Los aqueos avanzaban resueltamente y nosotros huíamos, derrotados por el miedo. Habíamos llegado ya al pie de las murallas de Troya cuando Heleno, uno de los hijos de Príamo, llegó hasta Héctor y yo, díciéndonos: «Hay que detener a los hombres antes de que huyan a la ciudad y vayan a refugiarse en los brazos de sus esposas, para escarnio de nuestros enemigos. Eneas, quedémonos combatiendo e incitando a nuestras huestes; y tú, Héctor, sube mientras tanto a la ciudad y dile a todos que rueguen a los dioses para que al menos alejen de nosotros a Diomedes, que combate como un loco y al que ninguno de nosotros ha logrado detener. Ni siquiera de Aquiles tuvimos tanto miedo. Confía en mí, Héctor. Ve hasta nuestra madre y dile que si tiene piedad de Troya, de nuestras esposas y nuestros hijos, coja el manto más bello y más grande que hay en el palacio real y vaya a depositarlo sobre las rodillas de Atenea, la de lucientes ojos, en el templo que se encuentra sobre la ciudadela. Nosotros permaneceremos aquí, animando a los hombres y combatiendo.» Héctor lo escuchó con atención. Saltó del carro y echó a correr hacía las puertas Esceas. Lo vi desaparecer entre los hombres: corría, con el escudo echado a los hombros, y la orla de su escudo, de cuero negro, iba chocando contra su cuello y sus talones. Me di la vuelta. Los aqueos estaban frente a nosotros. Todos nos dimos la vuelta. Como si un dios hubiera descendido para luchar a nuestro lado, nos arrojamos contra ellos.
LA NODRIZA
Pues claro que me acuerdo de aquel día. De aquel día lo recuerdo todo. Y quiero recordar tan sólo eso. Llegó Héctor, entró por las puertas Esceas, se detuvo bajo la gran encina. Todas las esposas y las hijas de los guerreros troyanos corrieron hacia él: querían tener noticias de sus hijos, sus hermanos, sus maridos. Pero él tan sólo dijo: «Rogad a los dioses, porque una gran desgracia se cierne sobre nosotros.» Luego corrió hacia el palacio de Príamo. El inmenso palacio real, de pórticos resplandecientes. Qué riqueza… De un lado, cincuenta habitaciones de piedra clara, construidas una junto a otra: dormían en ellas los hijos varones de Príamo, con sus esposas. Y del otro, doce habitaciones de piedra clara, construidas una junto a otra: dormían en ellas las hijas de Príamo, con sus esposos. Héctor entró y Hécuba, su dulcísima madre, salió a su encuentro. Lo cogió de la mano y le dijo: «Hijo, ¿por qué estás aquí?, ¿por qué has abandonado la batalla? Los odiosos aqueos os están aplastando ahí, junto a las murallas. ¿Has venido para elevar tus brazos hacia Zeus, desde lo alto de la ciudadela? Deja que te traiga vino, para que lo bebas y se lo ofrezcas a los dioses. El vino da fuerzas al hombre cansado y tú, que combates para defendernos a codos nosotros, estás agotado.»
Pero Héctor dijo que no, le respondió que no quería vino, que no quería perder su fuerza y olvidar la batalla. Le dijo que tampoco podía ofrecérselo a los dioses, porque sus manos estaban manchadas de polvo y de sangre. «Ve tú al templo de Atenea», le dijo. «Reúne a las mujeres más ancianas y sube allí arriba. Coge el manto más hermoso, el más grande que tengas en palacio, el que te sea más preciado, y ve a depositarlo sobre las rodillas de Atenea, la diosa depredadora. Pídele que tenga piedad de las esposas troyanas y de sus jóvenes hijos, y suplícale que aleje de nosotros a Diomedes, el hijo de Tideo, porque combate con excesiva ferocidad y por todas parte va sembrando el terror.» Entonces la madre reunió a sus siervas y las envió a buscar por la ciudad a todas las nobles ancianas. Luego entró en el tálamo perfumado donde conservaba los mantos recamados de las mujeres de Sidón, tos mantos que el divino Paris había traído de su viaje, cuando había regresado con Helena, atravesando el ancho mar. Y, entre todos los mantos, Hécuba escogió el más bello y grande, completamente recamado, que brillaba como una estrella. Y quiero deciros una cosa: era el último, el que se hallaba debajo de todos los demás. Lo cogió y se encaminó con las otras mujeres al templo de Atenea.
