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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Los muchachos, por suerte, no tenían prisa. Puse las botanas sobre una mesita, abrimos las latas de chile chipotle, repartí escarbadientes, servimos el tequila y nos miramos a los ojos. ¿En dónde estábamos, muchachos?, les dije, y ellos dijeron en el retrato de cuerpo entero del general Diego Carvajal, mecenas de las artes y jefe de Cesárea Tinajero, mientras afuera, en la calle, empezaron a sonar unas sirenas, las sirenas de un patrullero, primero, y luego las sirenas de una ambulancia. Pensé en los muertos y en los heridos y me dije que ése era mi general, un muerto y un herido al mismo tiempo, así como Cesárea era una ausencia y yo un viejo briago y entusiasmado. Después les dije a los muchachos que lo de jefe era un decir, que había que conocer a Cesárea para darse cuenta de que nunca en su vida iba a poder tener un jefe ni un trabajo de esos llamados estables. Cesárea era taquígrafa, les dije, ésa era su profesión, y era una buena secretaria, pero su carácter, tal vez sus manías, eran más fuertes que sus méritos y si no llega a ser por Manuel que le consiguió el trabajo con mi general, la pobre Cesárea se hubiera visto obligada a peregrinar por los subterráneos más siniestros del DF. Y entonces les volví a preguntar si de verdad (pero de verdad-de verdad) ellos no habían oído hablar nunca del general Diego Carvajal. Y ellos dijeron no, Amadeo, jamás, ¿qué era?, ¿obregonista o carrancista?, ¿un hombre de Plutarco Elias Calles o un revolucionario de verdad? Un revolucionario de verdad, les dije yo con la voz más triste del mundo, pero también un hombre de Obregón, la pureza no existe, muchachos, desengáñense, la vida es una mierda, mi general era un herido y un muerto al mismo tiempo, y también un hombre valiente. Y entonces me puse a hablarles de la noche en que Manuel nos contó su proyecto de la ciudad vanguardista, Estridentópolis, y que nosotros al escucharlo nos reímos, creímos que era una broma, pero no, no era una broma, Estridentópolis era una ciudad posible, al menos posible en los vericuetos de la imaginación, que Manuel pensaba levantar en Jalapa con la ayuda de un general, nos dijo, el general Diego Carvajal nos va a ayudar a construirla, y entonces algunos de nosotros le preguntamos quién carajo era ese general (igual que los muchachos me lo preguntaron a mí aquella noche) y Manuel nos contó su historia, una historia, muchachos, les dije, que no difiere mucho de la de tantos hombres que lucharon y se distinguieron en nuestra revolución, hombres que entraron desnudos en el torbellino de la historia y que salieron vestidos con los más brillantes y más atroces harapos, como mi general Diego Carvajal, que entró analfabeto y salió convencido de que Picasso y Marinetti eran los profetas de algo, de qué, no lo sabía muy bien, no lo supo nunca muy bien, muchachos, pero tampoco nosotros sabemos mucho más. Una tarde fuimos a verlo a su despacho. Esto sucedió poco antes de que Cesárea se sumara al estridentismo. Al principio la actitud del general fue un poco fría, como si guardara las distancias. No se levantó para saludarnos y mientras Manuel hacía las presentaciones apenas abrió la boca. Eso sí, nos miraba a cada uno a los ojos, como si quisiera ver qué teníamos en el fondo de nuestras mentes o en el fondo del alma. Yo pensé: cómo pudo Manuel hacerse amigo de este hombre, porque el general, a primera vista, pues no se diferenciaba de tantos otros militares que el oleaje de la revolución había depositado en el DF, daba la impresión de ser un tipo reconcentrado, serio, desconfiado, violento, en fin, nada que se pudiera asociar con la poesía, aunque yo bien sé que han habido poetas reconcentrados y serios y bastante desconfiados y muy violentos, miren a Díaz Mirón, por ejemplo, y no me tiren de la lengua, a veces me da por pensar que los poetas y los políticos, sobre todo en México, son una y la misma cosa, al menos yo diría que abrevan en la misma fuente. Pero entonces yo era joven, demasiado joven e idealista, es decir: yo era puro, y esas chingaderas me tocaban el alma, así que puedo decir que no me gustó a primeras de cambio el general Diego Carvajal. Pero entonces sucedió algo muy simple que lo cambió todo. Después de taladrarnos con la mirada o de soportar con aire entre aburrido y ausente las palabras preliminares de Manuel, el general llamó a uno de sus guardaespaldas, un indio yaqui al que llamaba Equitativo, y le ordenó traer tequila, pan y queso. Y eso fue todo, ésa fue la varita mágica con que el general nos abrió los corazones, contado de esta manera parece una pendejada, ¡hasta a mí me parece una pendejada!, pero entonces el sólo hecho de apartar los papeles de su escritorio y decirnos arrímense con confianza, tuvo la virtud de echar abajo cualquier reserva o prejuicio que pudiéramos tener, y todos, como no podía ser menos, nos arrimamos a la mesa y nos pusimos a beber y a comer pan con queso que según decía mi general era costumbre francesa, y Manuel en esto (y en todo) lo apoyaba, claro que era costumbre francesa, algo usual en los tugurios de los alrededores del boulevard del Temple y también en los tugurios de los alrededores del Faubourg St. Denis, y Manuel y mi general Diego Carvajal se pusieron a hablar de París y del pan con queso que se comía en París, y del tequila que se bebía en París y de que parecía mentira de lo bien que bebían, de lo bien que sabían beber los pinches parisinos de los alrededores del Mercado de las Pulgas, como si en París, eso pensé yo, todo sucediera en los alrededores de alguna calle o de alguna parte y nunca en una calle o en una parte determinada, y eso se debía, lo supe luego, a que Manuel todavía no había estado en la Ciudad Luz, y mi general tampoco, aunque ambos, no sé por qué, profesaban por aquella lejana y presumiblemente embriagadora urbe un amor o una pasión digna, creo yo, de mejores causas. Y llegados a este punto permítanme una digresión: años después, cuando la amistad que Manuel me dispensaba hacía tiempo que había desaparecido, una mañana, leyendo el periódico, me enteré de que partía rumbo a Europa. El poeta Manuel Maples Arce, decía la nota, sale de Veracruz con destino a El Havre. No decía el padre del estridentismo se va a Europa ni el primer poeta vanguardista mexicano parte para el Viejo Continente, sino simplemente: el poeta Manuel Maples Arce. Y puede que ni siquiera dijera el poeta, tal vez la nota decía el licenciado Maples Arce se dirige a un puerto francés, en donde seguirá por otros medios (en tren, ¡en carrozas desbocadas!) su viaje hasta suelo italiano, en donde acometerá la labor de cónsul o vicecónsul o agregado cultural de la embajada mexicana en Roma. Bien. Mi memoria ya no es lo que era. Hay cosas que olvido, lo reconozco. Pero aquella mañana, cuando leí la nota y supe que Manuel por fin conocería París, me alegré, sentí que mi pecho se llenaba de alegría, aunque Manuel ya no se considerara mi amigo, aunque el estridentismo hubiera muerto, aunque la vida nos hubiera cambiado tanto que ya por entonces nos costaba reconocernos. Pensé en Manuel y pensé en París, que no conozco pero que alguna vez he visitado en sueños, y pensé que ese viaje nos justificaba y a su manera un tanto misteriosa, no es albur, nos hacía justicia. Por supuesto, mi general Diego Carvajal nunca salió de México. Lo mataron en 1930, en una balacera de origen incierto, en el patio interior del lenocinio Rojo y Negro, que por entonces estaba situado en la calle Costa Rica, a pocas manzanas de aquí, bajo la protección directa, decían, de un capitoste de la Secretaría de Gobernación. En la reyerta murió mi general Diego Carvajal, uno de sus guaruras, tres pistoleros del estado de Durango y una puta muy famosa por aquellos años, Rosario Contreras, que decían que era española. Yo fui a su entierro y a la salida del cementerio me encontré con List Arzubide. Según List (que en su día también viajó a Europa), a mi general le habían preparado una encerrona por motivos políticos, todo lo contrario de