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Ahora rugía con un acento cockney declarado y franco, no pronunciando las h y repartiéndolas por todo el lugar. Sus ojos grandes y helados de perro de Staffordshire tenían un brillo de porcelana, y el bigote amarillo estaba endurecido por la indignación.

– ¿Y qué pasa con Jesucristo? -preguntó Starr.

– No estoy interesado en un acontecimiento local político que sucedió hace dos mil años en alguna colonia mal administrada -estalló el inglés…

Lo miraron con respeto. Stanko, el yugoslavo, tomó un trago largo de slivovitz de la cantimplora, aspiró profundamente y se puso de pie.

– Señor, -dijo-, en calidad de camarada oficial que depende de usted y tiene cierto rango, me permito decirle que en lo que acaba de decir hay un cierto aire de grandeza.

Saludó al inglés con elegancia. Little le devolvió el saludo.

– Muchas gracias. Descansen.

Los dos oficiales rusos discutían las palabras que Brezhnev les había dirigido. Starr pudo oír la expresión novoie svinstvo, que tenía un sentido general de "una nueva clase de mierda", Era evidente que Brezhnev había caído en el carcomido léxico de Khrushchev.

El francés Caulec recibió las últimas noticias alentadoras de Washington con una chispa de ironía en sus alegres ojos de color castaño.

– La Civilización al Objetivo Fuerza Uno: SOS, -dijo-. El Objetivo Fuerza Uno a la Civilización: ¿está todavía allí?

Para Starr, la reacción más típica fue la del profesor Kaplan. El científico, que durante el ascenso había demostrado tener notable resistencia física y gran agilidad, mientras escuchó la breve efusión emotiva del Presidente, continuó fumando la pipa con expresión soñadora, y cuando terminó la transmisión, se mostró francamente complacido. No había otro modo de describir su aire presumido y satisfecho. A Starr le llevó apenas unos segundos para encontrarle una razón plausible a esta satisfacción. Era evidente que el físico estaba deduciendo unos cuantos pensamientos agradables del hecho de que un colega de la magnitud y fama de Mathieu hubiese cometido un error garrafal.

– Profesor -preguntó Starr-, ¿es cierto que su colega Mathieu no era muy popular en el círculo más elevado del sacerdocio científico?

Kaplan asintió.

– Si alguna vez existió un advenedizo, Mathieu es el más arrogante de todos -respondió-. Me refiero a la manera injuriosa como despliega los tesoros intelectuales. Sus actitudes pseudo moralizadoras, pseudo idealistas y pseudo humanitarias son una transferencia sin garantías de un científico… bueno, usemos la palabra "genio", a otros campos de la ciencia. Cualquiera sea la brillantez de un científico, en los asuntos políticos, ideológicos y éticos su voz no tiene mayor autoridad que la de un gran pintor, la de un arquitecto o la de un carpintero. Un talento específico, como el del físico, no es transferible de un campo tan específico como el de la física, a otro como la sociología o la ideología. Precisamente Mathieu ha sido constantemente culpable de esto.

– ¿Y qué pasa con su equivocación?

Kaplan estaba llenando la pipa nuevamente. La encendió.

– Me atrevo a decir que será corregida por otros a su debido tiempo.

Starr tragó con fuerza.

– ¿Qué quiere decir?

– Que puede fabricarse una bomba exha perfectamente controlable y limitada en sus efectos -dijo Kaplan con calma-. Los albaneses y Mathieu han fabricado una bomba defectuosa.

– Una bomba defectuosa -repitió Starr casi con timidez.

– Así es. Una vez que se encuentre el error y se corrija, podremos construir una buena.

– Una buena bomba -repitió Starr.

– Una en la que se pueda confiar sobre sus resultados; limitada y predecible en sus efectos. Ahora bien, si erramos y se produce la reacción en cadena, no habrá bombas nunca más. No existirá más la civilización.

– No existirá más la civilización -dijo Starr haciéndole eco. -Si se deshumaniza y se reduce a un estado animal a toda la población del mundo, por medio de una especie de mortífera reacción, psicológica encadenada, ondas que conmuevan y cosas por el estilo, por supuesto la ciencia no existirá más. Sólo quedará una bestialidad atroz.

