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La herencia

– Son dos kilómetros en línea recta -dijo señalando el bosque-, y un poco más por carretera.

Atravesamos el parque de ciervos y casi habíamos alcanzado el límite del bosque cuando oímos una voz. Era la voz de una mujer que, atravesando la lluvia, subía por el camino de grava hasta sus hijos y alcanzaba el parque.

– Te lo dije, Tom. Está muy mojado. No pueden trabajar cuando llueve tanto.

Decepcionados, los niños se habían detenido al ver las grúas y la maquinaria paradas. Con las gorras sobre sus rubias cabezas me era imposible distinguirlos. La mujer los alcanzó y la familia formó un círculo de impermeables para entablar un breve debate.

Aurelius observaba embelesado la escena familiar.

– Los he visto antes -dije-. ¿Sabes quiénes son?

– Una familia. Viven en The Street, en la casa del columpio. Karen cuida de los venados.

– ¿Todavía se caza en esta zona?

– No, Karen solamente los cuida. Son una familia muy amable.

Los siguió envidioso con la mirada, después salió de su ensimismamiento negando con la cabeza.

– La señora Love fue muy buena conmigo -dijo- y yo la quería mucho. Todo eso otro… -Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se volvió hacia el bosque-. En fin, vamos a mi casa.

Al parecer la familia de impermeables, que se dirigía de nuevo hacia las verjas de la casa del guarda, había tomado la misma decisión.

Aurelius y yo atravesamos el bosque en silenciosa camaradería.

No había hojas que obstruyeran la luz, y las ramas, renegridas por la lluvia, atravesaban el cielo acuoso con su oscuridad. Alargando un brazo para apartar las ramas bajas, Aurelius hacía saltar gotas que se sumaban a las que venían del cielo. Llegamos hasta un árbol caído y, asomándonos a su interior, contemplamos el oscuro charco de lluvia que había reblandecido la corteza putrefacta hasta hacer de ella casi una pasta.

– Mi hogar -anunció Aurelius.

Era una pequeña casa de piedra. Aunque no había sido construida para resultar atractiva sino para resistir, sus líneas sencillas y sólidas eran agradables. La rodeamos. ¿Tenía cien o doscientos años? Era difícil determinarlo. No era la clase de casa a la que cien años pudieran cambiar demasiado. En la parte trasera había un anexo nuevo y espacioso, casi tan grande como la casa, ocupado enteramente por una cocina.

– Mi santuario -dijo al tiempo que me invitaba a pasar.

Un enorme horno de acero inoxidable, paredes blancas y dos neveras inmensas: una cocina de verdad para un cocinero de verdad.

Aurelius me acercó una silla y me senté junto a una mesa pequeña situada cerca de una librería. Los estantes estaban abarrotados de libros de cocina en francés, inglés e italiano. Sobre la mesa descansaba un libro diferente de los demás. Era un cuaderno grueso con las esquinas gastadas por el paso del tiempo, cubierto de un papel marrón casi transparente después de décadas de haber sido manipulado por dedos pringados de mantequilla. Alguien había escrito REZETAS en la tapa, con mayúsculas anticuadas, aprendidas en la escuela. Años después la misma persona había tachado la «Z» y escrito encima una «C» utilizando otra pluma.

– ¿Puedo? -pregunté.

– Claro.

Abrí el cuaderno y empecé a hojearlo. Bizcocho Victoria, pan de dátiles y nueces, bollitos de mantequilla, pastel de jengibre, damas de honor, tarta de almendras, pastel de frutas… La ortografía y la letra mejoraban a medida que pasaba las páginas.

Aurelius giró una esfera del horno y, moviéndose con suma soltura, reunió sus ingredientes. En poco tiempo todo estuvo a su alcance, y alargaba el brazo para coger un tamiz o un cuchillo sin levantar siquiera la vista. Se movía en su cocina del mismo modo que un conductor cambia de marcha en su coche: el brazo se extendía suave, independiente, sabiendo exactamente qué hacer, mientras los ojos no se apartaban ni un segundo de lo que tenían justo delante: el cuenco donde estaba mezclando los ingredientes. Aurelius tamizaba harina, cortaba mantequilla en cuadraditos y rallaba cáscara de naranja con la misma naturalidad con que respiraba.

