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– Chico -dijo el viejo y pintoresco Happy, que todavía llevaba un viejo sombrero de vaquero de su época de Wyoming y se liaba sus propios cigarrillos y gastaba bromas todo el tiempo-, a ver si no eres como el tipo que tuvimos hace unos cuantos años en el Desolación. Lo subimos hasta allí y era el tipo más inútil que he visto nunca; lo metí en la atalaya y quiso freírse un huevo para cenar y rompió la cáscara y se le escapó de la sartén y el fogón y fue a parar encima de su bota. No sabía si cagarse o mearse, ¡vaya tío! Y encima, cuando me fui y le dije que no se enfadara demasiado consigo mismo, el mamón va y me contesta: "Sí, señor, sí, señor."

– Eso no me preocupa, lo único que quiero es estar allí arriba solo todo este verano.

– Ahora dices eso, pero ya verás cómo cambias de copla en seguida. Todos son así de valientes. Pero luego empiezan a hablar solos. Y eso no es lo malo, lo peor es cuando empiezas a responderte.

El viejo Happy llevaba las mulas de carga por el sendero de la garganta, mientras yo iba en el bote desde la presa del Diablo hasta el pie de la presa de Ross, desde donde se veían inmensas extensiones hasta el monte Baker y las otras montañas del Servicio Forestal en un amplio panorama que, desde los alrededores del lago Ross, se extendía brillando al sol hasta el mismo Canadá. En la presa de Ross, las balsas del Servicio Forestal estaban amarradas un poco apartadas de la escarpada orilla cubierta de árboles. Resultaba bastante duro dormir en aquellas literas, se balanceaban con la balsa y los troncos y las olas combinadas, y hacían un ruido que te mantenía despierto.

La noche en que dormí allí había luna llena que bailaba sobre las aguas. Uno de los vigilantes dijo:

– La luna está justo encima de la montaña, y cuando veo eso siempre me imagino que estoy viendo la silueta de un coyote.

Al fin había llegado el día lluvioso y gris de mi partida para el pico de la Desolación. Uno de los guardas forestales estaba con nosotros, y los tres íbamos a subir y no iba a ser nada agradable cabalgar el día entero bajo aquel diluvio.

– Chico, debiste haber incluido un par de botellas de brandy entre los víveres, vas a necesitarlas allí arriba para luchar contra el frío -dijo Happy, mirándome con su gran narizota roja.

Estábamos de pie junto al corral; Happy daba de comer a los caballos sujetándoles sacos de pienso alrededor del cuello: los animales comían sin importarles la lluvia. Fuimos pesadamente hasta la puerta de troncos y la abrimos y dimos un rodeo bajo los inmensos sudarios de los montes Sourdough y Ruby. Las olas chocaban contra la lancha y nos salpicaban. Entramos en la cabina del piloto y éste nos preparó una taza de café. Los abetos de la orilla, escasamente visibles, eran como filas de fantasmas entre la neblina del lago. Aquello era el auténtico rostro amargo y ceñudo y miserable del Noroeste.

– ¿Dónde está el Desolación? -pregunté.

– Hoy no lo verás hasta que estemos prácticamente en su cima -dijo Happy-, y entonces no te va a gustar demasiado. Ahora allí arriba está nevando y granizando. Chico, ¿estás seguro de que no tienes escondida una botellita de brandy en algún sitio de la mochila?

Ya nos habíamos liquidado una botella de vino de moras que él había comprado en Marblemount.

– Happy, cuando en septiembre baje de esa montaña, te invitaré a un litro de whisky escocés.

Me iban a pagar bien por estar en el monte que buscaba. -Lo has prometido, no te olvides de ello.

Japhy me había contado un montón de cosas de Happy el Empaquetador, como le llamaban. Happy era un buen hombre; él y el viejo Burnie Byers eran los mejores veteranos de aquel sitio. Conocían la montaña y sabían cargar a los animales y, sin embargo, no ambicionaban convertirse en inspectores forestales.

Happy también recordaba a Japhy con nostalgia.

– Ese chico sabía un montón de canciones muy divertidas y muchas cosas así. Fíjate que hasta le gustaba hacer sendas. En una ocasión tuvo una novia china allá en Seattle. La vi en la habitación de su hotel; te digo que ese Japhy era una fiera con las mujeres.

Casi podía oír la voz de Japhy cantando alegres canciones con su guitarra mientras el viento aullaba en torno a la lancha y las olas grisáceas salpicaban las ventanas de la cabina del piloto.

"Y éste es el lago de Japhy, y ahí están las montañas de Japhy", pensé, y tuve muchas ganas de que Japhy estuviera aquí y de que me viera hacer lo que él quería que hiciera.

Dos horas después nos acercamos a la orilla escarpada y frondosa del lago, unos doce kilómetros o así más arriba. Desembarcamos y amarramos la lancha a unos tocones y Happy le dio un palo a la primera mula que se lanzó bosque arriba con su carga a cuestas y trepó por la resbaladiza orilla, con las patas poco firmes y a punto de caerse al lago con toda mi comida, pero siguió trepando entre la neblina hasta un sendero donde se paró a esperar a su amo. Luego las otras mulas, cargadas con baterías y otro equipo variado, la siguieron, y después Happy, que se puso en cabeza sobre su caballo, y luego yo en Mabel, la yegua, y finalmente Wally, el guarda forestal.

Dijimos adiós con la mano al tipo del remolcador e iniciamos una triste jornada bajo la lluvia, trepando por aquella zona ártica entre neblina y lluvia siguiendo estrechos senderos de roca con árboles y matorrales que nos calaban hasta los huesos cuando los rozábamos. Yo llevaba mi impermeable de nailon atado al pomo de la silla de montar y en seguida me lo puse: un monje amortajado a caballo. Happy y Wally no se taparon con nada y se limitaron a cabalgar empapados y con la cabeza baja. El caballo a veces resbalaba en las piedras del sendero. Seguimos y seguimos, siempre más y más arriba, y por fin encontramos un tronco que había caído atravesando el sendero y Happy desmontó y sacó su hacha de doble filo y empezó a golpear maldiciendo y sudando hasta que consiguió abrir una nueva senda que rodeaba al árbol caído. Todo con ayuda de Wally, mientras a mí se me encomendaba la tarea de vigilar a los animales, cosa que hice sentado cómodamente debajo de un arbusto y liando un pitillo. Las mulas se asustaron ante lo escarpado y estrecho de la senda que habían hecho, y Happy me dijo enfadado:

– ¡Maldita sea, agárralas por las crines y llévatelas de aquí! -Luego, como la asustada era la yegua, añadió-: ¡Agarra bien esa jodida yegua, cojones! ¿Es que voy a tener que hacerlo yo todo?

Por fin, conseguimos seguir y trepamos y trepamos, y en seguida dejamos el monte bajo y entramos en nuevas cimas alpinas con prados pedregosos llenos de altramuces azules y amapolas rojas que atravesaban la neblina grisácea con un color desvaído mientras el viento soplaba muy fuerte y ahora con aguanieve.

– ¡Mil quinientos metros ya! -gritó Happy, desde delante, dándose la vuelta con su viejo sombrero agitado por el viento mientras se liaba un cigarrillo, cómodamente instala do en la silla con toda la experiencia de una vida a caballo. Los prados de brezos florecidos subían y subían entre la niebla y nosotros seguíamos la senda en zig zag con el viento soplando cada vez más fuerte, hasta que por fin Happy volvió a gritar: