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Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, septiembre de 1985. Dos años después de desaparecer en Managua, Ulises Lima volvió a México. A partir de entonces pocas personas lo vieron y quienes lo vieron casi siempre fue por casualidad. Para la mayoría, había muerto como persona y como poeta.

Yo lo vi en un par de ocasiones. La primera vez me lo encontré en Madero y la segunda vez fui a verlo a su casa. Vivía en una vecindad de la colonia Guerrero, adonde sólo iba a dormir, y se ganaba la vida vendiendo marihuana. No tenía mucho dinero y el poco que tenía se lo daba a una mujer que vivía con él, una chava que se llamaba Lola y que tenía un hijo. La tal Lola parecía una tipa de armas tomar, era del sur, de Chiapas, o tal vez guatemalteca, le gustaban los bailes, se vestía como punk y siempre estaba de mal humor. Pero su niño era simpático y al parecer Ulises se encariñó con él.

Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría.

De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros.

Después pasó mucho tiempo antes de que lo volviera a ver. Yo intentaba moverme en otros círculos, tenía otros intereses, tenía que buscar trabajo, tenía que darle algo de dinero a Xóchitl, también tenía otros amigos.

Joaquín Font, psiquiátrico La Fortaleza, Tlalnepantla, México DF, septiembre de 1985. El día del terremoto volví a ver a Laura Damián. Hacía mucho que no experimentaba una visión parecida. Veía cosas, veía ideas, sobre todo veía dolor, pero no veía a Laura Damián, la figura borrosa de Laura Damián, sus labios entre adivinados y avistados diciendo que todo, pese a las evidencias, estaba bien. Bien en México, conjeturo, o bien en las casas de los mexicanos, o bien en las cabezas de los mexicanos. La culpa era de los tranquilizantes, aunque en La Fortaleza, para ahorrar, apenas reparten una o dos pastillas a cada interno, y eso sólo a los más desquiciados. O sea que tal vez la culpa no fuera de los tranquilizantes. Lo cierto es que hacía mucho que no la veía y cuando la tierra empezó a temblar la vi. Y entonces supe que tras el desastre todo estaba bien. O tal vez en el momento del desastre todo, para no morir, se ponía de golpe bien. Unos días después vino a verme mi hija. ¿Tú te has enterado del terremoto?, me preguntó. Claro que sí, respondí. ¿Han muerto muchos? No, no muchos, dijo mi hija, pero sí bastantes. ¿Han muerto muchos amigos? Que yo sepa, ninguno, dijo mi hija. Los pocos amigos que nos quedan no necesitan ningún terremoto de México para morirse, dije yo. A veces pienso que tú no estás loco, dijo mi hija. No estoy loco, dije yo, sólo confundido. Pero la confusión te dura desde hace mucho, dijo mi hija. El tiempo es una ilusión, dije yo y pensé en gente que hacía mucho que no había visto e incluso en gente que no había visto nunca. Si pudiera te sacaría, dijo mi hija. No hay prisa, dije yo y pensé en los terremotos de México que venían avanzando desde el pasado, con pie de mendigos, directos hacia la eternidad o hacia la nada mexicana. Si fuera por mí, te sacaría hoy mismo, dijo mi hija. No te preocupes, le dije, ya bastantes problemas debes tener con tu vida. Mi hija se me quedó mirando y no me contestó. Durante el terremoto los dolientes de La Fortaleza se cayeron de sus camas, los que no dormían atados, le dije, y no había nadie que controlara los pabellones pues los enfermeros salieron a la carretera y algunos se marcharon a la ciudad para enterarse qué les había ocurrido a sus familias. Durante unas horas los locos estuvieron a su albedrío. ¿Y qué hicieron?, dijo mi hija. Poca cosa, algunos se pusieron a rezar, otros salieron a los patios, la mayoría siguió durmiendo, en sus camas o en el suelo. Qué suerte, dijo mi hija. ¿Y tú qué hiciste?, pregunté por cortesía. Nada, bajé al departamento de una amiga y allí nos estuvimos los tres juntos. ¿Quiénes?, dije. Mi amiga, su hijo y yo. ¿Y no murió ningún amigo? Ninguno, dijo mi hija. ¿Estás segura? Estoy segurísima. Qué diferentes que somos, dije. ¿Por qué?, dijo mi hija. Porque yo sin salir de La Fortaleza sé que más de un amigo habrá muerto aplastado por el terremoto. No ha muerto nadie, dijo mi hija. Es igual, es igual, dije. Durante un rato estuvimos en silencio contemplando a los locos de La Fortaleza que deambulaban como pajaritos, serafines y querubines con el pelo manchado de mierda. Qué desconsuelo, dijo mi hija o eso me pareció escuchar. Creo que se puso a llorar pero yo traté de no prestarle atención y lo conseguí. ¿Te acuerdas de Laura Damián?, le dije. Apenas la conocí, dijo ella, y tú también apenas la conociste. Yo fui muy amigo de su señor padre, dije. Un loco se acuclilló y se puso a vomitar junto a una puerta de hierro. Tú te hiciste amigo de su padre sólo después de la muerte de Laura, dijo mi hija. No, dije, yo ya era amigo de Álvaro Damián antes de que ocurriera la desgracia. Bueno, dijo mi hija, no vamos a discutir por eso. Después me estuvo contando durante un rato las tareas de rescate que se llevaban a cabo por toda la ciudad y en las que ella participaba o había participado o le hubiera gustado participar (o había visto desde lejos), y también me contó que su madre hablaba de irse definitivamente del DF. Eso me interesó. ¿Adonde?, dije. A Puebla, dijo mi hija. Me hubiera gustado preguntarle qué pensaban hacer conmigo, pero mientras pensaba en Puebla me olvidé de hacerlo. Después mi hija se fue y yo me quedé a solas con Laura Damián, con Laura y con los locos de La Fortaleza, y su voz, sus labios invisibles dijeron que no me preocupara, que si mi mujer se iba a Puebla ella se quedaría a mi lado y que nadie me echaría nunca del manicomio y que si algún día me echaban ella se vendría conmigo. Ay, Laura, suspiré. Y luego Laura me preguntó, como si se hiciera la desentendida, qué tal iba la joven poesía mexicana, que si mi hija me había traído noticias de la larga y sangrienta marcha de los jóvenes líricos del DF. Y yo le dije va bien. Mentí, dije va bien, casi todo el mundo publica, con el terremoto van a tener tema para años. No me hables del terremoto, dijo Laura Damián, habíame de poesía, qué más te contó tu hija. Y yo entonces me sentí cansado, profundamente cansado y dije todo va bien, Laura, todos están bien. ¿Y todavía se leen mis poesías?, dijo ella. Todavía se leen, dije yo. No me mientas, Quim, dijo Laura. No te miento, dije yo y cerré los ojos.

Cuando los abrí el círculo de los locos que deambulaban por los patios de La Fortaleza se había estrechado a mi alrededor. Otro se hubiera puesto a gritar de terror, se hubiera puesto a rezar dando alaridos, se hubiera desnudado y hubiera echado a correr como un jugador de fútbol americano enloquecido, se hubiera derretido ante la profusión de ojos que giraban como planetas desbocados. Pero yo no. Los locos giraban a mi alrededor y yo me quedé quieto como el pensador de Rodin y los miré y luego miré el suelo y vi hormigas rojas y negras enzarzadas en combate y no dije ni hice nada. El cielo era muy azul. La tierra era marrón clara, con piedritas y terrones. Las nubes eran blancas y corrían en dirección oeste. Luego miré a los locos que deambulaban como fichas de un azar aún más enloquecido y volví a cerrar los ojos.