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La figura se detuvo en seco… se dio la vuelta… se levantó… y lo supe.

Eran los ojos de la señorita Winter. Verdes, brillantes, sobrenaturales.

Pero no era la cara de la señorita Winter.

Carne parcheada cubierta de manchas y cicatrices, surcada de grietas más profundas que las que podía abrir la edad. Dos bolas disparejas por mejillas. Los labios torcidos: una mitad un arco perfecto que hablaba de una antigua belleza, la otra un injerto contrahecho de carne blanquecina.

¡Emmeline! ¡La hermana gemela de la señorita Winter! ¡Viva y habitando en esta casa!

Mi mente era un torbellino, la sangre estallaba en mis oídos, la impresión me tenía paralizada. Ella me miraba sin pestañear y advertí que estaba menos asustada que yo. No obstante, ambas parecíamos igual de fascinadas. Semejábamos dos estatuas.

Ella fue la primera en reponerse. En un gesto apremiante, me tendió una mano negra, cubierta de tierra, y con voz ronca bramó una serie de sonidos sin sentido.

El estupor ralentizó mi respuesta; no fui capaz ni de balbucir su nombre antes de que se diera la vuelta y se alejara con paso presto, con el cuerpo echado hacia delante y los hombros encorvados. El gato emergió de las sombras. Se desperezó con calma y, sin mirarme siquiera, partió tras ella. Desaparecieron bajo el arco y me quedé sola. Sola con una parcela de tierra removida.

Conque zorros.

Una vez que se fueron podría haberme dicho a mí misma que lo había imaginado, que había estado caminando sonámbula mientras soñaba que la hermana gemela de Adeline se me aparecía y me susurraba un mensaje secreto e ininteligible. Pero yo sabía que no había sido un sueño. Y aunque ya no podía ver a Emmeline, podía oír su tarareo. Ese exasperante e inarmónico fragmento de cinco notas. La la la la la.

Me quedé quieta, escuchándolo, hasta que se apagó por completo.

Entonces me di cuenta de que tenía las manos y los pies helados y me encaminé hacia la casa.

El alfabeto fonético

Habían transcurrido muchos años desde que aprendiera el alfabeto fonético. Todo comenzó por una tabla de un libro de lingüística que había en la librería de papá. Un fin de semana que no tenía nada que hacer abrí aquel libro y quedé prendada de los signos y símbolos que aparecían en la tabla. Había letras que conocía y letras que no. Había enes mayúsculas que no sonaban como las enes minúsculas e íes griegas mayúsculas que no sonaban como las íes griegas minúsculas. Otras letras, enes, des, eses y zetas, tenían graciosos rizos y rabitos, y podías poner el palito a haches, íes y úes como si fueran tes. Me encantaban esos híbridos locos y extravagantes: llenaba hojas enteras con emes que se convertían en jotas y uves que se encaramaban precariamente sobre diminutas oes cual perros de circo sobre pelotas. Mi padre tropezó con mis hojas de símbolos y me enseñó los sonidos que acompañaban a cada uno. Descubrí que en el alfabeto fonético internacional podías escribir palabras que semejaban números, palabras que semejaban códigos secretos, palabras que semejaban lenguas perdidas.

Yo necesitaba una lengua perdida. Una con la que poder comunicarme con los seres perdidos. Solía escribir una palabra concreta una y otra vez. El nombre de mi hermana. Un talismán. Lo escribía en un trozo de papel que doblaba con sumo cuidado y llevaba siempre conmigo. En invierno vivía en el bolsillo de mi abrigo, en verano me hacía cosquillas en el tobillo, dentro del pliegue del calcetín. Por la noche me dormía con el trocito de papel aferrado en la mano. Pese al cuidado que ponía, no siempre tenía esos papelitos localizados. Los perdía, hacía otros nuevos, luego tropezaba con los viejos. Cuando mi madre intentaba arrancarme el papel de los dedos, me lo tragaba para frustrar sus intenciones, aunque tampoco habría sabido leerlo. No obstante, el día en que vi a mi padre sacar un papel gastado y gris del fondo de un cajón lleno de porquerías y desdoblarlo, no intenté detenerle. Cuando leyó el nombre secreto pareció que el rostro se le partía, y sus ojos, cuando me miraron, eran un pozo de pesar.

