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Emmeline pasaba gran parte de su tiempo inventando juegos de naipes.

– Juega conmigo. Oh, venga, juguemos -insistía.

Al final yo cedía y jugábamos. Juegos extraños, con reglas que cambiaban constantemente; juegos que solo ella entendía y partidas que siempre ganaba, lo cual le producía una gran alegría. También se daba baños. Su pasión por el jabón y el agua era inagotable; se pasaba horas entretenida en el agua que yo había calentado para lavar la ropa y los platos. No me molestaba. Por lo menos una de nosotras era feliz.

Antes de cerrar las habitaciones, Emmeline había revuelto en los armarios de Isabelle y se había hecho con vestidos, frascos de perfume y zapatos que apiló en nuestro dormitorio. Era como dormir en un camerino. Emmeline se ponía los vestidos. Algunos tenían diez años, otros -de nuestra abuela, la madre de Isabelle, imagino- treinta e incluso cuarenta. Emmeline nos divertía por las noches con sus teatrales entradas en la cocina vestida con los atuendos más extravagantes. Los vestidos le hacían aparentar más de quince años, le hacían parecer femenina. Yo recordaba la conversación de Hester con el doctor en el jardín -«No veo razones para que Emmeline no pueda casarse algún día»- y recordaba lo que el ama me había contado de Isabelle y las meriendas al aire libre -«Era la clase de muchacha que los hombres no pueden mirar sin desear tocarla»-, y me asaltaba una repentina ansiedad. Pero luego Emmeline se dejaba caer pesadamente en una silla de la cocina, sacaba una baraja de cartas de un bolso de seda y decía, toda aniñada: «Anda, juega conmigo a cartas». Aunque eso conseguía tranquilizarme un poco, me aseguraba de que no saliera de casa vestida así.

John vivía sumido en la apatía. Un día, no obstante, salió de ella para hacer algo impensable: contratar a un muchacho que le ayudara en el jardín.

– No te preocupes -me dijo-. Es Ambrose, el hijo del viejo Proctor. Un muchacho tranquilo. Y no será por mucho tiempo, solo hasta que termine de reparar la casa.

Yo sabía que eso le llevaría toda la vida.

El muchacho se presentó un día. Era más alto que John y más ancho de hombros. Los dos con las manos en los bolsillos, hablaron de la labor de ese día y el muchacho se puso a trabajar. Tenía una forma de cavar paciente y acompasada; el repique suave y constante de la pala en la tierra me crispaba los nervios.

– ¿Por qué hemos de tenerlo aquí? -deseaba saber yo-. Es tan extraño como los demás.

Pero, por la razón que fuese, el muchacho no era un extraño para John. Quizá porque provenía de su mismo mundo, el mundo de los hombres, un mundo desconocido para mí.

– Es un buen chico -me respondía John una y otra vez-. Y muy trabajador. No hace preguntas y habla poco.

– Quizá no tenga lengua, pero tiene ojos en la cara.

John se encogía de hombros y miraba hacia otro lado, parecía incómodo.

– Yo no estaré aquí eternamente -dijo finalmente un día-. Las cosas no podrán seguir siempre como hasta ahora. -Dibujó un vago gesto con el brazo para abarcar la casa, sus habitantes, la vida que llevábamos-. Algún día las cosas tendrán que cambiar.

– ¿Cambiar?

– Estáis creciendo. Ya no será lo mismo, ¿no crees? Una cosa es ser niñas, pero cuando uno se hace mayor…

Yo ya me había ido. No quería escuchar lo que fuera que tuviera que decirme.

Emmeline estaba en el dormitorio arrancando lentejuelas de un pañuelo de noche para su caja de tesoros. Me senté a su lado. Estaba demasiado absorta en su labor para levantar la vista. Sus dedos regordetes jugueteaban incansablemente con una lentejuela hasta que esta se desprendía y la echaba en la caja. Era un trabajo lento, pero Emmeline tenía todo el tiempo del mundo. Inclinada sobre el pañuelo, mantenía el semblante imperturbable, los labios juntos, la mirada atenta y soñadora a un mismo tiempo. De vez en cuando sus párpados superiores descendían, cubriendo los verdes iris, pero en cuanto rozaban el párpado inferior subían para desvelar el mismo verde.

