«Fue la segunda mujer de mi vida. Se llamaba, inolvidablemente, Carlota Besares. Era la tía política del nieto. Había casado joven y enviudado pronto con un tío del muchacho, un hombre mayor al que el azar se llevó tempranamente, dejando a Carlota una herencia que acabó de convertirla en la mujer más libre de México. Tenía diez años más que yo. Era una mujer de trazo imperial en todos los sentidos. Caí a sus pies como un siervo en cuanto me hizo saber que le gustaba. Empezó a hacérmelo saber justamente en medio de aquella reunión de locos. Mientras mi jefe el abogado persuadía al comandante de atemperar la brutalidad de las conclusiones en el informe criminal, Carlota se acercó a mí discretamente y me dijo: "Si usted da consultas de abogado, tengo una consulta privada que hacerle." Puso su tarjeta en mi mano y agregó: "Llámeme cualquier día. Suelo estar disponible por las tardes." Me ahogó su perfume, la cercanía de su rostro me nubló la mirada. Tenía las cejas negras, la frente estrecha pero redonda, los párpados abiertos como un tajo de mujer de las estepas. A través de aquel tajo brillaban dos ojos negros de un humor, una lujuria y una claridad sin atenuantes. En párpados menos estrechos aquellos ojos hubiesen sido intolerables, asomaba por aquellas rendijas sólo la porción suficiente para no avasallar con las emociones que podían sentirse en su fulgor antiguo y duro. Recuerdo la escena asociada a unos versos de Machado: Gracias petenera mía / te vi y me perdí en tus ojos: / era lo que yo quería.

»Tardé una semana en llamarla y ella una tarde en recibirme. La enloqueció saber que no había tenido hasta entonces sino aquel remojón en el burdel y los trasiegos de Regina Grediaga. Me puso en el sillón y empezaron nuestros amores. Ella me enseñó todo lo que no sabía del amor, paso a paso, desde la primera tarde. Todo, salvo el dolor de ser rechazado, que había aprendido ya con Regina Grediaga. Caí literalmente rendido a los pies de Carlota, exhausto de amor físico por primera vez en mi vida. Podía hacerle el amor infatigablemente, y ella recibirme siempre dispuesta a más, risueña con el hallazgo de un cachorro juguetón. En materia de amores Carlota Besares era como un hombre. Era lujuriosa como los hombres lujuriosos, infiel como los hombres infieles. Quería probar todo, hasta lo que no le gustaba, lo mismo que muchos hombres. Quería que entraran en ella todos los hombres posibles del mismo modo que los hombres quieren llevar a la cama el mayor número posible de mujeres. Una actriz italiana dijo que los hombres con el sexo son como niños en una dulcería: se les antojan más cosas de las que pueden comer. Así me le antojé yo a Carlota la tarde del crimen aclarado. Antes había escogido al abogado de la familia con quien yo trabajaba, al mismísimo padre del muchacho abuelicida, hermano del marido de Carlota. En sus tiempos de actriz, conforme pasaban las semanas del rodaje, se iba llevando a la cama a todo el elenco de actores, al director, al camarógrafo y hasta a algún jala cables. Había tenido en su lecho al presidente de la Repú blica, un hombre de buena sonrisa y fiebre priápica. Se casó después, sobre el entendido de que su cacería personal no iba a suspenderse, comprometiéndose sólo a una discreción que aprendió a ejercer como una técnica de conducta que le dio los mayores dividendos en respeto social. Cada uno de sus galanes se creía exclusivo de ella, su dueño privilegiado, su único seductor. Sólo ella tenía el cuadro completo de su tapiz amoroso, tan diverso como el de un don Juan, tan discreto como el de un obispo en el convento. Sé que conmigo, durante un tiempo, Carlota hizo un alto en el tapiz de sus deseos. Se dedicó sólo a mí, llena, supongo, de mis fuegos y también del amor maternal, un tanto perverso, que permitían nuestras edades. Además del amor iniciático tuve mi primera y única adicción sexual con Carlota Besares. Requería de su cuerpo dos o tres veces al día, aparte de las noches, que eran largas y nuestras. Apenas le quedaba resquicio para alguna aventura. Por un tiempo, fue mi orgullo, no las requirió. Yo era su niño y ella lo sabía, pero la diferencia de nuestras edades no era tan obvia a primera vista, porque ella era una mujer esbelta de músculos duros, piel oscura, expresión joven, y yo tuve desde muy temprano cara de adulto, parecí siempre mayor que mis años. Todavía hoy que miro la foto de mi primera comunión, veo en ella a un adolescente más que a un niño, a un grandulón converso de mandíbulas grandes y manos como manoplas atrapando el cirio unos segundos antes de salir a galope tras una aventura de gente mayor. Puedo decir que fuimos felices y que los demás lo sabían al vernos, lo cual añade felicidad a la felicidad, porque los amantes quieren ser mirados, son narcisos que buscan su reflejo en el estanque de los demás.

