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De repente me sentí tan libre que empecé a caminar por el lado equivocado de la carretera y hacía señales con el dedo andando como un santo chino que no va a ninguna parte mientras me dirigía al monte de mi alegría. ¡Pobre mundo angelical! De pronto, todo dejó de importarme. Iba a caminar sin detenerme. Pero precisamente porque iba bailando por el lado erróneo de la carretera y no me importaba, todo el mundo empezó a cogerme. Primero fue un buscador de oro con un pequeño tractor, y hablamos largamente de los bosques, de los montes Siskiyou (que atravesábamos en dirección a Grants Pass, Oregón), de cómo se prepara un buen pescado al horno. Me dijo que para eso bastaba con encender una hoguera en la arena amarilla de un arroyo, y entonces enterrar el pescado en la arena caliente unas cuantas horas, sacarlo y quitarle la arena. Se interesó mucho por mi mochila y mis planes.

Me dejó a la entrada de un pueblo de las montañas muy parecido a Bridgeport, California, donde Japhy y yo habíamos estado sentados al sol. Caminé un par de kilómetros y eché una siesta en el bosque, justo en el corazón de la sierra de Siskiyou. Me desperté sintiéndome muy raro en medio de aquella desconocida niebla china. Seguí andando por el lado equivocado de la carretera y en Kerby me cogió un vendedor de coches usados, un tipo rubio que me dejó en Grants Pass, y allí, después de que un grueso vaquero con un camión de grava tratara deliberadamente de pasar por encima de mi mochila, conseguí que un melancólico leñador que tenía un casco en la cabeza me llevara muy deprisa, subiendo y bajando por un valle de ensueño hasta Canyonville, donde, como entre sueños, se detuvo un tipo demente con un camión lleno de guantes, y el conductor, Ernest Petersen, me dijo que subiera y se puso a hablar insistiendo en que me sentara en el asiento de cara a él (con lo que iba a toda velocidad de espaldas a la carretera), y me dejó en Eugene, Oregón. Hablaba sin parar y de todo tipo de cosas y compró cerveza y hasta se paró en varias estaciones de servicio para enseñar los guantes. Dijo:

– Mi padre era un hombre estupendo que siempre decía: "En el mundo hay más grupas de caballos que caballos." Era un gran aficionado a los deportes y acudía a las pruebas de atletismo con un cronómetro y conducía de un modo temerario y era un tipo independiente que se resistía a afiliarse a los sindicatos.

Nos despedimos en el rojo atardecer junto a una laguna de las afueras de Eugene. Pensaba pasar la noche allí. Extendí mi saco de dormir debajo de un pino junto a un espeso matorral que estaba al lado de la carretera, un poco alejado de las casas de campo desde las que ni podían ni querían verme porque todo el mundo miraba la televisión, y cené y dormí doce horas metido en el saco. Sólo me desperté en una ocasión en medio de la noche para untarme de loción antimosquitos.

Por la mañana divisé las impresionantes estribaciones de la cordillera de Cascade, en cuyo extremo más septentrional, a unos seiscientos kilómetros, casi en la frontera con Canadá, estaba mi montaña. Por la mañana el arroyo estaba sucio a causa del aserradero que había al otro lado de la carretera. Me lavé en el arroyo y me puse en marcha tras una breve oración con el rosario que Japhy me había regalado en el Matterhorn.

– Adoro la vacuidad de la divina cuenta del rosario del Buda.

Me recogieron inmediatamente un par de rudos jóvenes que me llevaron hasta las afueras de Junction City donde tomé café y anduve tres kilómetros hasta un restaurante de carretera que me pareció bien y tomé tortitas y luego seguí caminando por la carretera y pasaban coches zumbando y me preguntaba cómo conseguiría llegar hasta Portland, por no hablar de Seattle. Me cogió un divertido pintor de brocha gorda con los zapatos salpicados de pintura y cuatro latas de medio litro de cerveza fría, que en seguida se detuvo en un bar de la carretera para comprar más cerveza, y por fin estábamos en Portland cruzando puentes colgantes eternos que se alzaban después de que los pasáramos para dar paso a grúas flotantes que bajaban por aquel río tan sucio rodeado de pinares. En el centro de Portland tomé un autobús que por veinticinco centavos me llevó a Vancouver, Washington, donde comí una hamburguesa Coney Island, luego salí a la autopista 99 y me recogió un agradable Okie, joven, amable y bigotudo, un auténtico bodhisattva, que me dijo:

– Estoy muy orgulloso de haberte cogido y tener alguien con quien hablar.

