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Cuando salió de la tienda, los mirmidones se congregaron a su alrededor, preparados para la batalla. Parecían lobos hambrientos, llenos de una gran fuerza en sus corazones. Cincuenta naves fueron las que Aquiles llevó a Troya. Cinco filas de guerreros, regidas por cinco héroes. Menestio, Eudoro, Pisandro, Alcimedonte. El quinto era yo: Fénix, el viejo. A todos nos habló Aquiles, con voz severa. «Mirmidones, me habéis acusado de tener un corazón de piedra, y de manteneros en las naves, lejos de la batalla, sólo para alimentar mi ira. Pues bien, aquí tenéis la guerra que deseabais. Libradla con todo el coraje que poseéis.» Con el eco de su voz resonando, las filas de los guerreros se cerraron y, como las piedras de una pared, se encajaron los hombres: escudo contra escudo, yelmo contra yelmo, hombre contra hombre, tan apiñados estaban que a cada movimiento se rozaban los penachos con los reflejos de los relucientes yelmos. Y, delante de todos, Patroclo: subido al carro en el que Automedonte había uncido a Janto y Balio, los dos caballos inmortales, veloces como el viento, y a Pédaso, caballo mortal y hermosísimo.

Aquiles entró en la tienda y levantó la tapa de una espléndida caja, completamente taraceada, que su madre había hecho que cargaran en la nave para que él la llevara consigo: estaba llena de túnicas, capas y pesadas mantas. Había también una valiosa copa que sólo Aquiles podía utilizar, y que sólo utilizaba para beber en honor a Zeus, y ningún otro dios. La cogió, la purificó con azufre, luego la lavó con límpida agua, se lavó las manos y al final se sirvió en ella vino rutilante. Luego volvió al exterior; delante de todos se bebió el vino y, mirando al cielo, rogó al sumo Zeus que Patroclo pudiera luchar, y vencer, y regresar. Y, con él, todos nosotros.

Arremetimos contra los troyanos de golpe, igual que un enjambre de avispas enfurecido. A nuestro alrededor, las negras quillas de las naves retumbaban con nuestros gritos. Patroclo gritaba delante de todos, reluciente con las armas de Aquiles. Y los troyanos lo vieron. Deslumbrante, sobre el carro, al lado de Automedonte. Es Aquiles, pensaron. Y de pronto el desconcierto se apoderó de sus tropas, y la turbación devoró sus almas. El abismo de la muerte se abrió de par en par bajo sus pies, que intentaban escapar. La primera lanza que salió volando fue la de Patroclo, arrojada justo al corazón de la contienda: le dio a Pirecmes, el jefe de los peonios. Se le clavó en el hombro derecho, cayó con un grito, desaparecieron los peonios, presas del miedo, abandonando la nave sobre la que ya habían subido y de la que ya habían quemado cerca de la mitad. Patroclo hizo que apagaran el fuego, y luego se lanzó hacia las otras naves. Los troyanos no se arredraban, retrocedían pero no querían alejarse de las naves. El choque fue brutal, y durísimo. Uno tras otro todos nuestros héroes tuvieron que luchar y doblegar al enemigo; uno tras otro caían los troyanos hasta que aquello ya fue excesivo, incluso para ellos, y empezaron a dispersarse y a huir, como corderos perseguidos por una jauría de lobos feroces. Los cascos de los caballos levantaron una nube de polvo contra el cielo cuando se pusieron al galope. Huían, entre los gritos y el tumulto, cubriendo todas las sendas del horizonte. Y allí donde más densa era su fuga, allí se lanzaba Patroclo, gritando y matando: muchos hombres cayeron bajo sus manos, muchos carros se volcaron con estrépito. Pero la verdad es que él ansiaba encontrar a Héctor: en su corazón, secretamente, buscaba a Héctor, para su propio honor y su propia gloria. Y lo vio. En un momento dado, en medio de los troyanos que intentaban, en su huida, cruzar de nuevo la fosa, lo vio y corrió tras él; a su alrededor había guerreros que huían, por todas partes; la fosa frenaba la carrera, lo hacía todo más difícil, saltaban los timones de los carros de los troyanos y los caballos se marchaban de allí al galope, como ríos desbordados. Pero Héctor… Héctor tenía la habilidad de los grandes guerreros: se movía en la batalla escrutando el sonido de las lanzas y el silbido de los dardos; sabía adonde ir, cómo moverse; sabía cuándo estar con sus compañeros y cuándo abandonarlos, sabía cómo esconderse y cómo dejarse ver. Se lo llevaron de allí, veloces como el viento, sus caballos, y Patroclo se dio la vuelta entonces, y empezó a llevar a los troyanos hacia las naves: les cortaba la retirada y los empujaba de nuevo junto a las naves: era allí donde quería acabar con todo y aniquilar; le dio a Prónoo en la parte del pecho que el escudo dejaba al descubierto, vio a Téstor que estaba agachado en su carro, como atontado, y lo traspasó con su lanza, justo aquí, en la mandíbula: la punta de bronce atravesó el cráneo. Patroclo levantó la lanza, como si hubiera pescado algo, y el cuerpo de Téstor se levantó por encima del borde del carro, con la boca abierta, y con una pedrada Patroclo le dio entre ceja y ceja a Erilao: dentro del yelmo la cabeza se partió por la mitad. Cayó al suelo el héroe y sobre él descendió la muerte que devora la vida; y también devoró las de Enmante, Antófero, Epaítes, Tlepólemo, Equio, Piris, Ifeo, Evipo, Polimelo: todos a manos de Patroclo. «¡Vergüenza!», se oyó la voz de Sarpedón, hijo de Zeus y jefe de los licios. «¡Vergüenza! Huyendo delante de ese hombre. Yo me enfrentaré a ese hombre. Yo quiero saber quién es.» Y se bajó del carro. Patroclo lo vio y se bajó él también. Estaban el uno frente el otro, como dos buitres que se pelean en una alta roca, con el pico curvado y ganchudas garras. Lentamente caminaron el uno contra el otro. La lanza de Sarpedón voló por encima del hombro izquierdo de Patroclo, pero la de Patroclo le dio de lleno en el pecho, donde está encerrado el corazón. Sarpedón cayó igual que una gran encina abatida por las hachas de los hombres para ser convertida en quilla de nave. A los pies de su carro quedó tendido, arañando con las manos entre estertores el polvo ensangrentado. Agonizaba como un animal. Con la vida que todavía le quedaba empezó a invocar a su amigo Glauco, lo llamaba y le suplicaba: «Glauco, no dejes que me quiten las armas, reúne a los guerreros licios, venid a defenderme. ¡Glauco, seré para siempre vuestro deshonor si permitís que Patroclo se marche con mis armas!» Patroclo se acercó, apoyó su pie sobre el pecho de Sarpedón y arrancó de ahí la lanza, llevándose con ella las entrañas y el corazón. Así, de un solo gesto, extrajo de aquel cuerpo la punta de bronce y la vida.