Yo no estaba, ésa es la verdad. Pero estas cosas las sé porque siempre charlábamos entre nosotras, las siervas, y el resto de las sirvientes de la casa… Y me dijeron que Héctor, cuando dejó a su madre, fue a buscar a Paris, para llevárselo de nuevo al combate. Lo encontró en el tálamo, donde sacaba brillo a sus armas hermosísimas: el escudo, la coraza, el arco curvado. En la habitación también se hallaba Helena. Estaba rodeada de siervas. Trabajaban, todas ellas, con admirable arte. Héctor entró -empuñaba todavía la lanza, cuya punta de bronce brillaba- y en cuanto vio a Paris se puso a gritarle: «Miserable, pero ¿qué estás haciendo aquí, recreándote en tu rencor, mientras los guerreros luchan alrededor de las altas murallas de Troya? Precisamente tú, que eres la causa de esta guerra. Muévete, ven a luchar, o muy pronto habrás de ver tu ciudad ardiendo por el fuego enemigo.»
Paris… «No te equivocas, Héctor, al increparme», dijo. «Pero intenta comprenderme. No estaba aquí alentando mí hostilidad por los troyanos, sino viviendo mi dolor. Hasta Helena, con dulzura, me dice que tengo que regresar al campo de batalla, y tal vez es lo mejor que puedo hacer. Espérame, dame sólo el tiempo de ponerme las armas. O ve tú primero y yo ya te alcanzaré.» Héctor ni siquiera le respondió. En el silencio, todas las siervas oyeron, dulcísima, la voz de Helena. «Héctor», decía, «cómo me habría gustado que el día en que mi madre me dio a luz una tempestad de viento me hubiera llevado muy lejos, a la cima de alguna montaña, o entre las olas del mar, en vez de que todo esto ocurriera. Cómo me habría gustado que por lo menos la suerte me hubiera deparado un hombre capaz de sentir el reproche y el desprecio de los demás. Pero Paris no tiene un espíritu fuerte, y nunca lo tendrá. Ven aquí, Héctor, y siéntate junto a mí. Tu corazón está oprimido por las preocupaciones y es culpa mía, mía y de Paris, y de nuestra locura. Reposa junto a mí. ¿Sabes?, la tristeza es nuestro destino: pero es por esto por lo que nuestras vidas serán cantadas para siempre, por todos los hombres que vendrán.»
Héctor no se movió. «No me pidas que me quede aquí, Helena», dijo. «Aunque lo hagas por mí, no me lo pidas. Lo mejor será que me dejes ir a casa, porque quiero ver a mi esposa y a mi hijo: mi familia. Los troyanos que combaten allí abajo me están esperando, pero antes quiero pasar por donde están ellos, quiero verlos: porque la verdad es que no sé sí regresaré de nuevo aquí, vivo, antes de que los aqueos me maten.» Así habló. Y se alejó. Vino hacia casa, pero no nos encontró. Preguntó a las esclavas dónde estábamos y ellas le dijeron que Andrómaca había subido corriendo a la torre de Ilio: había oído que los troyanos estaban cediendo ante el empuje de los aqueos y había ido corriendo a la torre, y la nodriza había corrido con ella, estrechando entre sus brazos al pequeño Astianacte. Y ahora estaban allí, vagando como locas hacia las murallas. Héctor no dijo ni una palabra. Se dio la vuelta y echó a correr velozmente hacia las puertas Esceas, atravesando de nuevo la ciudad. A punto estaba de salir de nuevo de las murallas y de volver al campo de batalla cuando Andrómaca lo vio y salió a su encuentro para detenerlo, y yo detrás de ella, con el niño en brazos, pequeño, tierno, el amado hijo de Héctor, hermoso como una estrella. Héctor nos vio. Y se detuvo. Y sonrió. Esto yo lo vi con mis propios ojos. Yo estaba allí. Héctor sonrió. Y Andrómaca fue a su lado y le cogió la mano. Lloraba y decía: «¡Desdichado!, tu fuerza será tu perdición. ¿No sientes piedad por tu hijo, que todavía es un niño, ni por mí, desventurada? ¿Quieres regresar ahí afuera, donde los aqueos se te echarán encima, todos juntos, y te matarán?» Lloraba. Y luego añadió: «Héctor, si yo te pierdo, morir será mejor que seguir estando viva, porque para mí no habrá ningún consuelo, tan sólo dolor. Yo no tengo padre, tampoco madre, ya no me queda nadie. A mi padre me lo mató Aquiles, cuando destruyó Tebas, la de altas puertas. Tenía siete hermanos, y a todos los mató Aquiles, el mismo día, mientras pastaban los bueyes, lentos, y las cándidas ovejas. Y a mi madre Aquiles se la llevó, y luego nosotros pagamos un rescate para que nos la devolviera; y ella regresó, pero para morir de dolor, de repente, en nuestra casa. Héctor, para mí tú eres padre, y madre, y hermano, y eres mi joven esposo: ten piedad de mí, quédate aquí, en la torre. No luches en campo abierto, haz que el ejército retroceda hasta cerca del cabrahigo, para defender el único punto débil de las murallas, por donde ya han intentado asaltarnos los aqueos tres veces, empujados por su coraje.»