»De todas mis mujeres, Carlota fue la única que no tuvo hijos. Luego de dos abortos, se cuidó de no tenerlos durante su matrimonio con un hombre mayor que habría arropado el engendramiento de otros como si fuera suyo. Carlota prefirió el placer a la descendencia. Pensó que era demasiado joven y que habría tiempo después para engendrar y criar, cosas que en su cabeza viril tenían una cierta condición vacuna, del todo contraria a su índole sensual, pronta al instante más que a la previsión, a la aventura más que al cuidado. Luego me tuvo a mí, que sacié en algún sentido su instinto de posesión maternal, completándolo con el placer no maternal que era su pasión verdadera. Fui su retoño carnal, chamaco y amante. Y fui enormemente feliz, no necesitaba otra cosa, acaso porque en el fondo he sido siempre un hombre monógamo. Tiendo a demorarme en la misma mujer y ella sola me basta. Mi poligamia no ha sido sino la extensión de mi índole monogámica, mi gusto por la misma mujer, el rechazo a la mezcla y la diversidad.

»Solía poseerla en el baño, mientras caía el agua caliente sobre nosotros hasta cubrir los vidrios de vaho. Ahí en el vaho hice una vez un dibujo obsceno y puse abajo: Yo en Carlota. Reincidimos en la posición días después y descubrí encantado que el nuevo vaho respetaba el antiguo dibujo: aparecieron completas la caricatura y su leyenda. Meses después, el mismo vaho de aquellos vidrios felices me daría el mensaje de que la tregua de Carlota con mi amor había terminado. Un día en que nos bañamos largamente apareció en el viejo vaho la leyenda que otro había pintado. Decía: Toño te ama. Vi aparecer esas palabras como quien ve derrumbarse un mundo. Me derrumbé yo mismo. A mi desmayo siguieron los cuidados de Carlota; cuando volví en mí, desnudo y frotado por sus ternuras sobre la cama, siguió el más increíble discurso de pertenencia amorosa que haya oído jamás, el discurso de sus desenfrenos: "A nadie he querido como a ti", me dijo Carlota. "Todos los demás han sido incidentes. Todos, salvo Sigfrido, que salió de mi vida mucho antes de que entraras tú. De modo que Sigfrido y tú, nada más. Todos los otros han sido curiosidad y juego. Amor, sólo Sigfrido y tú. En realidad sólo tú, porque Sigfrido fue para mí como para ti Regina Grediaga: una llama sin mecha, una pasión mal correspondida. Yo lo quise a él mientras él quería a otras. Sus otros amores mataron el mío. Me dije entonces: Esclava otra vez, de nadie. No seré esclava de ningún amor, en todo caso, del amor. Ahí empezó mi búsqueda, no de otro amor, sino de otros muchos, todos, tantos que al final significaran poco. Mi primera conquista fue el propio Sigfrido, a quien atraje nuevamente para tratarlo como romance de una sola vez. Apenas lo tuve, busqué al siguiente, para dejar de ser suya y ser de otro. Y vinieron los otros, uno tras otro, todo el ejército." Empezó entonces una descripción del ejército. Me habló toda la tarde de sus amores, a mí, que convalecía de haber descubierto sólo al último. En vez de consolarme de su infidelidad, me contó su vida infiel, para acabar de hundirme en los celos y el despecho. Con la abundancia de sus infidencias, debo decirlo, vi el conjunto de nuestra historia y a mí mismo como parte relativamente prescindible de ella, no como su centro. Por la noche, libre ella al fin del fardo de ocultarle a su niño las cosas obvias de la vida, nos enredamos en una lujuria limpia y desolada, deudora sólo de sí misma, sin las ilusiones y las dulzuras que suelen vestirlas. Fue nuestra noche de mayor entendimiento, el entendimiento desencantado; también la de nuestra primera escisión, o al menos de la mía. Supimos esa tarde y esa noche quiénes éramos, quiénes habíamos querido ser, quiénes no podríamos ser en adelante.