Uno no sabe lo que es la sed hasta que bebe por primera vez. A los tres días de mi visita a El Ensueño, la memoria de la piel de Cloe me quemaba hasta el pensamiento. Sin decir nada a nadie -y menos a Vidal-, decidí reunir los pocos ahorros que me quedaban y acudir allí aquella noche con la esperanza de que bastasen para comprar aunque sólo fuese un instante en sus brazos. Pasaba de la medianoche cuando llegué a la escalera de paredes rojas que ascendía a El Ensueño. La luz de la escalera estaba apagada y subí lentamente, dejando atrás la bulliciosa ciudadela de cabarés, bares, music-halls y locales de difícil definición con que los años de la gran guerra en Europa habían dejado sembrada la calle Nou de la Rambla. La luz trémula que se filtraba desde el portal iba dibujando los peldaños a mi paso. Al llegar al rellano me detuve buscando el llamador de la puerta con las manos. Mis dedos rozaron el pesado aldabón de metal y, al levantarlo, la puerta cedió unos centímetros y comprendí que estaba abierta. La empujé suavemente. Un silencio absoluto me acarició el rostro. Al frente se abría una penumbra azulada. Me adentré unos pasos, desconcertado. El eco de las luces de la calle parpadeaba en el aire, desvelando visiones fugaces de las paredes desnudas y el suelo de madera quebrada. Llegué a la sala que recordaba decorada con terciopelos y mobilario opulento. Estaba vacía. El manto de polvo que cubría el suelo brillaba como arena al destello de los carteles luminosos de la calle. Avancé dejando un rastro de pisadas en el polvo. No había señal del gramófono, de las butacas ni de los cuadros. El techo estaba reventado y se entreveían vigas de madera ennegrecida. La pintura de las paredes pendía en jirones como piel de serpiente. Me dirigí hacia el corredor que conducía a la habitación donde había encontrado a Cloe. Crucé aquel túnel de oscuridad hasta llegar a la puerta de doble hoja, que ya no era blanca. No había pomo en la puerta, apenas un orificio en la madera, como si la manija hubiese sido arrancada de golpe. Abrí la puerta y entré.

El dormitorio de Cloe era una celda de negrura. Las paredes estaban carbonizadas y la mayor parte del techo se había desplomado. Podía ver el lienzo de nubes negras que cruzaban sobre el cielo y la luna que proyectaba un halo plateado sobre el esqueleto metálico de lo que había sido el lecho. Fue entonces cuando escuché el suelo crujir a mi espalda y me volví rápidamente, comprendiendo que no estaba solo en aquel lugar. Una silueta oscura y afilada, masculina, se recortaba en la entrada al corredor. No podía leer su rostro, pero tenía la certeza de que me estaba observando. Permaneció allí, inmóvil como una araña, durante unos segundos, el tiempo que me llevó reaccionar y dar un paso hacia él. En un instante, la silueta se retiró hacia las sombras y cuando llegué al salón ya no había nadie. Un soplo de luz procedente de un cartel luminoso suspendido al otro lado de la calle inundó la sala durante un segundo, desvelando un pequeño montón de escombros apilados contra la pared. Me aproximé y me arrodillé frente a los restos carcomidos por el fuego. Algo asomaba entre la pila. Dedos. Aparté las cenizas que los cubrían y lentamente afloró el contorno de una mano. La cogí y al tirar de ella vi que estaba segada a la altura de la muñeca. La reconocí al instante y comprendí que la mano de aquella niña, que había creído que era de madera, era de porcelana. La dejé caer de nuevo sobre los escombros y me alejé de allí.

Me pregunté si habría imaginado a aquel extraño, porque no había rastro de sus pisadas en el polvo. Bajé de nuevo a la calle y me quedé al pie del edificio, escrutando las ventanas del primer piso desde la acera, completamente confundido. Las gentes pasaban a mi lado riendo, ajenas a mi presencia. Intenté encontrar la silueta de aquel extraño entre el gentío. Sabía que estaba allí, tal vez a unos pocos metros, observándome. Al rato crucé la calle y entré en un café angosto que estaba abarrotado de gente. Conseguí hacerme un hueco en la barra e hice una seña al camarero.