lo que dijo la prensa, decantada por la reyerta de lupanar o por causas de índole pasional o amorosa en donde Rosario Contreras jugaba un papel destacado. Según List, que conocía personalmente el burdel, a mi general le gustaba coger en la habitación más retirada, un cuartito no muy grande pero que en cambio tenía la ventaja de estar situado al fondo de la casa, lejos del ruido, al lado de un patio interior en donde había una fuente. Y después de coger a mi general le gustaba salir al patio a fumarse su cigarro y a pensar en la tristeza poscoito, en la pinche tristeza de la carne, en todos los libros que no había leído. Y según List, los asesinos se apostaron en el pasillo que daba a las habitaciones principales del burdel, un sitio desde el que dominaban todos los rincones del patio interior. Lo que indica que sabían de las costumbres de mi general. Y esperaron y esperaron, mientras mi general cogía con Rosario Contreras, una puta de vocación según tengo entendido, pues no le escaseaban las ofertas de retirarla y ella siempre optó por su independencia, casos más raros se han visto. Y por lo visto la cogida fue larga y meticulosa, como si los querubines o los cupidos hubiesen querido que Rosario y mi general disfrutaran plenamente de su última experiencia amorosa, al menos aquí, en la parte mexicana del planeta Tierra. Y así pasaron las horas, con Rosario y mi general enzarzados en lo que los jóvenes y no tan jóvenes llaman hoy una pisada o un guagüis o un burrito o un palo o un clavo o un parcheo o un pa tus chicles o un pa tus tunas o un te voy a dar pa dentro de tres días, aunque ellos lo que se estaban dando era para el resto de la eternidad. Y los asesinos mientras tanto esperaban y se aburrían y lo que no esperaban, sin embargo, fue que mi general saliera al patio con la pistola al cinto o en el bolsillo o encajada entre el pantalón y la barriga, animal de costumbre que era él. Y cuando mi general por fin salió a fumarse su cigarro comenzó la balacera. Según List, al guarura de mi general ya lo habían venadeado antes sin ningún problema, así que cuando empezó el mitote eran tres contra uno y encima tenían a favor el factor sorpresa. Pero mi general Diego Carvajal era demasiado hombre y además conservaba unos buenos reflejos y el asunto no les salió bien. Las primeras balas lo alcanzaron pero tuvo el ánimo suficiente como para sacar su pistola y responder al fuego. Según List, mi general, parapetado tras la fuente, hubiera podido aguantar él solo la embestida durante un tiempo indefinido, pues si bien los asesinos estaban guarecidos en una posición inmejorable, la posición de mi general no lo era menos y ni uno ni otros se atrevían a tomar la iniciativa. Pero entonces salió Rosario Contreras de su cuarto alertada por el ruido y una bala la mató. El resto es confuso: probablemente mi general corrió a auxiliarla, a ponerla a salvo, tal vez se dio cuenta de que estaba muerta y el coraje que sintió pudo más que su prudencia: se irguió, apuntó a donde estaban los asesinos y avanzó hacia ellos disparando. Así morían los antiguos generales de México, muchachos, les dije, ¿qué les parece? Y ellos dijeron: ni nos parece ni nos deja de parecer, Amadeo, es como si nos estuvieras contando una película. Y entonces yo volví a pensar en Estridentópolis, en sus museos y en sus bares, en sus teatros al aire libre y en sus periódicos, en sus escuelas y en sus dormitorios para los poetas transeúntes, en esos dormitorios donde dormirían Borges y Tristán Tzara, Huidobro y André Bretón. Y vi a mi general platicando con nosotros otra vez. Lo vi haciendo planes, lo vi bebiendo apoyado en la ventana, lo vi recibiendo a Cesárea Tinajero que venía con una carta de recomendación de Manuel, lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en donde don José Juan dice: «Bajo el celeste pavor / delira por la única estrella / el cántico del ruiseñor.» Que es como decir, muchachos, les dije, que veía los esfuerzos y los sueños, todos confundidos en un mismo fracaso, y que ese fracaso se llamaba alegría.