– ¿Ves ese armario a tu izquierda? -dijo-. ¿Te importaría abrirlo?

Pensando que quería un utensilio, abrí la puerta.

– Dentro encontrarás una bolsa colgada de un gancho.

Era una especie de cartera, vieja y de una forma curiosa. Los lados no estaban cosidos, sino simplemente remetidos. Se cerraba con una hebilla y tenía una correa de cuero larga y ancha, sujeta a cada lado con un cierre oxidado, que presumiblemente te permitía llevarla cruzada. El cuero estaba seco y agrietado, y la lona, tal vez caqui en otros tiempos, solo mostraba el color de los años.

– ¿Qué es? -pregunté.

Aurelius levantó la vista del cuenco un segundo.

– La bolsa en la que me encontró.

Y siguió mezclando sus ingredientes.

¿La bolsa en la que lo encontró? Mis ojos viajaron lentamente de la cartera a Aurelius. Incluso encorvado sobre su masa medía más de metro ochenta. Recordé que la primera vez que lo vi me había parecido un gigante de cuento. Aquella correa ni siquiera alcanzaría para que pudiera cruzarse la cartera, pero hacía sesenta años había sido lo bastante pequeño para caber allí dentro. Mareada ante la idea de lo que el tiempo era capaz de hacer, volví a sentarme. ¿Quién había metido a un bebé en esa cartera hacía sesenta años? ¿Quién lo había envuelto en la lona, había cerrado la hebilla contra la lluvia y se había colgado la correa del hombro para llevarlo en medio de la noche a casa de la señora Love? Deslicé los dedos por los lugares que había tocado esa persona. La lona, la hebilla, la correa. Buscando un rastro, una pista, en braille, en tinta invisible o en código, que mis dedos pudieran descifrar si hubiera sabido cómo hacerlo. Pero no sabían.

– Es exasperante, ¿verdad?

Le oí deslizar algo en el horno y cerrar la puerta. Luego noté que lo tenía detrás, mirando por encima de mi hombro.

– Ábrela tú. Tengo las manos llenas de harina.

Desabroché la hebilla y desplegué la lona. La tela se abrió en un círculo en cuyo centro descansaba una maraña de papeles y harapos.

– Mi herencia -anunció.

Parecía un montón de basura esperando a ser arrojada a un cubo, pero él la miraba con la misma intensidad que un niño contempla un tesoro.

– Estas cosas constituyen mi historia -dijo-. Estas cosas me dicen quién soy. Sólo hay que… entenderlas. -Su desconcierto era profundo pero resignado-. Llevo toda mi vida intentando relacionarlas. Siempre me digo que si pudiera encontrar el hilo… Todo cobraría sentido. Mira esto, por ejemplo…

Era un trozo de tela. Hilo, en su momento blanco, entonces amarillo. Lo aparté del resto de las cosas y lo alisé. Llevaba bordado un dibujo de estrellas y flores también blanco, tenía cuatro botones de delicado nácar; era el vestido o el pelele de un recién nacido. Los vastos dedos de Aurelius flotaron sobre la diminuta prenda, deseando tocarla, temiendo mancharla de harina. En sus estrechas manguitas habría cabido poco más de un dedo.

– Es la ropa que llevaba puesta -explicó Aurelius.

– Es muy vieja.

– Tan vieja como yo, supongo.

– Más.

– ¿Tú crees?

– Mira estos pespuntes de aquí… y estos. Ha sido zurcida en más de una ocasión. Y este botón no coincide con el resto. Otros bebés llevaron esta prenda antes que tú.

Los ojos de Aurelius viajaron hasta mí y regresaron al retal de hilo, ávidos de información.

– También está esto. -Señaló una hoja impresa. Había sido arrancada de un libro y estaba muy arrugada. Tomándola en mis manos, empecé a leer:

– «… desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma…»

Aurelius tomó el hilo de la frase y continuó, recurriendo no a la hoja, sino a su memoria: