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A mí me encontraron echado sobre una piel de buey, con las armas todavía puestas, rodeado de mis hombres.

«¡Diomedes, despiértate! Pero ¿cómo puedes dormir estando los troyanos acampados a un paso de nuestras naves?»

«Pero bueno, Néstor, la verdad es que eres terrible, ¿es que tú no descansas nunca? ¿No había nadie más joven al que enviar para que despertara a los aqueos uno a uno? ¿Es que no te cansas nunca?»

Al final llegamos todos al puesto de guardia. Allí nadie dormía, estaban todos velando armas. Atentos siempre a la llanura, esperaban oír la llegada de los troyanos. Néstor los miró lleno de orgullo: «Seguid vigilando así, hijos míos: que nadie se deje vencer por el sueño, y así nuestros enemigos no podrán reírse de nosotros.» Luego superó la fosa y fue a sentarse en el suelo, en un espacio vacío donde no había cuerpos de guerreros caídos. Era más o menos el lugar en el que Héctor se había detenido al ver descender la noche. Todos nosotros lo seguimos hasta allí y allí nos sentamos.

Ulises

«Amigos», dijo Néstor, «¿alguno de vosotros se siente tan osado y tan seguro de sí mismo como para internarse en el campamento troyano y capturar a alguien o escuchar atentamente lo que dicen, para enterarnos de si tienen la intención de seguir luchando aquí, junto a nuestras naves, o si piensan volver a defenderse desde dentro de las murallas de su ciudad? Si hay alguien capaz de hacer algo así y de regresar sano y salvo, grande será su gloría entre los hombres: todos los príncipes le harán ricos presentes y de su empresa se hablará en todos los banquetes, en todas las fiestas, para siempre.»

Diomedes

«Yo tengo el valor y la osadía», dije. «Yo puedo conseguirlo. Dadme un compañero y lo lograré. Si somos dos los que vamos, todavía tendré más valor. Y dos cabezas son mejor que una.» Entonces todos se ofrecieron, todos los príncipes dijeron que estaban dispuestos a seguirme. Agamenón me miró y dijo que tenía que ser yo quien eligiera. También me dijo que no tenía que tener miedo a ofender a nadie, que escogiera con total libertad, no importaba si elegía a alguien con un linaje menos noble, nadie se sentiría ofendido. Pensaba en Menelao, ¿comprendéis? Tenía miedo de que escogiera a su hermanito… Pero yo dije: quiero que sea Ulises. Porque tiene valor y es astuto. Si él viene conmigo, podremos escapar hasta del fuego y de las llamas, porque él sabe cómo utilizar el cerebro.

Ulises

Se puso a elogiarme, delante de rodos los demás, pero yo hice que parara. Le dije que lo mejor sería que nos diéramos prisa y que nos fuéramos: mucho camino habían hecho ya las estrellas, y la Aurora estaba cerca. Lo que restaba de la noche era todo lo que nos quedaba.

Nos vestimos poniéndonos temibles armas. A Diomedes le ofreció Trasimedes una espada de doble filo y un escudo. Meríones me dio una aljaba, un arco y una espada. Ambos nos colocamos un yelmo de cuero: nada de bronce, ningún destello que nos traicionara en la oscuridad. Cuando nos fuimos de allí, oímos el grito de una garza, en la noche. Pensé que era tal vez una señal divina y que también esta vez Atenea, la espléndida diosa, estaba conmigo.

«Haz que regrese a las naves sano y salvo, diosa amiga, y ayúdame a llevar a cabo una empresa que los troyanos no puedan olvidar nunca.» Corríamos silenciosos en la negra noche igual que una pareja de leones, caminábamos entre montañas de cadáveres, y amasijos de armas, y charcos de sangre, negra sangre.

Diomedes

Y entonces, de repente, me dice Ulises: «Eh, Diomedes, Diomedes, ¿no oyes ese ruido? Allí hay alguien, hay alguien que viene del campamento troyano y que va corriendo hacia nuestras naves… No hagas ruido, dejemos que avance y cuando esté más cerca de nosotros echémonos encima de él, ¿de acuerdo?»

