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Alessandro Baricco

Homero, Ilíada

Homero, Ilíada pic_1.jpg

Unas pocas líneas para explicar el origen de este texto. Hace un tiempo pensé que sería hermoso leer en público, durante horas, toda la Ilíada. Cuando encontré a quienes estaban dispuestos a producir dicha empresa (Romaeuropa festival, al que se añadieron posteriormente TorinoSettembreMusica y Música per Roma), enseguida comprendí claramente que, en realidad, tal y como estaba, el texto era ilegible: se requerirían unas cuarenta horas y un público en verdad muy paciente. Así que pensé en intervenir en el texto para adaptarlo a una lectura pública. Había que elegir una traducción -entre las muchas, autorizadas, que hay disponibles en italiano- y elegí la de Maria Grazia Ciani (Edizioni Marsilio, Venecia, 1990, 2000) [1] porque estaba en prosa y porque, estilísticamente, se encontraba cerca de mi manera de pensar. Y luego efectué una serie de intervenciones.

En primer lugar, practiqué una serie de cortes para re-conducir la lectura a una duración compatible con la paciencia del público moderno. No corté, casi nunca, escenas completas, sino que me limité, en lo posible, a eliminar las repeticiones, que en la ¡liada son numerosas, y a aligerar un poco el texto. Intenté no resumir nunca, sino más bien crear secuencias más concisas utilizando secciones origínales del poema. Por ello, aunque los ladrillos son los homéricos, la pared resultante es más esencial.

He dicho que no corté casi nunca escenas completas. Ésta es la regla, pero tengo que mencionar la excepción mas evidente: corté todas las apariciones de los dioses. Como se sabe, los dioses intervienen bastante a menudo en la Ilíada para encarrilar los acontecimientos y sancionar el resultado de la guerra. Son tal vez las partes más ajenas a la sensibilidad moderna y a menudo rompen la narración, desaprovechando una velocidad que, en caso contrario, sería excepcional. De todas maneras no las habría quitado si hubiera estado convencido de que eran necesarias. Pero -desde un punto de vista narrativo, y sólo desde ese punto de vista- no lo son. La Ilíada tiene una fuerte osamenta laica que sale a la superficie en cuanto se pone a los dioses entre paréntesis. Detrás del gesto del dios, el texto homérico menciona casi siempre un gesto humano que reduplica el gesto divino y lo reconduce, por decirlo así, hasta el suelo. Aun cuando los gestos divinos remitan a lo inconmensurable que se asoma a menudo en la vida, la Ilíada muestra una sorprendente obstinación en buscar, sea como sea, una lógica de los acontecimientos que tenga al hombre como último artífice. SÍ se elimina consecuentemente a esos dioses del texto, lo que queda no es tanto un mundo huérfano e inexplicable cuanto una historia humanísima en la que los hombres viven su propio destino como podrían leer un lenguaje cifrado cuyo código conocen, casi en su integridad. En definitiva, suprimir los dioses de la Ilíada posiblemente no es un buen sistema para comprender la civilización homérica, pero me parece un sistema óptimo para recuperar esa historia, trayéndola hasta la órbita de las narraciones que nos son contemporáneas. Como decía Lukács, la novela es la epopeya de un mundo abandonado por los dioses.

La segunda intervención que realicé fue respecto al estilo. De entrada, la propia traducción de María Grazia Ciani utiliza un italiano vivo, más que una jerga de filólogos. Intenté seguir en esa dirección. Desde un punto de vista léxico intenté eliminar todas las asperezas arcaicas que nos alejan del corazón de las cosas. Y luego busqué un ritmo, la coherencia de un paso, la respiración de una velocidad particular y de una lentitud especial. Lo hice porque creo que acoger un texto que viene desde tan lejos significa, sobre todo, cantarlo con la música que es nuestra.

La tercera intervención es más evidente, aunque al final no sea tan importante como parece. He pasado la narración a primera persona. Elegí una serie de personajes de la Ilíada y les hice relatar la historia, sustituyendo con ellos al narrador externo, homérico. En gran parte es un asunto meramente técnico: en lugar de decir «el padre cogió a la hija entre sus brazos», en mí texto es la hija la que dice «mi padre me cogió entre sus brazos». Es evidentemente una precaución dictada por el objetivo final del trabajo: en un espectáculo de lectura pública, proporcionarle al lector un mínimo de personajes en el que apoyarse lo ayuda a no diluirse en la impersonalidad más aburrida. Y para el público de hoy recibir ¡a historia de quien la ha vivido hace más fácil el ensimismamiento.

Cuarta intervención: naturalmente, no resistí la tentación e hice algunas, pocas, adiciones al texto. Aquí, en letra impresa, las encontraréis en cursiva, de manera que no existan equívocos: son como restauraciones declaradas, en acero y cristal, sobre una fachada gótica. Cuantitativamente, son intervenciones que cubren un porcentaje mínimo del texto. Por regía general, llevan hasta la superficie matices que la Ilíada no podía nombrar en voz alta, sino que escondía entre líneas. A veces traen teselas de esa historia transmitidas por otras narraciones posteriores (Apolodoro, Eurípides, Filóstrato). El caso más evidente, pero en cierto modo anómalo, es el último monólogo, el de Demódoco. Como es sabido, la Ilíada acaba con la muerte de Héctor y con la restitución de su cuerpo a Príamo: no hay rastro del caballo ni de la caída de Troya. Pensando en una lectura pública, sin embargo, me parecía pérfido no explicar cómo había terminado, finalmente, esa guerra. Así que tomé una situación que procede de la Odisea (libro VIII; en la corte de los feacios, un viejo aedo, Demódoco, canta la caída de Troya frente a Ulises), y aboqué en su interior, por decirlo así, la traducción de algunos fragmentos de La toma de Ilío de Trifíodoro: un libro, no exento de cierta elegancia poshomérica, que se remonta al siglo IV después de Cristo.

El texto así obtenido fue leído de manera efectiva en público en Roma y Turín, en otoño de 2004, y posiblemente volverá a ser leído en un futuro, cada vez que algún productor osado encuentre el dinero para hacerlo. Me gustaría añadir, para que quede constancia, que a las dos lecturas asistieron (pagando) más de diez mil personas, y que la radio italiana transmitió en directo el espectáculo de Roma, lo que supuso una gran satisfacción para múltiples automovilistas y sedentarios de todo tipo. Se verificaron numerosos casos de personas que permanecieron en el coche durante horas, quietas en su aparcamiento, porque eran incapaces de apagar la radio. Bueno, a lo mejor sólo fue porque estaban hartos de su familia, pero en fin, lo que quería decir es que la cosa funcionó muy bien.

Ahora el texto de esta extraña Ilíada está a punto de ser traducido a numerosas lenguas, en diversas partes de este mundo. Me doy cuenta de que esto es añadir paradoja sobre paradoja. Un texto griego traducido al italiano que es adaptado en otro texto italiano y, al final, traducido, pongamos, al chino. Borges se habría frotado las manos. La posibilidad de perder aunque sólo sea la fuerza del original homérico es indudablemente elevada. No sé imaginarme qué va a pasar. Pero me apetece saludar con afecto a los editores y los traductores que han decidido embarcarse en una empresa como ésta: siento que son mis compañeros de viaje en una de las aventuras más peregrinas que uno podría

A la gratitud que les debo, deseo añadir el homenaje a tres personas que me han ayudado muchísimo durante la gestación de este texto. Probablemente, todavía estaría pensando si hacer la litada o Moby Dick si Monique Veaute no hubiera decidido, con ese optimismo que la hace inigualable, que primero haría la Ilíada y luego Moby Dick. Todo lo que sé ahora sobre la Ilíada , y que antes no sabía, se lo debo enteramente a María Grazia Ciani: ha seguido esta extraña empresa con una benevolencia que no me habría esperado. Si, finalmente, esta empresa ha acabado siendo un libro se lo debo de nuevo, otra vez, al esmero de Paola Lagossi, mi maestra y amiga.

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[1] Para nuestra traducción hemos utilizado puntualmente la siguiente versión: Hornero, Ilíada, Madrid, Gredos, 1991 (B. C. G., n.º 150, traducción, prólogo y notas de Emilio Crespo Güemes). (N. del T.)