»A la siguiente semana me invitó a su casa. En medio del barullo de la comida, Regina me dijo al oído: "Yo fui una mala madre en mi vida anterior. Por eso no puedo ser feliz en esta vida sino con un esclavo, pero como en este mundo ya no hay esclavos tendrá que ser con un cadete, no con un ser normal", y empezó a reírse de mí y conmigo. "Para ser sonámbula estás bastante despierta", le dije. "Qué sonámbula ni qué sonámbula: eso le dije a Antonio que te dijera para impresionarte. La verdad es que no duermo, pero por otra cosa." "¿Cuál cosa?" "Bueno, no una cosa, una persona." "¿Qué persona?" "Eso no te puedo decir. Un cadete de la escuela de mi hermano. Está loco." "¿Loco por ti?" "No, loco de manicomio." "¿Está en el manicomio?" "No, anda suelto, pero se cree reencarnación de un esclavo al que mataron por enamorarse de su amita. ¿Puedes creer eso?" "Sí", le dije. "Pues también tú estarás loco." "También yo", le dije. "Va a haber un baile el último domingo del mes", me contestó. "¿Quieres venir? Tengo invitado a otro pero lo puedo cancelar." Pude ir, pero no canceló al otro. Nos tuvo a los dos peloteando todo el baile, ora con uno, ora con el otro. Yo era pretendiente nuevo. El otro parecía llevar muchas campañas en su conquista. De hecho, había pensado que ese baile sería su asalto final a la fortaleza. Entonces aparecí yo como habiéndola conquistado, al menos ante sus ojos. Terminamos a puñetazos en el baño y Regina afligida, gritando contra la brutalidad de los hombres. En el rubor de sus mejillas, sin embargo, bajo la humedad de sus lágrimas, vi la mirada invitadora de cabra loca, feliz de que pelearan por ella. Eso me fascinó. No sé si el otro despechado salió de su vida, yo entré de cabeza en ella. Le llamaba del colegio y le escribía cartas contándole historias antiguas que a mi vez leía en libros de historia militar, de manera que eran todas historias de gloria y sangre. Los días francos y los fines de semana los pasaba casi todo el tiempo en casa de los Grediaga, buscando la ocasión de quedarme unos minutos a solas con Regina. Siempre había esos minutos y el asalto instantáneo de los cuerpos, detenidos por Regina en el último escalón. "Después, después, ahora no." Fue el juego de nuestra adolescencia amorosa: yo asaltarla y ella retroceder en el último momento, castigando su deseo. Detrás de aquel pudor, que pudiera atribuirse a las costumbres pacatas de la época, había en realidad una voluntad de mando sobre sí y sobre el otro, un ejercicio de libertad en la cara del amor posible y del amante refrenado.

»Desde muchacha, Regina tuvo esa manera de no entregarse, al menos conmigo. Es un estilo frecuente en las mujeres y en los hombres. Jugar con la incertidumbre de la propia entrega amorosa como una forma de provocar al otro, pero también de no dejarse lastimar, de pedir que el otro se entregue antes. En Regina aquel estira y afloja era un talento mayor, desesperante, una forma radical de no dejarte llegar nunca cerca, al fondo de ella. Era capaz de enloquecer al más pintado porque, al mismo tiempo, no había nada más abierto y más invitante que su actitud y sus palabras. Eso que empezó como una estrategia de su inseguridad se acabó volviendo un recurso de su coquetería. En mi caso llevó el juego a las dimensiones de la obra de arte, porque me dio todo, salvo penetrarla, todo, hasta la última caricia, haciéndome saber en cada avance que su verdadero núcleo quedaba todavía lejos para mí, en un sitio donde ella habría de rendirse alguna vez, pero no se había rendido. Le dije: "Es un poco ridículo que no haya entrado en ti." "Has entrado más que si hubieras entrado", me respondió con precisión de libertina. Era del todo cierto, y no lo era. Me había envuelto con Regina en todas las formas de la auscultación amorosa, pero no tenía al fin la impresión cabal de haberla palpado, de haberla tenido entre mis manos. Finalmente, un día me dijo: "El sábado saldrá toda mi familia y estará libre la casa para ti y para mí, con todos sus cuartos y todas sus camas. ¿Entiendes lo que quiero decir?" El sábado llegué efectivamente a una casa donde nadie estaba sino Regina sola, prometida que darme. Pero esa vez que iba a tenerla no

