Sarpedón
Yo estaba ahí, en medio del tumulto, y Glauco estaba a mi lado. «Maldita sea, Glauco, ¿somos o no somos los mejores de entre los licios, esos a los que todos honran y a los que miran con adoración?… Pues entonces acabemos ya con esto de una vez, subamos a ese maldito muro, porque de alguna manera hay que morir: sí así tiene que ser, que sea aquí, al menos le daremos a alguien su gloria, o alguno nos la dará a nosotros.» Con Glauco, y con todos los licios, ataqué.
Ayante
Los vieron llegar, desde una de las torres, y empezaron a pedir ayuda, pero nadie los oía, tal era el estruendo que había… Al final enviaron a un mensajero, llegó hasta mí y me dijo: «Ayante, los licios han atacado el muro en tropel, por la torre que Teucro defiende. Corre, necesitan ayuda.» Eché a correr y al llegar allí vi que estaban en aprietos. Había una piedra enorme, apoyada sobre el parapeto del muro, la cogí y la levanté en vilo; no sé con qué fuerzas lo hice, de verdad, era enorme; pero la levanté y la arrojé sobre las cabezas de los licios. Y mientras tanto, Teucro, con su arco, alcanzó a Glauco en el brazo: justo cuando estaba a punto de superar el muro, lo alcanzó en el brazo, y Glauco se dejó caer muro abajo.
Sarpedón
Lo habían alcanzado, y él retrocedió para esconderse, no quería que ningún aqueo viera que estaba herido, ¿comprendéis?, no le quería dar a nadie esa gloria. Yo ya no pude ver nada más a causa de la rabia. Estaba justo encima del muro, entre mis manos aferré el parapeto, con toda la fuerza que tenía, y lo arranqué, lo juro. Se desgajó un buen pedazo: al diablo con el parapeto, ahora sí que íbamos a pasar.
Ayante
Y entonces nos dimos de bruces con él, con Sarpedón. Se había colocado el escudo a la espalda, para escalar el muro, y ahora venía a nuestro encuentro así, sin defensa. Teucro le lanzó una flecha directamente al pecho, pero aquel hombre tenía una gran suerte: la flecha acabó justo sobre la correa de cuero del escudo, que le cruzaba el pecho, y fue a clavarse exactamente ahí.
Sarpedón
Yo me puse a gritar a los demás: «¡Maldita sea!, ¿es que he de tomar yo solo este muro? ¿Dónde está vuestro coraje y vuestro valor?» Y entonces se lanzaron todos hacia la brecha, donde se entabló una lucha tremenda. Los escudos ligeros cedían bajo las puntas de bronce, la torre se cubrió de sangre troyana y aquea; atacábamos, pero no lo conseguíamos, era como una balanza que oscilaba, siempre en equilibrio, no se decidía a inclinar el plato del lado de los aqueos, parecía que aquello no iba a terminar nunca, cuando de repente oímos la voz de Héctor gritando: «Adelante, adelante, a! muro, a las naves», y fue como si aquella voz nos empujara hacia lo alto, del otro lado del muro…
Ayante
Héctor estaba justo delante de una de las puertas del muro. Se acercó a un peñasco enorme, estaba apoyado en el suelo y terminaba con una aguda punta, cortante. Lo levantó, y juro que era algo enorme, dos hombres a duras penas podrían haberlo levantado, pero él lo levantó en vilo, por encima de su cabeza. Lo vimos dar algunos pasos hacia la puerta del muro y luego, con todas sus fuerzas, lanzar aquel peñasco contra los batientes. Fue un golpe tal que los goznes saltaron por los aires, la madera de la puerta se partió, los cerrojos cedieron de golpe: rápido como la noche avanzó Héctor en el abismo que se abría, espléndido en el bronce que lo vestía, con dos lanzas en la mano, los ojos ardientes como el fuego. Os digo que sólo un dios podría haberlo detenido en aquel momento. Se dio la vuelta hacia sus guerreros y les gritó que avanzaran, que pasaran el muro. Los vimos llegar, pasaban por la puerta destruida, o superaban el muro por todas partes. Todo estaba perdido. Tan sólo podíamos huir, y huimos hacia nuestras naves, hacia lo único que nos quedaba.
