Diomedes
Se creía que así iba a librarse, ¿entendéis? «¿Pensabas que ibas a librarte así, Dolón? Olvídate de ello. Nos has dicho un montón de cosas útiles, gracias. Pero por desgracia lo que ocurre es que estás en mis manos. Si te dejo escapar, ¿sabes qué sucederá? Que mañana volveré a encontrarte por aquí, espiándonos o, peor aún, te encuentro de nuevo frente a mí en la batalla, completamente armado y con la intención de matarme. Si, por el contrario, te aplasto ahora mismo, mañana no sucederá nada de esto.» Y con la espada voy y le corto la cabeza limpiamente. Todavía hablaba por esa boca, y tendía una mano hacia mí, suplicándome. Y yo, con la espada le corto la cabeza, y ia miro rodar por el polvo. Todavía veo, como si fuera ahora mismo, a Ulises recogiendo aquel cuerpo, levantándolo en vilo y ofreciéndoselo a Atenea: «Es por ti, diosa del pillaje», y luego lo cuelga de un tamarisco, y ata a su alrededor cañas y ramas floridas, para que, al volver después de nuestra empresa, ¡pudiéramos volver a encontrarlo y llevar hasta el campamento nuestro trofeo!
Ulises
Echamos a correr, entre los cadáveres y las armas abandonadas, y con la sangre, por todas partes, negra, hasta que llegamos al campamento de los tracios. Dolón no nos había mentido. Estaban todos durmiendo, extenuados por el cansancio. Habían dejado las armas en el suelo, junto a ellos, bien ordenadas, en tres filas. Cada guerrero tenía a su lado un par de caballos. Justo en medio de ellos dormía el rey Reso. Sus magníficos caballos estaban atados por las riendas en el extremo del carro.
Diomedes
Entonces Ulises me dice: «Diomedes, míralo, es él, es Reso, y ésos son los caballos de los que nos hablaba Dolón. Ya es hora de que utilices las armas que has traído hasta aquí. Ocúpate tú de los hombres, que yo me ocuparé de los caballos.» Eso es lo que me dice. Y yo levanto la espada y empiezo a matar. Dormían todos, ¿sabéis? Parecía un león que se topa con un rebaño sin pastor, y que se lanza en medio, furibundo… Los voy matando uno tras otro, y sangre por todas partes; uno tras otro, y así mato hasta doce. Y cada vez que muere uno, veo a Ulises que lo coge por los pies y que lo quita de en medio; fíjate tú qué cerebro tiene este hombre: sacaba de en medio los cadáveres, los escondía porque estaba ya pensando en los caballos de Reso, acababan de llegar a la batalla, no estaban acostumbrados a los cadáveres y la sangre, de manera que, fíjate tú qué cerebro, él iba limpiando el camino para poder llevárnoslos sin que se pusieran nerviosos al encontrarse con un muerto entre los cascos; o el rojo de la sangre, en los ojos. Este Ulises… Bueno, pues al final me planto delante de Reso. Estaba durmiendo, y soñaba. Tenía una pesadilla, hablaba y se movía; yo creo que estaba soñando conmigo, estoy seguro de ello: estaba soñando con Diomedes, hijo de Tideo, nieto de Éneo, y su sueño lo mató, con la espada lo maté, mientras Ulises suelta los caballos de robustas pezuñas y los azuza fustigándolos con el arco, porque no llevaba fusta, nada; para hacer avanzar los caballos tenía que utilizar el arco, fíjate tú, y con eso los va haciendo avanzar. Luego va y me silba desde lejos, porque quiere que nos marchemos de allí, cuanto antes mejor; me silba pero yo no sé qué hacer, y es que allí en medio está el carro, el fantástico carro de Reso, de oro y de plata, podría cogerlo por el timón, o levantado a pulso, podría hacerlo, pero Ulises me llama; sí me quedo tendré que seguir matando y no está nada claro que vaya a salir vivo de allí; me gustaría matar, seguir matando; veo a Ulises saltando a la grupa del caballo, sujeta las riendas con la mano, me mira, al diablo con el carro, al diablo los tracios, fuera de ahí, antes de que sea demasiado tarde; a la carrera alcanzo a Ulises, salto a la grupa del caballo y nos marchamos de ahí, él y yo, veloces hacia las veloces naves de los dánaos.
