– Creo que se confunde usted, señor. No soy un criado…
Me dedicó una sonrisa que aclaraba el orden de las cosas en el mundo sin necesidad de palabras.
– El que te confundes eres tú, chaval. Eres un criado, lo sepas o no. ¿Cómo te llamas?
– David Martín, señor.
El patriarca paladeó mi nombre.
– Sigue mi consejo, David Martín. Márchate de esta casa y vuelve al lugar al que perteneces. Te ahorrarás muchos problemas y me los ahorrarás a mí.
Nunca se lo confesé a don Pedro, pero acto seguido acudí a la cocina corriendo a por la gaseosa y el paño y pasé un cuarto de hora limpiando la chaqueta del gran hombre. La sombra del clan era alargada, y por mucho que don Pedro gustase de afectar un donaire de bohemia, su vida entera era una extensión de la red familiar. Villa Helius quedaba convenientemente situada a cinco minutos de la gran mansión paterna que dominaba el tramo superior de la avenida Pearson, un amasijo catedralicio de balaustradas, escalinatas y mansardas que contemplaba toda Barcelona a lo lejos como un niño contempla sus juguetes tirados. Cada día una expedición de dos criados y una cocinera de la casa grande, como el domicilio paterno era denominado en el entorno de los Vidal, acudía a Villa Helius para limpiar, abrillantar, planchar, cocinar y acolchar la existencia de mi acaudalado protector en un lecho de comodidad y perpetuo olvido de los engorrosos incordios de la vida cotidiana. Don Pedro Vidal se desplazaba por la ciudad en un flamante Hispano-Suiza pilotado por el chófer de la familia, Manuel Sagnier, y probablemente no había subido a un tranvía en toda su vida. Como buena criatura de palacio y alcurnia, a Vidal se le escapaba ese lúgubre y macilento encanto que tenían las pensiones de baratillo en la Barcelona de la época.
– No se contenga, don Pedro.
– Este sitio parece una mazmorra -proclamó finalmente-. No sé cómo puedes vivir aquí.
– Con mi sueldo, a duras penas.
Si es necesario, yo te pago lo que te falte para que vivas en un sitio que no huela ni a azufre ni a meados.
– Ni soñarlo.
Vidal suspiró.
Murió de orgullo y en la asfixia más absoluta. Ahí lo tienes, un epitafio gratis.
Durante unos instantes, Vidal se dedicó a deambular por la estancia sin abrir la boca, deteniéndose a inspeccionar mi minúsculo armario, mirar por la ventana con cara de asco, palpar la pintura verdosa que cubría las paredes y golpear suavemente con el dedo índice la bombilla desnuda que pendía del techo, como si quiera cornprobar que la calidad de todo ello era ínfima.
– ¿Qué le trae por aquí, don Pedro? ¿Demasiado aire puro en Pedralbes?
– No vengo de casa. Vengo del diario.
– ¿Yeso?
– Tenía curiosidad por ver dónde vives y, además, traigo algo para ti.
Extrajo un sobre de pergamino blanco de la chaqueta y me lo tendió.
– Ha llegado hoy a la redacción, a tu nombre.
Tomé el sobre y lo examiné. Estaba cerrado con un sello de lacre en el que se apreciaba el dibujo de una silueta alada. Un ángel. Aparte de eso, lo único que se podía ver era mi nombre pulcramente escrito en una caligrafía escarlata de trazo exquisito.
– ¿Quién lo envía? -pregunté, intrigado.
Vidal se encogió de hombros.
– Algún admirador. O admiradora. No lo sé. Ábrelo.
Abrí el sobre cuidadosamente y extraje una cuartilla doblada en la que, en la misma caligrafía, podía leerse lo siguiente:
Querido amigo:
Me permito escribirle para transmitirle mi admiración y felicitarle por el éxito cosechado por Los misterios de Barcelona durante esta temporada en las páginas de La. Voz de la Industria. Como lector y amante de la buena literatura, me produce aran placer encontrar una nueva voz rebosante de talento, juventud y promesa. Permítame, pues, como muestra de mi gratitud por las buenas horas que me ha proporcionado la lectura de sus relatos, invitarle a una pequeña sorpresa que confío resulte de su agrado esta noche a las 12 h. en ElEnsueño delRaval. Le estarán esperando.
Afectuosamente, A.C.
Vidal, que había estado leyendo por encima de mi hombro, enarcó las cejas, intrigado.
– Interesante -murmuró.
– ¿Interesante cómo? -pregunté-. ¿Qué clase de lugar es El Ensueño?
Vidal extrajo un cigarillo de su pitillera de platino.
– Doña Carmen no deja fumar en la pensión -advertí.
– ¿Por qué? ¿El humo enturbia el olor a cloaca?
Vidal encendió el cigarrillo y lo saboreó con doble placer, como se disfruta de todo lo prohibido.
– ¿Has conocido a alguna mujer, David?
– Pues claro. Montones.
– Quiero decir en el sentido bíblico.
– ¿En misa?
– No, en la cama.
– Ah.
– ¿Y?
Lo cierto es que no tenía gran cosa que contar que pudiera impresionar a alguien como Vidal. Mis andanzas y amoríos de adolescencia se habían caracterizado hasta la fecha por su modestia y una notable falta de originalidad. Nada en mi breve catálogo de pellizcos, arrumacos y besos robados en portales y salas de cinematógrafo en penumbra podía aspirar a merecer la consideración del maestro consagrado en las artes y las ciencias de los juegos de alcoba de la Ciudad Condal.
– ¿Qué tiene eso que ver con nada? -protesté.
Vidal adoptó un aire de magisterio y procedió a soltar uno de sus discursos.
– En mis tiempos mozos, lo normal era que, al menos los señoritos como yo, nos iniciásemos en estas lides de la mano de una profesional. Cuando yo tenía tu edad, mi padre, que era y aún es habitual de los establecimientos más finos de la ciudad, me llevó a un lugar llamado El Ensueño, que quedaba a pocos metros de ese palacio macabro que nuestro querido conde Güell se empeñó en que Gaudí le construyese junto a la Rambla. No me digas que no has oído nunca hablar de él.
– ¿Del conde o del lupanar?
– Muy gracioso. El Ensueño solía ser un establecimiento elegante para una clientela selecta y con criterio. La verdad es que pensaba que había cerrado hacía años, pero supongo que no debe de ser el caso. A diferencia de la literatura, algunos negocios siempre están en alza.
– Entiendo. ¿Es esto idea suya? ¿Una especie de broma?
Vidal negó.
– ¿De alguno de los cretinos de la redacción, entonces?
– Detecto cierta hostilidad en tus palabras, pero dudo que nadie que se dedique al noble oficio de la prensa en grado de soldado raso se pueda permitir los honorarios de un lugar como El Ensueño, si es el que yo recuerdo.
Resoplé.
– Tanto da, porque no pienso ir.
Vidal alzó las cejas.
NO me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres una alma pura que ansia esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del Niño Jesús.
– No iba a decir eso.
– Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza y acabando por la memoria.
Dejé deslizarse una pausa grave a modo de ovación silenciosa. Vidal era un gran aficionado a la ópera y habían acabado por pegársele el lempo y la declamación de las grandes arias. Nunca faltaba a su cita con Puccini en el Liceo desde el palco familiar. Era uno de los pocos, sin contar a los infelices apelotonados en el gallinero, que acudían allí a escuchar la música que tanto amaba y que tanto tendía a influenciar los discursos sobre lo divino y lo humano con que a veces, como aquel día, me regalaba los oídos.