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La segunda vez que tejí dos talones estaba empezando a envejecer. Kitty y yo estábamos sentadas aquí, junto al fuego. Hacía un año que su marido había fallecido, y casi un año que ella se había venido a vivir conmigo. Se estaba recuperando bien, pensé. Últimamente sonreía más. Se interesaba por las cosas. Podía escuchar el nombre de su marido sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Yo estaba tejiendo -un estupendo par de escarpines de dormir para Kitty, de lana de cordero suavísima, de color rosa, a juego con el camisón- y ella tenía un libro en la falda. Era imposible que lo estuviera leyendo, porque dijo:

– Joan, has tejido dos talones.

Sostuve el punto en alto. Tenía razón.

– Caramba -exclamé.

Kitty dijo que si hubiera sido su labor de punto no le habría sorprendido. Ella siempre estaba haciendo talones de más o no hacía ninguno. En más de una ocasión había tejido para su marido un calcetín sin talón, solo con caña y puntera. Nos reímos. Pero estaba sorprendida, dijo. Esos despistes no eran propios de mí.

Bueno, le dije, ya había cometido antes ese error. Una vez. Y le recordé lo que acabo de contarte, la historia de mi prometido. Mientras recordaba en voz alta deshice cuidadosamente el segundo talón y me dispuse a tejer la puntera. Para eso hace falta concentración y la luz empezaba a disminuir. El caso es que terminé la historia y mi hermana no dijo nada; supuse que estaba pensando en su marido. Era lógico, yo hablando de la pérdida que había sufrido tantos años atrás y ella con la suya tan reciente.

No quedaba apenas luz para terminar la puntera como es debido, de modo que dejé la labor a un lado y levanté la vista.

– ¿Kitty? -dije-. ¿Kitty? No obtuve respuesta. Por un momento pensé que dormía, pero no estaba durmiendo.

Parecía tan serena. Tenía una sonrisa dibujada en el rostro. Como si se alegrara de reunirse con él, con su marido. En el rato que yo había estado escudriñando el calcetín en la penumbra, relatando mi antigua historia, ella se había ido con él.

Así pues, esa noche de cielo negro como boca de lobo me inquietó descubrir que había tejido dos talones. No me quedaba nadie a quien perder. Solo quedaba yo.

Miré el calcetín; lana gris. Una cosa sencilla. Para mí.

Probablemente no importaba, me dije. ¿Quién iba a echarme de menos? Nadie sufriría con mi partida, lo cual era una bendición. Y después de todo, yo por lo menos había tenido una vida, no como mi prometido. Recordaba el semblante de Kitty, con esa expresión feliz y serena. «No puede ser tan malo», pensé.

Me puse a deshacer el segundo talón. Para qué, te estarás preguntando. La verdad es que no quería que me encontraran con él. «Vieja torpe -me los imaginé diciendo-. La encontraron con el punto en la falda y adivina qué: había tejido dos talones.» No quería que dijeran eso, así que lo deshice. Y mientras lo hacía me fui preparando mentalmente para partir.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero en un momento dado un ruido logró abrirse paso hasta mis oídos. Procedía de fuera. Era un llanto, como el de un animal extraviado. Estaba absorta en mis pensamientos, sin esperar que nada se interpusiera entre mi final y yo, de modo que al principio no le hice caso. Pero volví a oírlo. Parecía que me estuviera llamando. Pues ¿quién más iba a oírlo en aquel lugar tan apartado? Pensé que a lo mejor era un gato que había perdido a su madre. Y aunque me estaba preparando para reunirme con mi Creador, la imagen del gatito con el pelaje empapado no me dejaba concentrarme. Entonces me dije que el hecho de que me estuviera muriendo no era razón para negar a una criatura de Dios un poco de alimento y calor. Y si te soy sincera, no me importaba la idea de tener una criatura viva a mi lado precisamente en aquel momento, así que fui hasta la puerta.

¿Y qué encontré?

Debajo del porche, protegido de la lluvia, había ¡un bebé! Envuelto en una tela de lona, maullando como un gatito. Pobre chiquitín. Estabas aterido, mojado y hambriento. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Me agaché y te recogí; en cuanto me viste dejaste de llorar.

No me entretuve fuera. Querías comida y ropa seca, de modo que no, no me detuve mucho tiempo en el porche. Solo una mirada rápida. Nada en absoluto. Nadie en absoluto. Únicamente el viento agitando los árboles en la linde del bosque y -qué extraño- humo elevándose en el cielo, a la altura de Angelfield.

Te estreché contra mí, entré en casa y cerré la puerta.

En dos ocasiones había tejido dos talones en un calcetín, y en ambas había tenido la muerte cerca. Esa tercera vez era la vida la que había llamado a mi puerta. Eso me enseñó a no darle demasiada importancia a las coincidencias. Además, después ya no tuve tiempo para pensar en la muerte.

Tenía que pensar en ti.

Y vivimos felices y comimos perdices.

El cuento número trece pic_26.jpg

Aurelius tragó saliva. Tenía la voz ronca y entrecortada. Las palabras habían salido de él como por ensalmo; palabras que había escuchado miles de veces de niño, repetidas en su interior durante décadas de adulto.

Finalizada su historia nos quedamos callados, contemplando el altar. Fuera la lluvia seguía cayendo pausadamente. Aurelius estaba quieto como una estatua, si bien yo sospechaba que sus pensamientos eran todo menos sosegados.

Eran muchas las cosas que podría haberle dicho, pero no dije nada. Aguardé a que regresara al presente a su ritmo. Cuando lo hizo, me habló:

– El problema es que esa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta… Antes de que oyera el ruido en la noche… Antes de que…

Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:

– Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia… significa que antes de eso… para que eso pueda ocurrir… por fuerza…

Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.

– Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que…

Ahí estaba. El verbo.

La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.

Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius.

«No me abandones.»

Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida.

– Es absurdo que aguardemos a que deje de llover -susurré-. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos.

– Sí -dijo él con un filo rasposo en la garganta-. Vamos.