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– … mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha.

Enseguida lo reconocí. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Lo había leído sabe Dios cuántas veces.

– Jane Eyre -dije, sorprendida.

– ¿Lo has reconocido? Sí, es Jane Eyre. Se lo pregunté a un señor en una biblioteca. Lo escribió Charlotte no sé qué. Tenía muchas hermanas, por lo visto.

– ¿Lo has leído?

– Lo empecé. Iba de una niña que ha perdido a su familia y la recoge su tía. Pensé que estaba sobre la pista de algo. Una mujer horrible, la tía, nada que ver con la señora Love. El tipo que le arroja el libro en esta página es uno de sus primos. Después la meten en un colegio, un colegio espantoso, con una comida espantosa, pero hace una amiga. -Aurelius sonrió recordando la historia-. Entonces la amiga muere. -Su rostro se entristeció-. Y a partir de ahí… perdí el interés. No llegué al final. Después de eso, no podía verle el sentido. -Se encogió de hombros para sacudirse la confusión-. ¿Lo has leído? ¿Qué ocurre al final? ¿Tiene alguna relación?

– Se enamora de su patrono. La esposa de él, que está loca y vive clandestinamente en la casa, intenta quemar el edificio y Jane se marcha. Cuando vuelve, la esposa ha fallecido y el señor Rochester está ciego, y Jane se casa con él.

– Ah. -Aurelius arrugó la frente mientras se esforzaba por comprender-. No, no veo la relación. El principio puede que sí. La niña sin madre. Pero después… Ojalá alguien pudiera decirme qué significa. Ojalá hubiera alguien que pudiera simplemente contarme la verdad.

Miró la página arrancada.

– Tal vez lo importante no sea el libro, sino esta página en concreto. A lo mejor tiene un significado oculto. Mira esto.

El interior de la contraportada de su cuaderno de recetas de la infancia estaba lleno de hileras y columnas de números y letras escritas con la caligrafía grande de un niño.

– Antes pensaba que era un código -explicó-. Intenté descifrarlo. Probé con la primera letra de cada palabra, luego con la primera letra de cada línea. Y con la segunda. Luego probé a sustituir unas letras por otras. -Señaló sus diferentes ensayos con mirada febril, como si todavía existiera la posibilidad de ver algo en lo que no había reparado antes.

Yo sabía que era una tarea inútil.

– ¿Qué es esto? -Levanté el siguiente objeto y no pude evitar un estremecimiento. En su momento había sido una pluma, pero entonces era una cosa sucia y repugnante. Agotados los aceites, las barbas se habían separado y formado rígidas púas marrones a lo largo de la caña agrietada.

Aurelius se encogió de hombros, negó con la cabeza con impotencia y solté la pluma con alivio.

Solo quedaba una cosa.

– Y esto… -dijo Aurelius, pero no terminó la frase. Era un trozo de papel desgarrado, con una mancha de tinta que antaño pudo haber sido una palabra. Estudié la mancha con detenimiento.

– Creo… -tartamudeó Aurelius-. Bueno, la señora Love pensaba… En realidad los dos coincidíamos en que… -Me miró esperanzado- en que podía ser mi nombre.

Alargó un dedo.

– Se mojó con la lluvia, pero aquí, justo aquí… -Me llevó hasta la ventana y me indicó que sostuviera el papel a contraluz-. Esto del principio parece una A. Y esto, hacia el final, una S. Está un poco borroso por los años, hay que fijarse mucho, pero seguro que puedes verlo, ¿a que sí?

Miré fijamente la mancha.

– ¿A que sí?

Hice un vago movimiento con la cabeza, ni afirmativo ni negativo.

– ¡Lo ves! Una vez que sabes lo que estás buscando resulta evidente, ¿verdad?

Seguí mirando, pero las letras que él podía ver eran invisibles a mis ojos.

– Y así -seguía- es cómo la señora Love decidió que me llamaba Aurelius. Aunque supongo que también podría llamarme Alphonse.

Soltó una risa triste, nerviosa, y se dio la vuelta.

– El otro objeto es la cuchara, pero ya la has visto. -Se llevó una mano al bolsillo superior y sacó la cuchara de plata que yo había visto en nuestro primer encuentro, mientras comíamos bizcocho de jengibre sentados en los gatos gigantescos que flanqueaban la escalinata de la casa de Angelfield.