«De acuerdo», digo yo.

«Y por si intenta escapar, cortémosle el camino de regreso, que no pueda volver atrás, empujémosle lejos de su casa. Vamos.»

Ulises

Dejamos el camino y nos internamos entre los campos donde estaba lleno de cadáveres. Y enseguida vimos a ese hombre que iba corriendo, justo por delante de nosotros. Fuimos tras él. Nos oyó y se detuvo, tal vez pensaba que nosotros también éramos troyanos, alguien al que habían enviado para ayudarlo. Pero cuando nos encontramos a un tiro de lanza, comprendió quiénes éramos, y echó a correr. Y nosotros detrás.

Diomedes

Como dos perros de caza: tras la presa, sin descanso, en lo más espeso del bosque, persiguiendo una cierva o una liebre que huye… El problema es que aquél estaba a punto de llegar al muro, iba a toparse de frente con nuestros centinelas. ¡Y eso sí que no! Después de toda aquella carrera, iban a birlarme mi presa, de ninguna manera. Así que me pongo a gritar, pero sin dejar de correr: «Párate o te liquido con mi lanza, te lo juro. ¡Párate o eres hombre muerto!», y le arrojo la lanza, apuntando un poco alto, no quena matarlo, quería detenerlo; la lanza le pasa por encima del hombro derecho y él… se detiene. Ese truco siempre funciona.

Ulises

Temblaba: le castañeteaban los dientes de miedo. «No me matéis, mi padre pagará el rescate, sea el que sea. Tiene mucho oro, y bronce y hierro bien forjado.» Suplicaba y lloraba. Se llamaba Dolón, hijo de Eumedes.

Diomedes

Si por mí fuera, yo lo habría matado. Pero ya lo he dicho, Ulises era el que hacía trabajar el cerebro. De manera que me quedo allí y Ulises empieza a interrogarlo. «Deja de pensar en la muerte y dime ya de una vez qué estabas haciendo por ahí, lejos de tu campamento. ¿Ibas a quitarles las armas a los cadáveres o eres un espía enviado por Héctor a nuestras naves para descubrir nuestros secretos?» Él no cesaba de llorar. «Es culpa de Héctor, es él quien me ha engañado. Me prometió como botín el carro y los caballos de Aquiles, te lo juro, y a cambio me pidió que corriera hasta vuestras naves y os espiara. Quería saber si había centinelas defendiendo vuestro campamento o si todos estabais ya con el pensamiento puesto en la huida, o dormidos por el cansancio y el dolor de la batalla perdida.» Ulises se echó a reír. «¿Los caballos de Aquiles? ¿Es eso lo que quieres, nada menos que los caballos de Aquiles? Que tengas suerte: no debe de ser fácil refrenarlos y conducirlos para un simple hombre como tú. A duras penas lo consigue Aquiles, que es un semidiós…»

Ulises

Le hicimos hablar. Queríamos saber dónde estaba Héctor, dónde tenía las armas y los caballos, y qué había planeado, si atacar de nuevo o retirarse a la ciudad. Dolón tenía miedo. Nos lo contó todo, sin escondernos nada. Dijo que Héctor estaba reunido en consejo con todos los sabios, junto a la tumba de Ilo. Y nos describió el campamento y cómo estaban desplegados los troyanos y sus aliados. Los fue nombrando uno a uno y nos dijo dónde estaban. Y quiénes velaban y quiénes dormían. Al final exclamó: «Basta ya de preguntas. Si lo que queréis es infiltraros allí dentro y atacar a alguien, entonces id hacia los tracios, han llegado hace poco y están aislados, en el flanco descubierto. Y Reso, el rey, está allí en medio de todos. Combate con armas de oro, espléndidas, maravillosas para la vista: las armas de un dios, no las de un hombre. Yo he visto sus caballos, grandes, hermosísimos, más blancos que la nieve y veloces como el viento; su carro está adornado con oro y plata. Atacadle a él. Y ahora llevadme a vuestras naves y atadme allí, hasta vuestro regreso, hasta que sepáis si os he engañado o no.»