Nos parábamos continuamente a tomar café y entonces él jugaba a la máquina muy en serio y, además, cogía a todos los autostopistas de la carretera; primero a un tipo enorme, otro Okie de Alabama, y luego a un enloquecido marinero de Montana que habló por los codos y dijo cosas inteligentes; y fuimos como balas hasta Olympia, Washington, a más de ciento treinta kilómetros por hora por una sinuosa carretera que atravesaba los bosques y llegamos a la Base Naval de Bremerton, Washington, donde un transbordador que costaba cincuenta centavos era todo lo que me separaba de Seattle.

Nos despedimos y el vagabundo Okie y yo subimos al transbordador. Le pagué el billete agradecido por la terrible suerte que había tenido en la carretera y hasta le di cacahuetes y pasas que devoró hambriento, por lo que también le di salchichón y queso.

Luego, mientras él se quedaba sentado en la sala principal, subí a cubierta mientras el transbordador emproaba la fría llovizna para disfrutar del canal de Puget Sound. El viaje hasta el puerto de Seattle duraba una hora y encontré una botella de vodka encajada en la barandilla dentro de un ejemplar de la revista Time. Bebí tranquilamente y abrí la mochila y saqué mi jersey grueso y me lo puse debajo del impermeable y anduve por la cubierta vacía debido al frío y la niebla sintiéndome salvaje y lírico. Y, de repente, vi que el Noroeste era muchísimo más de lo que imaginaba a partir de los relatos de Japhy. Había kilómetros y kilómetros de montañas increíbles que se elevaban en todos los horizontes entre jirones de nubes; el monte Olympus y el monte Baker, una gigantesca franja anaranjada en los oscuros cielos de la zona del Pacífico que llevaba, lo sabía, hacia las desolaciones siberianas de Hokkaido. Me arrimé a la cabina del puente oyendo dentro la conversación a lo Mark Twain que mantenían el patrón y el timonel. En la densa y oscura niebla de delante unas grandes luces de neón rojas decían: PUERTO DE SEATTLE. Y de pronto, todo lo que Japhy me había contado de Seattle empezó a colarse en mi interior como lluvia fría. Podía notarlo y verlo, y no sólo imaginarlo. Era exactamente como él había dicho: húmedo, inmenso, cubierto de bosques, montañoso, frío, estimulante, desafiante. El transbordador enfiló hacia el muelle en Alaska Way, y vi de inmediato los tótems de los viejos almacenes y la vieja locomotora estilo 1880 con soñolientos fogoneros que iba clong clog a lo largo del malecón como en una escena de mis sueños. Era una vieja locomotora norteamericana Casey Jones, la única que había visto, aparte de las de las películas de vaqueros. Pero ésta funcionaba de verdad y tiraba de los vagones bajo la tenue luz de la ciudad mágica.

Me dirigí de inmediato a un agradable hotel bastante limpio de la zona del puerto, el Hotel Stevens, cogí una habitación por un dólar setenta y cinco la noche, tomé un baño caliente y dormí muy bien, y por la mañana me afeité y salí a la Primera Avenida y encontré casualmente unos almacenes del Monte de Piedad con jerséis maravillosos y ropa interior de color y desayuné estupendamente con café a cinco centavos en el mercado abarrotado a aquella hora de la mañana y con el cielo azul y• las nubes que pasaban muy rápido por encima y las aguas del canal de Puget Sound brillando y bailando bajo los viejos malecones. Era el auténtico Noroeste. A mediodía dejé el hotel con mis nuevos calcetines de lana y demás prendas bien guardadas y caminando me dirigí encantado a la 99, que estaba a unos pocos kilómetros de la ciudad, y me recogieron en seguida. Siempre breves trayectos.