– Bestialidad -repitió Starr mientras se calzaba las botas. Stanko estaba recostado sobre la espalda, bebiendo malhumorado el slivovitz. Era obvio que algo lo perturbaba profundamente. Al instante se puso de pie y los miró.

– Escuchen, muchachos, -dijo en su duro inglés, haciendo vibrar las erres como si fueran piedras en las cuerdas vocales-. Escuchen camaradas, he estado pensando…

– No piense, señor, -le rogó Little-. No queremos más problemas de los que ya tenemos.

Bajo los rizos indómitos la cara de gitano del yugoslavo mostraba señales de una profunda lucha interna.

– Todo este palabrerío que acabamos de oír, ¿qué significa? Significa que nosotros salvaremos al mundo. ¿Es así?

– No somos nosotros quienes decidimos si está bien o no salvar al mundo -le advirtió Little con firmeza-. Tenemos que salvarlo sin importarnos las consecuencias.

Bueno, lo salvaremos -prosiguió Stanko- Grandes palabras. Supervivencia espiritual. Salvar al alma humana de la desintegración.

– Es la rutina acostumbrada cada vez que alguien quiere salvar al mundo -le recordó Little-. Se la denomina "consecuencia retórica".

– De acuerdo, entonces, -continuó Stanko-. Volvamos a llamar al Presidente. Salvaremos a la humanidad de la desintegración espiritual; pero exijamos ocho millones de dólares depositados en una cuenta en Suiza.

Todos lo miraron. Y hubo un silencio.

– La ética -murmuró Starr.

– Bien, no digo nada -balbuceó Stanko humildemente-. Fue un chiste malo.

No obstante, para Starr lo más difícil de tolerar fue la reacción del capitán polaco. No conseguía entenderlo. El mismo Mnisek le había contado con orgullo que era un católico devoto y, sin embargo, después que habían llegado de Belgrado las noticias de amenaza de extinción de todo cuanto Jesús representaba, la actitud del polaco había sido triunfadora, casi solemne en una tranquila y conformista apariencia de satisfacción íntima y pacífica. Parecía que de las mismas razones que le debían de haber sumido en la desesperación sacaba una fuerza profunda y una gran tranquilidad. Y cuando la luz empezó a declinar y las estrellas aparecieron, y el sol ya hubo caído, dejando algunos fulgores rojizos sobre las rocas que empezaban a obscurecerse, Mnisek se puso de pie, su elegante y esbelta figura vestida con un traje electrónico color kaki se alejó unos pasos del grupo y se quedó parado en el límite con el cielo. Luego hundió la mano en un bolsillo del que extrajo un rosario. El polaco se puso a rezar. Starr cerró los ojos. Nada tenía sentido.

Sentada sobre una roca, la silueta recortada contra el azul del cielo, los brazos alrededor de las rodillas, el jovencito albanés silbaba suavemente. Después del mensaje recibido, había formulado varias preguntas y Little le explicó todo lo que estaba al alcance de comprender. El inglés había agregado que todas las palabras altisonantes que tenían una vibración emotiva y dramática, pertenecían a la retórica acostumbrada en los asuntos de importancia nacional, y que no debía de tomarlas demasiado al pie de la letra. No eran más que metáforas. No se trataba sino de una nueva bomba muy potente e imperfecta, y había que impedir la explosión. El muchacho pareció pensativo; luego se encogió de hombros. Era puro dientes, blancos y brillantes que se destacaban en su morena hermosura.

– Todo lo que tienen que hacer es contárselo al pueblo -dijo el muchacho-. Se rebelarán. No permitirán que esto ocurra. Conozco a mi pueblo albanés. Son águilas.

– ¿No estás un poco asustado, petit? -le preguntó Caulec.

El muchacho rió.

– No. Porque no he traído a mi alma conmigo. La dejé en Belgrado. Es muy bella. Y allí está muy bien, ¿no es así?