Quiso hablar. Abrió la boca para hablar pero yo, llevándome un dedo a los labios, le mandé callar. No quería que pronunciara el nombre de mi hermana. ¿Acaso no había tratado de mantenerla en la oscuridad? ¿Acaso no había querido olvidarla? ¿Acaso no había intentado ocultármela? Ahora no tenía derecho a ella.

Le arranqué el papel de los dedos y salí de la habitación sin decir una palabra. En el asiento bajo la ventana de la segunda planta, me metí el papel en la boca, saboreé su fuerte sabor seco y leñoso y me lo tragué. Durante años mis padres habían mantenido el nombre de mi hermana enterrado en el silencio, en su esfuerzo por olvidar. Yo lo protegería con mi propio silencio, y lo mantendría en mi recuerdo.

Además de mi pronunciación incorrecta en diecisiete idiomas de hola, adiós y lo siento, y mi habilidad para recitar el alfabeto griego hacia delante y hacia atrás (yo, que no he aprendido una palabra de griego en mi vida), el alfabeto fonético era uno de esos pozos de conocimiento inútil que me quedaban de mi infancia libresca. Lo había aprendido solo por diversión, su finalidad era exclusivamente privada, de modo que con los años no me esforcé en practicarlo. Por eso cuando regresé del jardín y me puse ante el papel para reproducir las sibilantes y fricativas, las oclusivas y vibrantes del susurro apremiante de Emmeline, tuve que intentarlo varias veces hasta dar con la transcripción fonética correcta.

Al tercer o cuarto intento me senté en la cama y contemplé mi renglón de símbolos, signos y garabatos. ¿Era exacto? Me empezaron a asaltar las dudas. ¿Había retenido fielmente los sonidos durante los cinco minutos que había tardado en volver a casa? ¿Recordaba el alfabeto fonético con precisión? ¿Y si esos primeros intentos fallidos habían contaminado mi recuerdo?

Susurré lo que había escrito en el papel. Volví a susurrarlo con apremio. Aguardé a que la aparición de un eco en mi memoria me dijera que había dado en el clavo. Nada. Era la transcripción parodiada de unos sonidos mal entendidos y recordados solo a medias después. Estaba perdiendo el tiempo.

Escribí el nombre secreto. El hechizo, el amuleto, el talismán.

Nunca me había funcionado. Ella nunca aparecía. Yo seguía estando sola.

Hice una pelota con el papel y la arrojé a un rincón.

La escalera de mano

– ¿Le aburre mi historia, señorita Lea? Soporté varios comentarios de esa guisa al día siguiente cuando, incapaz de reprimir los bostezos, me removía en mi asiento y me frotaba los ojos mientras escuchaba la narración de la señorita Winter.

– Lo siento. Solo estoy cansada.

– ¡Cansada! -exclamó-. ¡Parece una muerta andante! Una comida como Dios manda la reanimará. ¿Se puede saber qué le pasa?

Me encogí de hombros.

– Estoy cansada, eso es todo.

Apretó los labios y me miró con dureza, pero no dije más y retomó su historia.

El cuento número trece pic_29.jpg

Así estuvimos seis meses. Vivíamos recluidos en un puñado de estancias: la cocina, donde John seguía durmiendo por las noches, el salón y la biblioteca. Nosotras, las chicas, utilizábamos la escalera de servicio para ir de la cocina al único dormitorio que parecía seguro. Habíamos trasladado del viejo cuarto los colchones donde dormíamos, pero allí quedaron las camas, demasiado pesadas para moverlas. Después del dramático descenso del número de sus habitantes, sentíamos que la casa se nos había quedado grande. Nosotros, los supervivientes, estábamos más a gusto en la seguridad y la facilidad de nuestros pequeños aposentos. Con todo, nunca conseguíamos olvidarnos totalmente del resto de la casa, que como una extremidad moribunda se enconaba lentamente detrás de las puertas.