– ¿Qué va a ser?

Tenía la boca seca y arenosa.

– Una cerveza -improvisé.

Mientras el camarero me escanciaba la bebida, me incliné hacia adelante.

– Oiga, ¿sabe usted si el local de enfrente, El Ensueño, ha cerrado?

El camarero dejó el vaso sobre la barra y me miró como si fuese tonto.

– Cerró hace quince años -dijo.

– ¿Está seguro?

– Pues claro. Después del incendio no volvió a abrir.

¿Algo más?

Negué.

– Serán cuatro céntimos.

Pagué la consumición y me fui de allí sin tocar el vaso.

Al día siguiente llegué a la redacción del diario antes de mi hora y fui directo a los archivos del sótano. Con la ayuda de Matías, el encargado, y guiándome por lo que me había dicho el camarero, empecé a consultar las portadas de La Voz de la Industria de quince años atrás. Me llevó unos cuarenta minutos encontrar la historia, apenas un apunte. El incendio había tenido lugar durante la madrugada del día del Corpus de 1903. Seis personas habían perecido atrapadas por las llamas: un cliente, cuatro de las chicas en plantilla y una niña que trabajaba allí. La policía y los bomberos habían apuntado como causa de la tragedia el fallo de un quinqué, aunque el patronato de una parroquia próxima citaba la retribución divina y la intervención del Espíritu Santo como factores determinantes.

Al volver a la pensión me tendí en el lecho de mi habitación e intenté en vano conciliar el sueño. Saqué del bolsillo la tarjeta de aquel extraño benefactor que había encontrado en mis manos al despertar en la cama de Cloe y releí las palabras escritas al dorso en la penumbra: “Grandes esperanzas.”

En mi mundo, las esperanzas, grandes y pequeñas, raramente se hacían realidad. Hasta hacía pocos meses, mi único anhelo cada noche al irme a dormir era poder reunir algún día el valor suficiente para dirigirle la palabra a la hija del chófer de mi mentor, Cristina, y que transcurriesen las horas que me separaban del alba para poder volver a la redacción de La Voz de la Industria. Ahora, incluso aquel refugio empezaba a escapárseme de las manos. Tal vez, si alguno de mis empeños fracasaba estrepitosamente, conseguiría recobrar el afecto de mis compañeros, me decía. Tal vez si escribía algo tan mediocre y abyecto que ningún lector fuese capaz de pasar del primer párrafo, mis pecados de juventud serían perdonados. Tal vez aquél no fuese un precio muy grande para poder volver a sentirme en casa. Tal vez.

Había llegado a La Voz de la Industria muchos años atrás de la mano de mi padre, un hombre atormentado y sin fortuna que a su vuelta de la guerra de Filipinas se había encontrado con una ciudad que prefería no reconocerle y una esposa que ya le había olvidado y que a los dos años de su regreso decidió abandonarle. Al hacerlo le dejó el alma rota y un hijo que nunca había deseado y con el que no sabía qué hacer. Mi padre, que a duras penas sabía leer y escribir su propio nombre, no tenía oficio ni beneficio. Cuanto había aprendido en la guerra era a matar a otros hombres como él antes de que ellos le matasen, siempre en nombre de causas grandiosas y huecas que se revelaban más absurdas y viles cuanto más cerca del combate se estaba.

A su retorno de la guerra, mi padre, que parecía un hombre veinte años más viejo que cuando se había marchado, buscó colocación en varias industrias del Pueblo Nuevo y de la barriada de Sant Martí. Los empleos le duraban apenas unos días, y tarde o temprano le veía volver a casa con la mirada envilecida de resentimiento. Con el tiempo, y a falta de otra alternativa, aceptó un puesto como vigilante nocturno en La Voz de la Industria. La paga era modesta pero pasaban los meses, y por primera vez desde su retorno de la guerra parecía que no se metía en líos. La paz fue breve. Pronto algunos de sus antiguos compañeros de armas, cadáveres en vida que habían regresado mutilados en cuerpo y alma para comprobar que quienes los habían enviado a morir en nombre de Dios y de la patria les escupían ahora en la cara, lo implicaron en turbios asuntos que le venían grandes y que nunca acabó de entender.