Aquella noche sus asesinos dejaron a mi padre desangrándose en mis brazos y a mí solo en el mundo. Pasé casi dos semanas durmiendo en los talleres de la imprenta del diario, oculto entre máquinas de linotipia que parecían gigantescas arañas de acero intentando acallar aquel silbido enloquecedor que me perforaba los tímpanos al anochecer. Cuando me descubrieron, todavía tenía las manos y la ropa tintadas en sangre seca. Al principio nadie supo quién era, porque no hablé durante casi una semana y cuando lo hice fue para gritar el nombre de mi padre hasta perder la voz. Cuando me preguntaron por mi madre les dije que había muerto y que no tenía a nadie en el mundo. Mi historia llegó a oídos de Pedro Vidal, el hombre estrella del diario y amigo íntimo del editor, que a sus instancias ordenó que se me diese un empleo de correveidile en la casa y que se me permitiese vivir en las modestas dependencias del portero en el sótano hasta nuevo aviso.

Aquéllos eran años en que la sangre y la violencia en las calles de Barcelona empezaban a ser el pan de cada día Días de octavillas y bombas que dejaban pedazos de cuerpos temblando y humeando en las calles del Raval, de bandas de figuras negras que recorrían la noche derramando sangre, de procesiones y desfiles de santos y generales que olían a muerte y a engaño, de discursos incendiarios donde todos mentían y donde todos tenían la razón. La rabia y el odio que años más tarde llevaría a unos y a otros a asesinarse en nombre de consignas grandiosas y trapos de colores se empezaba ya a saborear en el aire envenenado. La bruma perpetua de las fábricas reptaba sobre la ciudad y enmascaraba sus avenidas empedradas y surcadas por tranvías y carruajes. La noche pertenecía a la luz de gas, a las sombras de callejones quebradas por el destello de disparos y el trazo azul de la pólvora quemada. Eran años en que se crecía aprisa, y para cuando la infancia se les caía de las manos, muchos niños ya tenían mirada de viejo.

Sin más familia ahora que aquella tenebrosa Barcelona, el periódico se convirtió en mi refugio y mi mundo hasta que, a los catorce años, mi sueldo me permitió alquilar aquel cuarto en la pensión de doña Carmen. Llevaba apenas una semana viviendo allí cuando la casera acudió un día a mi habitación y me informó de que un caballero preguntaba por mí en la puerta. En el rellano de la escalera encontré a un hombre vestido de gris, de mirada gris y voz gris que me preguntó si yo era Daniel Martín y, ante mi asentimiento, me tendió un paquete envuelto en papel de estraza y se perdió escaleras abajo dejando su ausencia gris apestando aquel mundo de miserias al que me había incorporado. Me llevé el paquete al cuarto y cerré la puerta. Nadie, a excepción de dos o tres personas en el periódico, sabía que vivía allí. Deshice el envoltorio, intrigado. Era el primer paquete que recibía en mi vida. El interior resultó ser un estuche de madera vieja cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Lo apoyé sobre el catre y lo abrí. Contenía la vieja pistola de mi padre, el arma que el ejército le había dado y con la que había regresado de las Filipinas para labrarse una muerte temprana y miserable. Junto al arma había una cajetilla de cartón con unas balas. Tomé la pistola en las manos y la sopesé. Olía a pólvora y a aceite. Me pregunté cuantos hombres habría matado mi padre con aquella arma con la que seguramente él esperaba acabar con su propia vida hasta que se le adelantaron. Devolví el arma al estuche y lo cerré. Mi primer impulso fue tirarla a la basura, pero me di cuenta de que aquella pistola era cuanto me quedaba de mi padre. Supuse que el usurero de turno, que había confiscado lo poco que teníamos en aquel antiguo piso suspendido frente al tejado del Palau de la Música a la muerte de mi padre, en compensación por sus deudas, había decidido enviarme ahora aquel macabro recordatorio para saludar mi entrada en la edad adulta. Escondí el estuche encima del armario, contra la pared donde se acumulaba la mugre y a donde doña Carmen no llegaba ni con zancos, y no lo volví a tocar en años.

