– ¡Dios santo! ¿Estás bien? ¿Quién te ha hecho esto?

– Nadie. Me he caído.

Le tendí el libro.

– He venido a devolvérselo, porque no quiero que le pase nada…

Sempere me miró sin decir nada. Me tomó en brazos v me subió al piso. Su hijo, un muchacho de doce años tan tímido que yo no recordaba haber oído nunca su voz, se había despertado al oír salir a su padre y esperaba en lo alto del rellano. Al ver la sangre en mi rostro miró a su padre, asustado.

– Llama al doctor Campos.

El muchacho asintió y corrió al teléfono. Le oí hablar y comprobé que no estaba mudo. Entre los dos me acomodaron en una butaca del comedor y me limpiaron la sangre de las heridas a la espera de que llegase el doctor.

– ¿No me vas a decir quién te ha hecho esto?

No despegué los labios. Sempere no sabía dónde vivía y no iba a darle ideas.

– ¿Ha sido tu padre?

Desvié la mirada.

– No. Me he caído.

El doctor Campos, que vivía a cuatro o cinco portales de allí, llegó en cinco minutos. Me examinó de pies a cabeza, palpando los moretones y curando los cortes con tanta delicadeza como pudo. Estaba claro que le quemaban los ojos de indignación, pero no dijo nada.

– No hay fracturas, aunque sí unas cuantas magulladuras que durarán y dolerán unos días. Esos dos dientes habrá que sacarlos. Son piezas perdidas y hay riesgo de infección.

Cuando el doctor se marchó, Sempere me preparó un vaso de leche tibia con cacao y observó cómo me lo bebía, sonriendo.

– Todo esto por salvar Grandes esperanzas, ¿eh?

Me encogí de hombros. Padre e hijo se miraron con una sonrisa cómplice.

La próxima vi que quieras salvar un libro, salvarlo de verdad, no te jugues la vida. Me lo dices y te llevaré a un mear secreto donde los libros nunca mueren y donde nadie puede destruirlos.

Los miré a ambos, intrigado.

– ¿Qué lugar es ese?

Sempere me guiñó el ojo y me dedicó aquella sonrisa misteriosa que paríía robada de un serial de don Alejandro Dumas y que decían, era marca de familia.

Todo a su tiempo amigo mío. Todo a su tiempo.

Mi padre pasó toda aquella semana con los ojos pegados al suelo, carcorido por el remordimiento. Compró una bombilla nueva y llegó a decirme que, si quería encenderla, lo hiciesepero no mucho rato, porque la electricidad era muy caá. Yo preferí no jugar con fuego. El sábado de aquella senana mi padre quiso comprarme un libro y acudió a una’brería que había en la calle de la Palla frente a la vieja muralla romana, la primera y última que pisaba, pero cmo no podía leer los títulos en el lomo de los cientosle libros allí expuestos, salió con las manos vacías. Luegme dio dinero, más que de costumbre, y me dijo que e comprase lo que quisiera. Me pareció aquél un mortnto idóneo para sacar a colación un tema para el que hacía tiempo que no había encontrado oportunidad propia.

– Doña Marian la maestra, me ha pedido que le diga a usted si puedun día pasar a hablar con ella por la escuela -dejé caer

– ¿Hablar de qué? ¿Qué es lo que has hecho?

– Nada, padre. Mariana quería hablar con usted de mi futura educación. Dice que tengo posibilidades y que ella cree que podría ayudarme a conseguir una beca para entrar en los escolapios…

¿Quién se cree esa mujer que es para llenarte la cabeza de pájaros y decirte que te va a meter en un colegio para niñatos? ¿Tú sabes quién es esa gentuza? ¿Sabes cómo te van a mirar y cómo te van a tratar cuando sepan de dónde vienes?

Bajé la mirada.

– Doña Mariana sólo quiere ayudar, padre. Nada más. No se enfade usted. Le diré que no puede ser y ya está.

Mi padre me miró con rabia, pero se contuvo y respiró profundo varias veces con los ojos cerrados antes de decir nada más.

– Saldremos adelante, ¿me entiendes? Tú y yo. Sin las limosnas de todos esos hijos de puta. Y con la cabeza bien alta.

– Sí, padre.

Mi padre me puso una mano sobre el hombro y me miró como si, por un breve instante que nunca habría de volver, estuviese orgulloso de mí, aunque fuésemos tan diferentes, aunque me gustasen los libros que él no podía leer, incluso aunque ella nos hubiera dejado a los dos, el uno contra el otro. En aquel instante creí que mi padre era el hombre más bondadoso del mundo, y que todos se darían cuenta si la vida, por una vez, se dignaba darle una buena mano de cartas.

– Todo lo malo que uno hace en la vida vuelve, David. Y yo he hecho mucho mal. Mucho. Pero he pagado el precio. Y nuestra suerte va a cambiar. Ya lo verás. Ya lo verás…

Pese a la insistencia de doña Mariana, que era más lista que el hambre y que ya se imaginaba por dónde iban los tiros, no volví a mencionar el tema de mi educación a mi padre. Cuando mi maestra comprendió que no había esperanza me dijo que cada día, al término de las clases, dedicaría una hora más sólo para mí, para hablarme de libros, de historia y de todas aquellas cosas que tanto asustaban a mi padre.

– Será nuestro secreto -dijo la maestra.

Ya por entonces había empezado a comprender que a mi padre le avergonzaba que la gente pensara que era un ignorante, un despojo de una guerra que, como casi todas las guerras, se peleaba en nombre de Dios y de la patria para hacer más poderosos a hombres que ya lo eran demasiado antes de provocarla. Por aquel entonces empecé a acompañar algunas noches a mi padre a su turno de noche. Tomábamos un tranvía en la calle Trafalgar que nos dejaba a las puertas del cementerio. Yo me quedaba en su garita, leyendo ejemplares viejos del diario y, a ratos, intentaba conversar con él, tarea ardua. Mi padre apenas hablaba ya, ni de la guerra en las colonias ni de la mujer que le había abandonado. En una ocasión le pregunté por qué nos había dejado mi madre. Yo tenía la sospecha de que había sido por mi culpa, por algo malo que había hecho, aunque sólo fuese nacer.

– Tu madre me había abandonado ya antes de que me enviaran al frente. El tonto fui yo, que no me di cuenta hasta que volví. La vida es así, David. Tarde o temprano, todo y todos te abandonan.

– Yo no le voy a abandonar a usted nunca, padre.

Me pareció que se iba a echar a llorar y le abracé para no verle la cara.

Al día siguiente, sin aviso previo, mi padre me llevó hasta los almacenes de telas El Indio en la calle del Carmen.

No llegamos a entrar pero desde las cristaleras del vestíbulo me señaló a una mujer joven y risueña que atendía a los clientes y les mostraba paños y tejidos de lujo.

Ésa es tu madre -dijo-. Un día de éstos volveré aquí y la mataré.

No diga usted eso, padre.

Me miró con los ojos enrojecidos y supe que aún la quería y que yo nunca la perdonaría por ello. Recuerdo que la observé en secreto, sin que ella supiera que estábamos allí, y que sólo la reconocí por el retrato que mi padre guardaba en un cajón de casa, junto a su pistola del ejército que cada noche, cuando creía que yo dormía, sacaba y contemplaba como si tuviese todas las respuestas, o al menos las suficientes.

Durante años habría de regresar hasta las puertas de aquel bazar para espiarla en secreto. Nunca tuve el valor de entrar ni de dirigirme a ella cuando la veía salir y alejarse Rambla abajo rumbo a una vida que había imaginado para ella, con una familia que la hacía feliz y un hijo que merecía su afecto y el contacto de su piel más que yo. Mi padre nunca supo que a veces me escapaba para verla, o que había días en que la seguía de cerca, siempre a punto de tomar su mano y caminar a su lado, siempre huyendo en el último momento. En mi mundo, las grandes esperanzas sólo vivían entre las páginas de un libro.

La buena suerte que tanto ansiaba mi padre nunca llegó. La única cortesía que la vida tuvo con él fue no hacerle esperar demasiado. Una noche, cuando llegábamos a las puertas del diario para iniciar el turno, tres pistoleros salieron de las sombras y lo acribillaron a tiros ante mis ojos. Recuerdo el olor a azufre y el halo humeante que ascendía de los orificios que las balas habían abrasado en su abrigo. Uno de los pistoleros se disponía a rematarle de un tiro en la cabeza cuando me abalancé sobre mi padre y otro de los asesinos le detuvo. Recuerdo los ojos del pistolero sobre los míos, dudando si debía matarme a mí también. Sin más, se alejaron a paso ligero y desaparecieron por los callejones atrapados entre las fábricas del Pueblo Nuevo.