– Y está la bolsa -dije-. ¿Qué clase de bolsa es?

– Una bolsa corriente -respondió distraídamente Aurelius. Se la llevó a la cara y la olió con delicadeza-. Antes olía a humo, pero ahora ya no. -Me la pasó y acerqué la nariz-. ¿Lo ves? Ya no huele.

Aurelius abrió la puerta del horno y sacó una bandeja de galletas doradas que puso a enfriar. Luego llenó el hervidor de agua y preparó una bandeja. Tazas y platillos, azucarero, jarrita de leche y platos pequeños.

– Toma -dijo pasándome la bandeja. Abrió una puerta que dejaba entrever una sala de estar, butacas viejas y confortables y cojines floreados-. Ponte cómoda. Enseguida voy con el resto. -De espaldas a mí, se inclinó para lavarse las manos-. Estaré contigo en cuanto haya recogido todo esto.

Entré en la sala de estar de la señora Love y me senté en una butaca junto a la chimenea mientras Aurelius guardaba su herencia -su inestimable e indescifrable herencia- en un lugar seguro.

El cuento número trece pic_27.jpg

Me marché de la casa con algo arañándome la cabeza. ¿Era algo que Aurelius había dicho? Sí. Un eco o una conexión había requerido de manera imprecisa mi atención, pero el resto del relato se lo había llevado por delante. No importaba. Ya volvería.

En el bosque hay un claro. A sus pies, el suelo desciende en picado y se llena de maleza antes de volver a nivelarse y cubrirse de árboles. Eso lo convierte en un inesperado mirador desde donde se puede contemplar la casa. Y en aquel claro me detuve cuando regresaba de casa de Aurelius.

La escena era desoladora. La casa, o lo que quedaba de ella, ofrecía un aspecto fantasmagórico. Una mancha gris contra un cielo gris. Las plantas superiores del ala izquierda ya habían desaparecido. La planta baja sobrevivía, con el marco de la puerta delimitado por su dintel de oscura piedra y la escalinata, pero la puerta propiamente dicha ya no estaba. No era un buen día para estar expuesta a los elementos y la imagen de la casa semidesmantelada me produjo un estremecimiento. Hasta los gatos de piedra la habían abandonado. Al igual que los ciervos, se habían marchado para resguardarse de la lluvia. El ala derecha del edificio seguía en su mayor parte intacta, pero a juzgar por la posición de la grúa, iba a ser la próxima en desaparecer. ¿Realmente se necesitaba toda esa maquinaria?, me sorprendí pensando. Pues tuve la impresión de que las paredes se estaban disolviendo con la lluvia; esas piedras todavía erguidas, pálidas y frágiles como el papel de arroz, parecían dispuestas a desvanecerse ante mis propios ojos si me quedaba el tiempo suficiente.

Llevaba la cámara fotográfica colgada del cuello. La desenterré del abrigo y me la acerqué a los ojos. ¿Era posible captar el aspecto evanescente de la casa a través de toda esa humedad? Lo dudaba, pero estaba dispuesta a intentarlo.

Estaba ajustando el objetivo cuando percibí movimiento en el borde del encuadre. No era mi fantasma. Los niños habían vuelto. Habían vislumbrado algo en la hierba y se estaban agachando con entusiasmo. ¿Qué era? ¿Un erizo? ¿Una culebra? Intrigada, moví el objetivo para ver mejor.

Uno de los niños metió la mano en la larga hierba y sacó algo. Era el casco amarillo de un obrero. Con una sonrisa radiante, se echó el sueste hacia atrás -ahora podía ver que se trataba del muchacho- y se llevó el casco a la cabeza. Se puso rígido como un soldado, el pecho echado hacia fuera, la cabeza erguida, los brazos a los lados y el rostro tenso, concentrado en evitar que el casco, demasiado grande, se le resbalara. En cuanto dio con la postura se produjo un pequeño milagro. Un rayo de sol se filtró por un claro abierto en una nube y se posó sobre el niño, iluminándolo en su momento de gloria. Apreté el disparador e hice la foto. El niño del casco, un letrero amarillo de «No pasar» sobre el hombro izquierdo y a la derecha, en segundo plano, una lúgubre mancha gris, la casa.