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Japhy se puso a gritar y silbar y cantar, lleno de alegría. Nadie le oía.

– Así estarás en la cima del monte de la Desolación este verano, Ray.

– Cantaré con todas mis fuerzas por primera vez en la vida.

– Sólo te oirán los conejos, o quizás un oso con sentido crítico. Ray, esa zona del Skagit donde vas a ir es el sitio mejor de Norteamérica. Ese río que serpentea corriendo y saltando entre gargantas camino del vallé despoblado… Montes nevados que se desvanecen entre los pinos… Y valles profundos y húmedos… como Big Beaver y Little Beaver, algunos de los mejores bosques vírgenes de cedro rojo que quedan en el mundo. Me acuerdo muchas veces de mi casa abandonada de la atalaya del monte Cráter, y yo allí sentado, sólo con los conejos y el viento que aúlla, envejeciendo mientras los conejos, agazapados en sus acogedoras madrigueras de debajo de las piedras, calientes, comen semillas o lo que coman los conejos. Cuanto más te acercas a la auténtica materia, a la piedra y al aire y al fuego y a la madera, muchacho, el mundo resulta más espiritual. Toda esa gente que se considera materialista a ultranza no sabe nada de eso. Se consideran gente práctica y tienen la cabeza llena de ideas y nociones confusas. -Levantó la mano-. Escucha esa ardilla.

– Me pregunto qué estarán haciendo en casa de Sean. -Seguramente se acaban de levantar y están empezando a beber ese vino tan agrio sentados por allí diciendo tonterías. Deberían de haber venido con nosotros, así aprenderían algo.

Cogió su mochila y se puso en marcha. A la media hora estábamos en un hermoso prado, después de seguir por una polvorienta senda a lo largo de arroyos poco profundos, y por fin llegamos a la zona de Potrero Meadows. Era un Parque Forestal Nacional con un hogar de piedra y mesas para merendar y todo lo necesario para acampar; pero no vendría nadie hasta el fin de semana. Unos cuantos kilómetros más allá, nos contemplaba la atalaya de la cima del Tamalpais. Abrimos las mochilas y pasamos una tarde muy tranquila dormitando al sol o con Japhy de un lado para otro mirando las mariposas y los pájaros y tomando notas en su cuaderno, y yo me paseé solo por el otro extremo, al norte, donde una desolada montaña de roca muy parecida a las de las Sierras se extendía hacia el mar.

Al anochecer, Japhy encendió una gran hoguera y se puso a preparar la cena. Estábamos cansados y felices. Aquella noche hicimos una sopa que no olvidaré jamás y, de hecho, fue la mejor sopa que tomé desde la época en que era un joven y famoso escritor en Nueva York y comía en el Chambord o en Henri Cru. Consistió en un par de paquetes de guisantes secos echados en un cacharro de agua hirviendo con tocino frito. Lo revolvimos hasta que volvió a hervir. Estaba rico y sabía de verdad a guisantes, y a tocino ahumado; lo adecuado para tomar al anochecer cuando empieza a hacer frío junto a una crepitante hoguera. Además, mientras pululaba por allí, Japhy había encontrado bejines, unas setas silvestres, pero no de las de sombrilla, sino redondas, del tamaño de pomelos y de carne tersa y blanca. Las cortó y las frió en la grasa del tocino y nos las tomamos aparte con arroz frito. Fue una cena deliciosa. Lavamos los cacharros en el bullicioso arroyo. La crepitante hoguera mantenía alejados a los mosquitos. La luna asomaba entre las ramas de los pinos. Desenrollamos los sacos de dormir encima de la hierba y nos acostamos pronto. Estábamos muy cansados.

– Bien, Ray -dijo Japhy-, dentro de muy poco estaré muy lejos, mar adentro, y tú haciendo autostop costa arriba hacia Seattle, y luego camino de la zona del Skagit. Me pregunto qué será de nosotros.

