encantador-dijo ella, interrumpiéndolo.

– ¿Qué he dicho?

– No, nada. Es lo de «morir para siempre» lo que me parece encantador, sobre todo en la situación actual.

– ¿Crees que llenará el vacío que vas a dejar? ¿Crees que lo mejor para ella es que tú renuncies? ¿Y yo?

Lauren le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿ Qué pasa contigo?

– Yo estaré esperándote cuando despiertes; puede que seas invisible para los demás, pero no para mí.

– ¿Es una declaración? -preguntó con tono sarcástico.

– No seas pretenciosa -repuso él con sequedad.

– ¿Por qué haces todo esto? -replicó ella, a punto de perder los estribos.

– ¿Por qué te pones provocadora y agresiva?

– ¿Por qué estás aquí, dando vueltas a mi alrededor, luchando por mí? ¿Qué es lo que no carbura en tu cabeza? ¿Cuál es tu motivación? -gritó Lauren.

– ¡Eres cruel!

– ¡Pues contesta! ¡Contesta honradamente!

– Siéntate a mi lado y cálmate. Voy a contarte una historia real y lo entenderás. Un día hubo una cena en casa, cerca de Carmel. Yo tendría como mucho siete años…

Arthur le contó un episodio narrado por un viejo amigo de sus padres durante una cena a la que éstos le habían invitado. El doctor Miller era un gran cirujano oftalmólogo. Aquella noche estaba raro, como confuso o intimidado, cosa nada propia de él, y la madre de Arthur, preocupada, le preguntó qué le ocurría. Entonces él contó la historia siguiente. Quince días antes había operado a una niña, ciega de nacimiento. La niña no sabía cuál era su aspecto, no comprendía lo que era el cielo, no conocía los colores y ni siquiera sabía cómo era el rostro de su propia madre. El mundo exterior le era desconocido; ninguna imagen había impregnado jamás su cerebro. Durante toda su vida había palpado formas y contornos, pero sin poder asociar alguna imagen a lo que le contaban sus manos.

Hasta que un día, jugándose el todo por el todo, Coco -todos lo conocían por este apodo- le practicó una operación «imposible». La mañana que precedía a la cena en casa de los padres de Arthur, solo en la habitación con la niña, le había quitado a ésta los vendajes.

– Empezarás a ver algo antes de que haya terminado de quitarte las vendas. ¡Prepárate!

– ¿Qué veré? -preguntó ella.

– Ya te lo he explicado, verás luz.

– Pero ¿qué es la luz?

– Vida. Espera un momento…

Y, tal como le había prometido, unos segundos después la luz del día entró en sus ojos. Fluyó a través de las pupilas, más rápida que las aguas de un río liberado de una presa que acabara de ceder, cruzó a toda velocidad los dos cristalinos y depositó en el fondo de cada ojo los miles de millones de datos que transportaba. Las células de sus dos retinas, estimuladas por primera vez desde el nacimiento de la criatura, provocaron una reacción química de una complejidad maravillosa para codificar las imágenes que se grababan en ellas. Los códigos fueron transmitidos instantáneamente a los dos nervios ópticos, que despertaban de un largo sueño y se apresuraban a encaminar aquel elevado caudal de datos hacia el cerebro. En unas milésimas de segundo, este último descodificó todos los datos recibidos y los transformó en imágenes animadas, dejando a la conciencia la tarea de asociarlas e interpretarlas. El procesador gráfico más antiguo, complejo y diminuto del mundo acababa de ser súbitamente unido a una óptica y se ponía en acción.

La niña, tan impaciente como asustada, asió la mano de Coco y le dijo:

– Espera, tengo miedo.

Él hizo una pausa, la tomó entre sus brazos y volvió a contarle lo que sucedería cuando acabara de quitarle las vendas. Recibiría cientos de datos nuevos que tendría que absorber, comprender y comparar con todo lo que su imaginación había creado. A continuación, Coco siguió desenrollando las vendas.

Al abrir los ojos, lo primero que la niña miró fueron sus manos; las movió como si fueran marionetas. Después inclinó la cabeza, sonrió, se echó a reír y a llorar a un tiempo sin poder apartar la mirada de los diez dedos, como para escapar a todo lo que la rodeaba y se tornaba real, probablemente porque estaba aterrorizada. Luego posó la mirada sobre su muñeca, esa forma de trapo que la había acompañado en sus noches y sus días absolutamente negros.

Su madre entró por el otro extremo de la habitación sin decir palabra. La niña levantó la cabeza y la miró fijamente durante unos segundos. ¡No la había visto nunca! Sin embargo, cuando aquella mujer todavía se encontraba a unos metros de ella, la expresión de la niña cambió. En una fracción de segundo, aquel rostro volvió a ser el de una niña muy pequeña que abrió los brazos y, sin vacilación alguna, llamó mamá a aquella «desconocida».

– Cuando Coco hubo terminado de contar esta historia, comprendí que desde entonces poseía una fuerza inmensa en su vida, podía decir que había hecho algo importante. Piensa simplemente que lo que hago por ti es en memoria de Coco Miller. Y ahora, si te has tranquilizado, debes dejarme pensar.

Lauren se limitó a murmurar algo en voz inaudible. Arthur se sentó en el sofá y se puso a mordisquear un lápiz que había tomado de la mesa de centro. Permaneció así largos minutos; luego se levantó de un salto, fue a sentarse a la mesa de trabajo y empezó a escribir en una hoja de papel. Necesitó casi una hora, durante la cual Lauren lo miraba como el gato que escruta atentamente una mariposa o una mosca. Inclinaba la cabeza con expresión intrigada cada vez que él se ponía a escribir o se detenía, mordisqueando de nuevo el lápiz. Cuando hubo acabado, se dirigió a ella muy serio.

– ¿Qué tratamientos aplican a tu cuerpo en el hospital?

– ¿Quieres decir además de asearlo?

– Me refiero sobre todo a los cuidados médicos.

Lauren le explicó que la alimentaban mediante perfusión, puesto que no había otro modo posible. Inyectaban tres veces a la semana unos antibióticos por razones preventivas. Describió los masajes que le practicaban en las caderas, los codos, las rodillas y los hombros para que no se le formaran escaras. Los demás cuidados consistían en controlar sus constantes vitales y su temperatura. No estaba conectada a un respirador artificial.

– Soy autónoma, ése es el problema para ellos; si no lo fuera, no tendrían más que desenchufar. Eso es más o menos todo.

– Entonces, ¿por qué dicen que es tan caro?

– Por la cama.

Lauren le explicó por qué en un servicio hospitalario las plazas costaban una fortuna. No se hacía ninguna distinción entre las diferentes clases de cuidados que se aplicaba a los pacientes. Se limitaban a dividir el coste de funcionamiento de cada servicio por el número de camas que tenía y el de días al año que estaban ocupadas; de esta forma se obtenía el coste diario de hospitalización por servicio: neurología, reanimación, ortopedia…

– Tal vez resolvamos nuestro problema y los suyos a la vez -dijo Arthur.

– ¿Qué piensas hacer?

– ¿Te has ocupado alguna vez de pacientes en tu estado?

Lo había hecho con pacientes ingresados en urgencias, pero durante períodos muy cortos, nunca durante hospitalizaciones largas.