Ayante
Desde su tienda, Néstor, el anciano, nos vio: huyendo, dejando a nuestras espaldas el muro destruido, y a los troyanos pisándonos los talones, empujándonos hacia las naves como una llamarada, como una tempestad. Salió corriendo a buscar a los otros reyes que yacían heridos en sus tiendas: Diomedes, Ulises, Agamenón. Todos juntos se pusieron a observar el campo de batalla, apoyados en las lanzas, con el corazón encogido por la angustia. Agamenón fue el primero en hablar: «Héctor lo había prometido. Ya dijo que no se detendría hasta haber prendido fuego a las naves. Y ahora ahí lo tenéis, a punto de llegar. ¡Ay de mí, siento que todos los aqueos abrigan ira contra mí, como si fueran tantos otros Aquiles, y antes o después se negarán a seguir luchando.» Néstor miraba fijamente hacia aquella rendición desesperada. «Por desgracia ha caído el muro que confiábamos que sirviera como defensa infranqueable para nosotros y nuestras naves», dijo. «Esto es un hecho, y ni siquiera un dios podría ya cambiarlo. Ahora hemos de pensar qué tenemos que hacer. Los nuestros están en fuga, y en el caos más espantoso intentan huir de esa masacre. Hay que hacer algo. Pero no creo que tengamos que combatir: vosotros estáis heridos y yo soy viejo: no es esto lo que podemos hacer.» Entonces Agamenón dijo: «Si no podemos luchar, huyamos.» Lo dijo precisamente él, el rey de reyes. «Éstas son mis órdenes. Esperemos a que llegue la noche y luego, con la oscuridad a nuestro favor, echemos las naves al mar y marchémonos de aquí. No es vergonzoso escapar a una catástrofe. Y si la única manera de salvarse es huyendo, entonces huir es lo que tenemos que hacer.» Ulises lo miró con ojos feroces. «¿Qué palabra es la que se te ha escapado de entre los dientes, desgraciado? Ve a dar órdenes de esta clase a cualquier otro, pero no nos las des a nosotros, que somos hombres de honor, y que tenemos por destino devanar un ovillo de duras batallas, desde la juventud a la vejez, hasta la muerte. ¿Quieres abandonar Troya, después de que por ella hemos sufrido tantas desgracias? Cállate, que los aqueos no te oigan. Son palabras que nunca deberían salir de los labios de un hombre que empuña el cetro del mando.» Agamenón bajó la mirada. «Tú hieres mi corazón, Ulises, con tus palabras. Y es verdad, yo no quiero ordenaros huir, si vosotros no queréis hacerlo. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Hay alguien, joven o viejo, que tenga una idea? Yo lo escucharé con atención.» Entonces se levantó de un brinco Diomedes, que era el más joven de todos nosotros. «Escúchame, Agamenón. Sé que soy más joven que tú, pero olvídate de envidias o rencores, y escúchame. Aunque estemos heridos, regresemos a la batalla. Mantengámonos alejados del corazón de la lucha, pero dejemos que nos vean por allí en medio, es necesario que nos vean: nos verán y volverán a encontrar el coraje y las ganas de combatir.» Era el más joven, pero al final lo escucharon con atención. Porque no podían hacer otra cosa. Y porque su destino, el nuestro, era devanar un ovillo de duras batallas, desde la juventud a la vejez, hasta la muerte.
Sarpedón
Cargamos en tropel, todos detrás de Héctor. Como un peñasco que cae desde lo alto de un monte, que rueda y rebota, haciendo resonar la selva a su paso, y no se detiene hasta que llega a la llanura, así quería aquel hombre llegar hasta el mar, a las naves, a las tiendas de los aqueos, sembrando la muerte. A su alrededor, se intensificaba la batalla que aniquila a los hombres, erizada de lanzas cortantes. Avanzábamos por todas partes, cegados por los destellos de un resplandor hecho de yelmos relucientes, luminosas corazas y escudos brillantes. Cómo poder olvidar aquel resplandor…, pero yo os lo digo: no hay ni un solo corazón tan valiente como para poder mirar aquella belleza sin quedar aterrado.