Nos dormimos pensando en esto. Durante la noche tuve un sueño muy vivo, uno de los sueños más claros que había tenido nunca. Vi claramente un abarrotado mercado chino, sucio y lleno de humo, con mendigos y vendedores y animales de carga y barro y cacharros humeando y montones de basura y verduras que se vendían metidas en sucios recipientes de metal puestos en el suelo, y de repente, un mendigo harapiento había bajado de las montañas; un mendigo chino inimaginable, insignificante, que estaba en un extremo del mercado contemplándolo todo con expresión divertida. Era bajo, fuerte, con el rostro curtido por el sol del desierto y la montaña; vestía unos cuantos harapos; llevaba un hatillo de cuero a la espalda; iba descalzo. Yo había visto tipos como aquél con poca frecuencia, y sólo en México. A veces aparecían por Monterrey salidos de aquellas montañas rocosas; seguramente mendigos que vivían en cuevas. Pero el de ahora era un chino el doble de pobre, el doble de duro; un vagabundo infinitamente más misterioso; y sin duda se trataba de Japhy. Tenía su misma boca grande, sus mismos ojos chispeantes, su misma cara angulosa (una cara como la de la mascarilla mortuoria de Dostoievski, con pómulos prominentes y cabeza cuadrada); y era bajo y fornido como Japhy. Me desperté al amanecer, pensando: "¡Vaya! ¿Le va a pasar eso a Japhy? A lo mejor deja el monasterio y desaparece y no lo vuelvo a ver nunca más. Será el espectro de Han Chan de las montañas orientales, y hasta los mismos chinos le tendrán miedo viéndolo tan harapiento y derrotado."

Se lo conté a Japhy. Ya estaba preparando el fuego y silbando.

– Bueno, no te quedes ahí metido en el saco de dormir. Levántate y trae un poco de agua. ¡Yodelayji, ju! Ray, te traeré unas barritas de incienso del templo de Kiyomizu. Las iré poniendo una a una en un gran incensario de bronce y haré el ritual adecuado. ¿Qué opinas de eso? Sólo es un sueño que tuviste. Si el tipo era yo, pues bien, era yo, ¿y qué? Siempre quejándome, siempre joven, ¡viva! -Sacó su pequeña hacha de la mochila y anduvo a hachazo limpio entre los arbustos y preparó una buena hoguera. Había neblina en los árboles y niebla en el suelo-. Vamos a recoger las cosas. Iremos hasta Laurel Dell. Luego seguiremos por las pistas forestales y bajaremos hasta el mar para nadar un poco.

– Maravilloso.

Para aquella excursión, Japhy había traído una mezcla deliciosa y muy energética; galletas Ry-Krisp, un queso Cheddar curado y un salchichón. Desayunamos todo eso con té recién hecho y nos sentimos maravillosamente bien. Dos hombres pueden vivir durante dos días a base de pan concentrado y salchichón (carne concentrada) y queso, y el conjunto no pesa más de kilo y medio. Japhy estaba lleno de ideas de ese tipo. ¡Qué esperanza, qué energía humana, qué auténtico optimismo norteamericano encerraba su pequeña estructura física! Allí iba delante de mí por la senda y se volvía y gritaba:

– Intenta meditar mientras caminas. Limítate a andar mirando al suelo y sin mirar a los lados, y abandónate mientras el suelo desfila a tus pies.

Llegamos a Laurel Dell hacia las diez. También había allí hogares de piedras, parrillas y mesas, pero los alrededores eran infinitamente más hermosos que en Potrero Meadows. Había auténticos prados. Una belleza de ensueño con suave hierba alrededor y un linde de frondosos árboles. Hierba ondulante y arroyos y nadie a la vista.

– Dios mío, voy a volver aquí y traeré comida y gasolina y un hornillo y prepararé la comida sin hacer humo y así los del Servicio Forestal no vendrán a molestarme.

– Sí, pero si te encuentran cocinando fuera de estos hogares te echarán, Smith.

– Pero ¿qué voy a hacer si no los fines de semana? ¿Unirme a los que vienen de excursión? Me esconderé por ahí, junto a ese hermoso prado. Me quedaré aquí para siempre.