¿Me parecía realmente a ella?, me pregunté. Sabía que en el espejo mis ojos eran idénticos a los suyos. Y sabía que teníamos la misma inclinación de la nuca bajo el peso de la melena pelirroja. Y sabía el impacto que ejercíamos en los vecinos del pueblo las raras ocasiones en que nos paseábamos del brazo por The Street luciendo idénticos vestidos. Pero, así y todo, no me parecía a Emmeline, ¿verdad? Mi cara no podría adoptar esa expresión de apacible concentración. Estaría retorciéndose de frustración. Estaría mordiéndome el labio, resoplando de impaciencia, apartándome el pelo de la cara y echándolo furiosamente hacia atrás. No estaría tranquila, como Emmeline. Estaría arrancando las lentejuelas con los dientes.

No me dejarás, ¿verdad?, quise decirle. Porque yo nunca te dejaré. Viviremos siempre aquí, juntas. Diga lo que diga John-the-dig.

– ¿Por qué no jugamos?

Emmeline continuó con su tarea, como si no me hubiera oído.

– Juguemos a que nos casamos. Tú puedes ser la novia. Venga. Podrías ponerte… esto. -Desenterré una prenda de gasa amarilla del montón de vestidos apilados en un rincón-. Es como un velo, mira.

Emmeline no levantó la vista, ni siquiera cuando se lo eché por la cabeza. Se limitó a apartárselo de los ojos y siguió toqueteando la lentejuela.

Entonces dirigí mi atención a su caja de tesoros. Las llaves de Hester seguían allí relucientes, aunque parecía que Emmeline había olvidado a su anterior cuidadora. Había algunas joyas de Isabelle, los envoltorios de colores de los caramelos que Hester le había dado un día, un inquietante fragmento de vidrio verde de una botella y un pedazo de cinta con un borde dorado que había sido mío, un regalo del ama de hacía muchos años, más de los que podía recordar. Debajo del resto de objetos todavía estarían los hilos de plata que Emmeline había arrancado de la cortina el día en que llegó Hester. Y semioculto bajo el revoltijo de rubíes, cristales y demás baratijas vi algo que parecía fuera de lugar. Algo de cuero. Ladeé la cabeza para verlo mejor. ¡Ah! ¡Por eso lo quería! Por las letras doradas. I A R. ¿Qué era I A R? ¿O quién era I A R? Incliné la cabeza hacia el otro lado y divisé algo más. Un candado diminuto, y una llave diminuta. No era de extrañar que estuvieran en la caja de tesoros de Emmeline. Letras doradas y una llave. Supuse que era su posesión más preciada. Y de repente caí en la cuenta. ¡I A R! ¡Diario!

Alargué una mano.

Rápida como un rayo -su aspecto podía ser engañoso- la mano de Emmeline descendió como un torno sobre mi muñeca y la detuvo. Con gesto firme, sin mirarme, apartó mi mano y bajó la tapa.

La presión de sus dedos me había dejado marcas blancas en la muñeca.

– Voy a irme -dije, para ponerla a prueba. Mi voz no sonaba muy convincente-. Hablo en serio. Y voy a dejarte aquí. Voy a crecer y a vivir por mi cuenta.

A renglón seguido, llena de digna autocompasión, me levanté y salí del cuarto.

Emmeline no fue a buscarme al asiento bajo la ventana de la biblioteca hasta bien entrada la tarde. Yo había corrido la cortina para esconderme, pero Emmeline entró directamente en la biblioteca y miró a su alrededor. La oí acercarse, noté el movimiento de la cortina cuando la levantó. Con la frente pegada a la ventana, yo estaba observando las gotas de lluvia en el cristal. El viento las hacía temblar y amenazaban constantemente con emprender uno de sus recorridos zigzagueantes en que engullían las gotitas que encontraban a su paso y dejaban tras de sí una breve senda plateada. Se acercó y posó su cabeza en mi hombro. Me sacudí con brusquedad para quitármela de encima. Me negaba a darme la vuelta y hablarle. Emmeline me cogió la mano y deslizó algo en mi dedo.

Esperé a que se fuera para ver qué era. Un anillo. Me había dado un anillo.

Giré la piedra sobre la parte interna del dedo y la acerqué a la ventana. La luz la resucitó. Verde, como el color de mis ojos. Verde, como el color de los ojos de Emmeline. Emmeline me había dado un anillo. Cerré los dedos en un fuerte puño con la piedra contra mi corazón.