pude siquiera darle un beso. Regina tenía una terrible noticia para mí: su vida había cambiado, la suerte le había alterado por completo el tablero. Un novio perdido había vuelto a la ciudad y la había venido a ver. "Es el amor de mi vida y voy a casarme con él", dijo sin más explicación y empezó a darme besos que no me supieron. Típico y enloquecedor: la tarde que iba a ser mía Regina me dijo que se iba a casar con otro. Salí de su casa medio loco, en efecto. No paré hasta encontrar a Grediaga en casa de su propia novia. "Fue su enamorado de niña y ahora volvió", dijo Grediaga. "Pero de ahí a que vayan a casarse, hay mucho trecho." Decidí no pelear ese trecho. Regina se dedicó al novio perdido en cuerpo y alma; al año anunciaron su matrimonio. Yo dejé de ir a casa de los Grediaga, herido en mi amor propio y en mi amor a secas. Pené mis cuitas con raptos y abismos románticos. Me hundía en ellos por la noche y terminaba exhausto al amanecer, con un alivio secreto que era una decisión tomada: cuando el sufrimiento fuese intolerable, me quitaría la vida. La idea de quitarme la vida había sido familiar para mí desde que mis padres murieron. Lo siguió siendo, en distintos intervalos, toda la vida. La idea clara y distinta, verdaderamente cartesiana, de que podía dar la espalda y salir del túnel intolerable de la vida, fue para mi un consuelo más que una carga. Un expediente de la libertad más que una opresión de la melancolía.

»Así perdí a Regina por primera vez. Nada extraño, aunque me pareciera intolerable en su momento. A todas mis mujeres las perdí varias veces y las gané al final en gran medida, pienso ahora, por que pude perderlas. Pero he hablado suficiente, demasiado. Cuénteme algo de la vida de este país y déjeme a mí descansar de la mía.»

Respondí a su cuestionario sobre la maraña política que agitaba a la opinión pública y que había convertido a un funcionario prestigiado del gobierno anterior en un prófugo de la justicia del gobierno en turno. Agotó la inspección del último detalle que pude procurarle y dijo, después, con risueño avenimiento:

– Lo mismo pasaba exactamente hace trescientos años. Dejemos nuestra comida aquí. Es tiempo de que vaya usted a su periódico y yo a mis libros. La próxima vez, si no le aburre, le contaré la historia de mi encuentro con Carlota.

La próxima vez tardó cuatro comidas en llegar. Adriano empezó su relato en el punto exacto donde lo había dejado:

– La época de mi pérdida de Regina Grediaga fue la de mi segunda definición profesional. Había decidido ser historiador, pero necesitaba ganarme la vida y reparar la pérdida de mi padre. Él había sido abogado. Yo decidí serlo también para completar su ciclo y recoger sin culpa su herencia, que no fue escasa: me dio una independencia prematura de la que no abdiqué nunca más. Ganarme la vida quiso decir para mí echar dinero en la bolsa de aquella independencia para evitar que menguara, demostrarme que no iba sólo a parasitar sobre ella. Pensaba que no tenía derecho a gastar lo que no pudiera ganarme. La falta de necesidad suele ser generosa, sólo es avara la necesidad. Empecé a ejercer el derecho sacudido todavía por los recuerdos de Regina, y el derecho me llevó, como pasante, a la siguiente sacudida. Acompañé al abogado penalista Baltasar Orduña, el más famoso de su tiempo, mi maestro y contratante, al más fructífero de sus casos. Representaba a una familia cuyo patriarca había sido muerto a martillazos en la cama, junto con su esposa, una dama célebre por sus obras filantrópicas. Baltasar era el abogado del hijo del muerto y fue citado a la sesión en que los detectives habrían de dar su veredicto. Baltasar me invitó como su carga portafolios de lujo y acudí al aquelarre. Un comandante de la policía resumió ante la familia reunida las investigaciones que habían llevado a cabo. Concluyó que, contra las hipótesis primeras, el crimen no era de un agente externo a la casa sino que se había maquinado adentro. Todos esperábamos que el detective se volviera hacia la servidumbre en busca de culpable, pero se paró frente al nieto adolescente de los muertos y dijo: "Quien mató a tus abuelos fuiste tú, muchacho cabrón." Dijo esto último con voz de oficial de regimiento, es decir, a todo pulmón. La potencia de su voz y la brutalidad de su cargo desbarataron la ecuanimidad del nieto, que ahí mismo se echó a llorar y confesó su culpa. Fue una conmoción para todos, salvo para una mujer de grandiosas piernas que miraba desde un sillón consistorial, como regocijada por la escena. Me miraba en particular a mí, que a mi vez no paraba de mirarla.