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– Y sólo hay tres kilómetros cuesta abajo hasta Stimson Beach y la tienda de comestibles que hay allí.

A mediodía nos pusimos en marcha hacia la playa. Fue una marcha tremendamente agotadora. Subimos hasta los prados más altos, desde donde pudimos ver otra vez San Francisco en la lejanía, y luego bajamos por una senda muy empinada que parecía caer directamente en el mar; a veces había que bajar corriendo y, en una ocasión, casi sentados de culo. Un torrente de agua corría al lado de la senda. Adelanté a Japhy y, mientras cantaba alegremente, empecé a bajar tan deprisa por la senda, que lo dejé casi un par de kilómetros atrás y tuve que esperarle al pie de la cuesta. Japhy se lo tomaba con más calma disfrutando de los helechos y las flores. Dejamos las mochilas encima de unas hojas secas que había junto a los árboles y caminamos libres del peso hasta los prados que caían sobre el mar pasando junto a varias granjas con vacas pastando. Llegamos al pueblo donde compramos vino en la tienda, y en seguida estábamos en la arena y entre las olas. Era un día fresco con momentos ocasionales de sol. Pero no nos importaba. Nos tiramos al agua y nadamos enérgicamente un rato y luego salimos y sacamos el salchichón y los Ry-Krisp y el queso, lo pusimos todo encima de un papel y, sentados en la arena, comimos y bebimos vino y charlamos. Hasta me eché una siestecita. Japhy se sentía muy bien.

– ¡Maldita sea, Ray! Nunca sabrás lo contento que estoy de haber decidido pasarnos estos dos días en el monte. Me siento como nuevo. ¡Sé que de esto tiene que salir algo bueno!

– ¿De esto?

– Bueno, de lo que sea, no lo sé… Del modo en que aceptamos nuestras vidas. Ni tú ni yo vamos a romperle la cara a nadie ni a ahogar a ninguna persona, en sentido económico. Nos dedicamos a rezar por todos los seres vivos, y cuando seamos lo bastante fuertes seremos capaces de hacer las cosas de verdad, como los antiguos santos. ¿Quién sabe? El mundo podría despertarse y abrirse por todas partes en una hermosa flor del Dharma.

Dormitó un poco, se despertó y miró y dijo:

– Fíjate en toda esa extensión de agua que llega hasta Japón.

Cada vez se sentía más triste por tener que marcharse.

30

Iniciamos el regreso y recogimos las mochilas y seguimos subiendo por aquel sendero que casi llegaba hasta el nivel del mar. Fue una ascensión dificil, ayudándonos con las manos entre rocas y arbustos, y nos dejó exhaustos, pero al final llegamos a un hermoso prado desde el que vimos de nuevo San Francisco en la distancia.

– Jack London solía andar por este sendero -dijo Japhy. Seguimos por la ladera sur de una hermosa montaña desde donde, a lo largo de kilómetros y durante horas, tuvimos vistas constantes del Golden Gate, e incluso de Oakland. Había bellos parques naturales de robles serenos, todos dorados y verdes al caer la tarde, y muchas flores silvestres. Una vez vimos a un cervatillo encima de un montículo cubierto de hierba que nos miraba asombrado. Bajamos por el prado hasta un bosque de pinos y luego subimos y subimos por una cuesta tan empinada que empezamos a maldecir y a sudar entre el polvo. Las sendas son así: uno se siente flotar en el paraíso shakespeariano de Arden y cree que va a ver ninfas y pastores tocando el camarillo, cuando de repente se encuentra bajo un sol abrasador en un infierno de polvo y espinos y ortigas…, exactamente igual que la vida.

– El mal karma produce automáticamente buen karma -dijo Japhy-. No te quejes tanto y sigue, pronto estaremos cómodamente sentados en una cumbre llana.

Los últimos tres kilómetros del monte fueron terribles y dije:

– Japhy, hay una cosa que en este momento deseo más que cualquier otra en el mundo…, más que cualquiera de las que he deseado en toda mi vida. -Soplaba el frío viento del atardecer y apresurábamos el paso inclinados bajo las mochilas por aquel sendero interminable.

– ¿Cuál?

– Una de esas tabletas de chocolate Hershey tan maravillosas. Hasta me contentaría con una de las más pequeñas. Por el motivo que sea, una de esas tabletas sería mi salvación en este preciso instante.

– Eso es tu budismo, una tableta de chocolate Hershey. ¿Qué te parecería estar a la luz de la luna, bajo un naranjo, con un helado de vainilla?

– Demasiado frío. Lo que necesito, anhelo, pido, ansío… por lo que me estoy muriendo, es por una tableta… Estábamos muy cansados y no dejábamos de caminar en dirección a casa mientras hablábamos como niños. Yo seguía repitiendo y repitiendo lo necesario que me resultaba una tableta de chocolate. Lo decía de verdad. Necesitaba reponer fuerzas. Me sentía mareado y necesitaba azúcar, pero pensar en chocolate y cacahuetes deshaciéndoseme en la boca con aquel aire frío era excesivo.

Pronto estábamos saltando la valla del corral que llevaba al prado de los caballos de encima de nuestra cabaña. Luego asaltamos la alambrada de nuestro terreno y anduvimos los siete u ocho metros de hierba alta, una vez pasado mi lecho junto al rosal, y llegamos a la puerta de nuestra vieja cabañita. Era la última noche juntos en aquella casa. Nos sentamos tristemente en la cabaña a oscuras, quitándonos las botas y suspirando. No podía hacer otra cosa que sentarme sobre mis pies. Sentarse encima de los pies propios elimina el dolor.

– Para mí se han acabado las caminatas -dije.

– Bueno, todavía tenemos que conseguir algo que cenar -dijo Japhy-. Veo que este fin de semana lo terminamos todo. Voy a bajar hasta el supermercado de la carretera a comprar algo.

– Pero, tío, ¿es que no estás cansado? Vámonos a la cama, ya comeremos mañana.

Pero volvió a calzarse las botas y salió. Todo el mundo se había ido, la fiesta había terminado en cuanto se dieron cuenta de que Japhy y yo habíamos desaparecido. Encendí la lumbre y me tumbé y hasta dormí un rato, y de pronto era de noche y Japhy volvía y encendía la lámpara de petróleo y colocaba la comida encima de la mesa, y además, traía tres tabletas de chocolate Hershey sólo para mí. Fueron las tabletas Hershey mejores que comí nunca. También había traído mi vino favorito, oporto, sólo para mí.

– Me voy, Ray, y me imaginé que debíamos celebrarlo… Su voz se arrastraba llena de tristeza y cansancio. Cuando Japhy estaba cansado, y a veces quedaba completamente agotado después de caminar o trabajar, su voz sonaba lejana y débil. Pero en seguida reunió fuerzas y empezó a preparar la cena y a cantar delante del hornillo como un millonario, haciendo ruido con las botas sobre el suelo de madera de la cabaña, preparando jarrones de flores, calentando agua para el té, rasgueando su guitarra y tratando de animarme, mientras yo, tendido allí, miraba tristemente el techo de arpillera. Era nuestra última noche, ambos lo notábamos.

– Me pregunto cuál de los dos morirá antes -murmuré en voz alta-.

– Sea el que sea, vuelve, fantasma, y entrégale la llave.

– ¡Ja! -Me trajo la cena y comimos con las piernas cruzadas como tantas otras noches: oyendo sólo el viento enfurecido en el océano de árboles y a nuestros dientes haciendo ñam ñam al comer nuestros sencillos alimentos de bikhu.