Mientras tanto, corriendo de un lado a otro, Glauco, loco de dolor, llamaba a todos los jefes licios y a los héroes troyanos: «¡Sarpedón ha muerto, Patroclo lo ha matado, corred a defender sus armas!», y acudieron todos, aturdidos por la muerte de aquel hombre que era uno de los más fuertes y amados de entre los defensores de Troya; acudieron y se desplegaron alrededor de su cuerpo: Héctor al frente de todos los demás para defenderlo. Patroclo los vio llegar, y nos reunió a todos, en ese momento, y nos desplegó frente a ellos, gritando que, si de verdad éramos los más fuertes de todos, aquél era el momento de demostrarlo. Allí en medio estaba el cuerpo de Sarpedón. Troyanos y licios en un lado. Nosotros, los mirmidones, en el otro. Y se entabló la batalla, por aquel cuerpo y aquellas armas.

Al principio fueron los troyanos los que nos aplastaron. Pero cuando Patroclo vio a sus amigos cayendo bajo nuestros golpes, a su alrededor, entonces se puso en primera línea: como un gavilán que pone en fuga a los cuervos y los estorninos, se arrojó sobre los enemigos haciéndolos retroceder. Desde la tierra se elevaba el fragor del bronce, del cuero, de las sólidas pieles de buey, bajo los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo. Ningún hombre, por muy perspicaz que fuera, podría ya reconocer el cuerpo de Sarpedón, porque desde la cabeza hasta los pies estaba completamente cubierto por flechas, y polvo, y sangre. Seguíamos combatiendo alrededor de aquel cadáver, sin tregua, como las moscas que zumban sin cesar en el establo alrededor de los jarros llenos de blanca leche. Y así continuó hasta que Héctor hizo algo sorprendente. Tal vez el miedo se había apoderado de su corazón, no lo sé. Vimos que se subía a su carro y que, dándonos la espalda, huía mientras gritaba a todos que lo siguieran. Y todos, en verdad, lo siguieron, abandonando el cuerpo de Sarpedón y el campo de batalla. Había algo que yo no entendía. Corrían hacia su ciudad: pocas horas antes estaban sobre nuestras naves, prendiéndole fuego a nuestras esperanzas, y ahora corrían huyendo hacia su ciudad. Deberíamos haberíos dejado marcharse. Aquello era lo que nos había dicho Aquiles. Expulsadlos de las naves, pero luego deteneos, volved atrás. Deberíamos haberlos dejado marcharse. Pero Patroclo no consiguió detenerse. Grande era el coraje en su corazón. Y límpido el destino de muerte que lo aguardaba.