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Le cogí la mano.

– Vamos -dije-, no sirve de nada mirar.

Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.

– Voy a acostarla -le dije a John.

Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.

– Sí -dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente-. Y yo empezaré a arreglar todo esto.

Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.

A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.

– La hemos perdido -le dije a John en la cocina-. Está muerta.

El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.

– Sí -dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída-. Sí.

Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.

Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.

– Pondré agua a hervir -dije-. Te prepararé una taza de té.

No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?

Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.

El jardín plateado

Antes de despertar por completo tuve la sensación de que algo había cambiado. Un instante después, antes incluso de abrir los ojos, supe de qué se trataba: había luz.

Adiós a las sombras que habían estado merodeando por mi habitación desde el comienzo del mes, adiós a los rincones sombríos y el aire lúgubre. La ventana era un rectángulo claro y por ella entraba una claridad que iluminaba cada detalle de mi habitación. Llevaba tanto tiempo sin verla que la dicha se apoderó de mí, como si no fuera únicamente una noche lo que había terminado, sino el invierno entero. Como si hubiese llegado la primavera.

El gato estaba en el antepecho de la ventana mirando fijamente el jardín. Al oírme, bajó de un salto y arañó la puerta con las patas, pidiendo salir. Me vestí, me puse el abrigo y bajamos con sigilo a la cocina.

Caí en la cuenta de mi error en cuanto salí. No era de día. Lo que brillaba en el jardín, ribeteando de plata las hojas y acariciando el contorno de las estatuas, no era el sol sino la luna. Me detuve en seco y la miré. Era un círculo perfecto, suspendido pálidamente en un cielo sin nubes. Hechizada, me habría quedado allí hasta el alba, pero el gato, impaciente, se arrimó a mis tobillos pidiendo mimos y me agaché para acariciarlo. En cuanto lo toqué se apartó de mí, luego se detuvo a unos metros y miró por encima de su hombro.

Me subí el cuello del abrigo, hundí mis ateridas manos en los bolsillos y lo seguí.

Primero me llevó por el camino herboso que transcurría entre los largos arriates. A nuestra izquierda el seto de tejos brillaba con fuerza; a nuestra derecha, de espaldas a la luna, el seto estaba oscuro. Doblamos por el jardín de las rosas, donde los arbustos podados semejaban estacas de ramas muertas, pero los cuidadísimos macizos de boj que los rodeaban formando sinuosos dibujos isabelinos jugaban al escondite con la luna, mostrando aquí plata, allí ébano. Me habría detenido una docena de veces -una hoja de hiedra girada lo justo para atrapar por completo la luz de la luna, la aparición repentina del enorme roble dibujado con una claridad sobrenatural contra el cielo blanquecino-, pero no podía. El gato seguía avanzando resuelto, con la cola en alto como la sombrilla de un guía turístico indicando «por aquí, síganme». En el jardín tapiado se subió al muro que rodeaba el estanque de la fuente y recorrió la mitad de su perímetro sin prestar atención al reflejo de la luna que centelleaba en el agua como una moneda brillante en el fondo. Cuando estuvo frente a la entrada arqueada del invernadero, saltó del muro y caminó hacia ella.

Se detuvo debajo del arco. Miró a izquierda y derecha con detenimiento. Divisó algo y se escabulló en esa dirección, desapareciendo de mi vista.

Intrigada, me acerqué de puntillas al arco y miré a mi alrededor.

Un invernadero rebosa de colorido si lo ves en el momento adecuado del día, en el momento adecuado del año. Para cobrar vida, necesita en gran medida de la luz del día. El visitante de medianoche ha de aguzar la vista para apreciar sus atractivos. Demasiada oscuridad para distinguir las hojas de eléboro, bajas y espaciadas, sobre la tierra negra; demasiado pronto en la estación para disfrutar del brillo de las campanillas de invierno; demasiado frío para que el torvisco desprendiera su fragancia. Había incluso avellana de bruja; pronto sus ramas se cubrirían de trémulas borlas amarillas y naranjas, pero por ahora las ramas eran su principal atracción. Delgadas y desnudas, se retorcían con elegante contención, formando delicados nudos.

A sus pies, encorvada sobre el suelo, divisé la silueta de una figura humana.

La miré petrificada.

La figura respiraba y se movía con mucho esfuerzo, emitiendo jadeos y gruñidos entrecortados.

Durante un largo y lento segundo mi mente trató de explicarse la presencia de otro ser humano en el jardín de la señorita Winter en mitad de la noche. Algunas cosas las supe al instante, sin necesidad de pensarlas. Para empezar, la persona arrodillada en el suelo no era Maurice. Pese a tratarse de la persona con más probabilidades de estar en el jardín, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser él. Esa no era su constitución enjuta y nervuda, esos no eran sus movimientos comedidos. Tampoco era Judith. ¿La pulcra y sosegada Judith, con sus inmaculadas uñas, su pelo impecable y sus zapatos lustrosos, arrastrándose por el jardín en mitad de la noche? Imposible. No necesitaba tener en cuenta esas dos opciones, de modo que no lo hice.

Durante ese segundo mi mente viajó cien veces entre dos pensamientos.

Era la señorita Winter.

Era la señorita Winter porque… porque lo era. Lo intuía. Lo sabía. Era ella, seguro.

No podía ser ella. La señorita Winter estaba débil y enferma. La señorita Winter nunca abandonaba su silla de ruedas. La señorita Winter estaba demasiado dolorida para ponerse a arrancar hierbajos y no digamos acuclillarse en el suelo helado y remover la tierra de manera tan frenética.

No era la señorita Winter.

Pero no obstante, increíblemente, pese a todo, lo era. Ese primer momento fue largo y desconcertante. El segundo, cuando finalmente llegó, fue inesperado.