Ulises
Cuando llegamos al lugar en el que habíamos matado a aquel espía, aquel hombre llamado Dolón, detuve los caballos. Diomedes desmontó, cogió el cuerpo ensangrentado y me lo pasó. Luego volvió a subirse al caballo y galopamos hasta la fosa, y el muro, y nuestras naves. Cuando llegarnos, todos se arremolinaron a nuestro alrededor, gritaban, nos estrechaban las manos, querían saber. Se notaba que Néstor, el anciano, había tenido miedo de no volver a vernos nunca más. «Ulises, cuéntanos, ¿dónde habéis cogido estos caballos?, ¿habéis ¡do a robárselos a los troyanos o bien os los ha regalado un dios? Parecen rayos del sol, de verdad. Yo, que siempre estoy en medio de todos los troyanos -porque yo no me quedo en las naves esperando, aunque sea un viejo-, pues bien, yo nunca había visto antes caballos como ésos en el campo de batalla.» Y yo se lo expliqué, porque ése es mi destino, y no me callé nada: el espía, Reso, los trece hombres muertos por Diomedes, los magníficos caballos. Al final, volvimos todos al otro lado de la fosa y yo acompañé a Diomedes a su tienda. Atamos los caballos en el pesebre, junto a sus caballos, y les dimos un riquísimo trigo. Luego él y yo nos metimos en el mar, para lavarnos en el agua la sangre y el sudor de las piernas, de los muslos, de la espalda. Y en cuanto las olas del mar nos hubieron lavado, entramos en las bien pulidas bañeras para descansarnos y confortar el corazón. Una vez limpios y ungidos con aceite de oliva, nos sentamos para el banquete, finalmente, y bebimos un vino dulcísimo.
Diomedes
Aquel espía, aquel cuerpo suyo ensangrentado, Ulises lo depositó en la popa de la nave. «Es para ti, Atenea, diosa del pillaje.»
PATROCLO
Mi nombre es Patroclo, hijo de Menecio. Hace años, y por haber matado a un muchacho como yo, tuve que abandonar mi tierra y, con mi padre, llegué a Ftía, donde reinaba el fuerte y sabio Peleo. El rey tenía un hijo: se llamaba Aquiles. Corrían extrañas leyendas sobre él. Que tenía por madre a una diosa. Que había sido criado sin conocer la leche materna, alimentado sólo con asaduras de león y médula de osos. Que llegaría a ser el guerrero sin el cual Troya nunca sería conquistada. Hoy sus huesos están mezclados con los míos, sepultados en la Isla blanca. Su muerte le pertenece. La mía empezó cuando se levantó la Aurora tras la noche en que Ulises y Diomedes habían robado los espléndidos caballos de Reso. En aquellas primeras luces del día, Agamenón desplegó a su ejército para la batalla. Ordenó que los aurigas mantuvieran los carros de este lado de la fosa, bien desplegados, y que los guerreros, a pie, la atravesaran y se colocaran en posición de combate, en el otro lado. Todos obedecieron, excepto nosotros, los mirmidones, porque Aquiles no quería que lucháramos. Yo permanecí delante de nuestra tienda. En la llanura que se extendía ante nosotros, veía a los troyanos, apiñándose en torno a sus comandantes. Me acuerdo de Héctor: aparecía y desaparecía, en medio de sus soldados, igual que una estrella, brillante, entre las nubes de un oscuro cielo nocturno. Todo lo que vi aquel día, desde lejos, y que oí contar, quiero que ahora lo escuchéis vosotros, si es que queréis entender de qué clase de muerte tuve el gusto de morir.
Se acometieron los dos ejércitos, el uno contra el otro. Avanzaban los hombres, sin miedo y sin pensamientos de huida, con la calma inexorable de millares de segadores que ordenadamente siguen el surco de la tierra, y que siegan lo que encuentran a su paso. Durante coda la aurora fueron cayendo los hombres y brillaron las armas, sin que ninguno de los dos ejércitos prevaleciera sobre el otro. Pero cuando la luz del sol se despegó del horizonte, entonces los aqueos, de repente, rompieron las filas de los troyanos. Los empujaba Agamenón, con una fuerza nunca vista, como si aquélla fuera su jornada de gloria. Avanzaba y aniquilaba todo cuanto se ponía delante de él: primero fue Biénor, luego Oileo, y los dos hijos de Príamo, Iso y Ántifo. Cuando se situaron delante de él Pisandro y el intrépido Hipó-loco, de pie sobre su carro, uno junto a otro, él los arrastró hasta el suelo y se lanzó encima, como un león que en la guarida de un ciervo mata a dentelladas a las crías. Ellos le suplicaron que los dejara vivos: decían que su padre, Antíloco, pagaría inmensas riquezas por su rescate. Pero Agamenón dijo: «Si de verdad sois hijos de Antíloco, entonces habéis de pagar la culpa de vuestro padre, quien, en la asamblea de los troyanos, cuando mi hermano vino a reclamar a su esposa, votó por asesinarlo y enviarlo de nuevo, muerto, a casa.» Y le clavó a Pisandro, en el pecho, la lanza. Y a Hipóloco le cortó ambos brazos con la espada, y luego la cabeza, y como a un tronco lo hizo rodar en la polvareda de la batalla.