Aquella misma tarde volví a la librería de Sempere e Hijos y, sintiéndome ya hombre de mundo y de recursos, manifesté al librero mi intención de adquirir aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que me había visto forzado a devolverle años atrás.

Póngale el precio que quiera -le dije-. Póngale el precio de todos los libros que no le he pagado en los últimos diez años.

Recuerdo que Sempere me sonrió con tristeza y me posó la mano en un hombro.

Lo he vendido esta mañana -me confesó abatido.

Trescientos sesenta y cinco días después de haber escrito mi primer relato para La Voz de la Industria llegué, como era de costumbre, a la redacción del periódico y la encontré casi desierta. Apenas quedaban un grupo de redactores que meses atrás me habían dedicado desde afectuosos apodos hasta palabras de apoyo y que aquel día, al verme entrar, ignoraron mi saludo y se cerraron en un corro de murmullos. En menos de un minuto habían recogido sus abrigos y desaparecido como si temiesen algún contagio. Me quedé sentado solo en aquella sala insondable, contemplando el extraño espectáculo de decenas de mesas vacías. Pasos lentos y contundentes a mi espalda anunciaron que se aproximaba don Basilio.

– Buenas noches, don Basilio. ¿Qué pasa hoy aquí que se han ido todos?

Don Basilio me miró con tristeza y se sentó a la mesa contigua.

– Hay una cena de Navidad de toda la redacción. En el Set Portes -dijo con voz queda-. Supongo que no le han dicho nada.

Fingí una sonrisa despreocupada y negué.

¿No va usted? -pregunté.

Don Basilio negó.

Se me han quitado las ganas.

Nos miramos en silencio.

¿Y si le invito yo a usted? -ofrecí-. Donde quiera.

Can Solé, si le parece. Usted y yo, para celebrar el éxito de Los misterios de Barcelona.

Don Basilio sonrió, asintiendo lentamente.

– Martín -dijo al fin-. No sé cómo decirle esto.

– ¿Decirme el qué?

Don Basilio carraspeó.

– No le voy a poder publicar más entregas de Los misterios de Barcelona.

Le miré sin comprender. Don Basilio rehuyó mi mirada.

– ¿Quiere que escriba otra cosa? ¿Algo más galdosiano?

– Martín, ya sabe usted cómo es la gente. Ha habido quejas. Yo he intentado parar el asunto, pero el director es un hombre débil y no le gustan los conflictos innecesarios.

– No le entiendo, don Basilio.

– Martín, me han pedido que sea yo el que se lo diga.

Por fin me miró y se encogió de hombros.

– Estoy despedido -murmuré.

Don Basilio asintió.

Sentí que, a mi pesar, se me llenaban los ojos de lágrimas.

– Ahora le parece el fin del mundo, pero créame cuando le digo que en el fondo es lo mejor que le podría suceder. Éste no es sitio para usted.

– ¿Y cuál es el sitio para mí? -pregunté.

– Lo siento, Martín. Créame que lo siento. Don Basilio se iicorporó y me posó la mano en el hombro con afecto.

– Feliz Navidad, Martín.

Aquella misma roche vacié mi escritorio y dejé para siempre el que habú sido mi hogar para perderme en las calles oscuras y soliarias de la ciudad. De camino a la pensión me acerqué hasta el restaurante Set Portes bajo los arcos de la casa. Me quedé fuera, contemplando a mis compañeros rír y brindar tras los cristales. Confié en que mi ausenciales hiciese felices o que cuando menos les hiciera olvidir que no lo eran ni lo serían jamás.

Pasé el resto de iquella semana a la deriva, refugiándome todos los díasen la biblioteca del Ateneo y creyendo que al regresar a la pensión iba a encontrarme con una nota del director del periódico solicitándome que me reincorporase ala redacción. Escondido en una de las salas de lectura acaba aquella tarjeta que había encontrado en mis maios al despertar en El Ensueño, y empezaba a escribir ura carta a aquel anónimo benefactor, Andreas Corelli, qu: siempre acababa por romper y volver a reescribir al da siguiente. Al séptimo día, harto de compadecerme, de:idí hacer el inevitable peregrinaje hasta el hogar de m creador.