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Mi idea, o mi tentación, era la siguiente: sugerirle a Zarco que incluyera a Piel Divina en la antología. A mi favor tenía el número, en mi contra tenía todo lo demás. La temeridad de esta iniciativa al principio, lo reconozco, me pareció más bien como para morirse de risa. Literalmente, me asusté de mí mismo. Luego me pareció como para morirse de pena. Y luego, cuando por fin pude verla y sopesarla con una cierta frialdad (aunque esto es un decir, claro), me pareció digna y triste y temí seriamente por mi integridad mental. Tuve, eso sí, la discreción o la astucia de no anunciar mi propósito al principal interesado, es decir a Piel Divina, a quien veía tres veces al mes, dos veces al mes, en ocasiones sólo una vez o ninguna, pues sus ausencias solían ser prolongadas y sus apariciones imprevistas. Nuestra relación, desde el segundo y trascendental encuentro en el estudio de Emilito Laguna, había seguido una marcha irregular, en ocasiones ascendente (sobre todo en lo que a mí respecta), en ocasiones inexistente.

Nos solíamos ver en un departamento que mi familia tenía en la Nápoles y que estaba vacío, aunque el método empleado para nuestros encuentros era mucho más complicado. Piel Divina me telefoneaba a casa de mis padres y como yo casi nunca estaba dejaba un recado a nombre de Estéfano. El nombre, lo juro, no fui yo quien se lo sugerí. Según él era un homenaje a Stephane Mallarmé, autor a quien sólo conocía de oídas (como casi todo, por otra parte) pero que, vaya uno a saber por qué peregrina asociación mental, consideraba como uno de mis manes tutelares. En una palabra: el nombre bajo el que dejaba sus recados era una suerte de homenaje a lo que él creía era lo más caro para mí. Es decir, el nombre fingido escondía una atracción, un deseo, una necesidad (no me atrevo a llamarlo amor) auténtica de o hacia mí, lo cual, con el paso de los meses y tras incontables meditaciones, comprendí que me llenaba de alborozo.

Tras sus recados solíamos encontrarnos en la Glorieta de Insurgentes, en la entrada de una tienda dedicada a la alimentación macrobiótica. Después nos perdíamos por la ciudad, en cafeterías y cantinas de la zona norte, por los alrededores de La Villa, en donde yo no conocía a nadie y en donde Piel Divina no tenía empacho alguno en presentarme amigos y amigas que aparecían en los lugares más inesperados y cuyas cataduras hablaban más de un México penitenciario que de la otredad, aunque la otredad, como se lo intenté explicar, era dable de ser vista en cualquier parte. (Como el Espíritu Santo, dijo Piel Divina, en fin, noble bruto.) Llegada la noche, como dos peregrinos, nos alojábamos en pensiones u hoteles de ínfima categoría, pero con un cierto esplendor (no quiero ponerme romántico, pero incluso diría: con una cierta esperanza), sitos en la Bondojito o en los alrededores de Talismán. Nuestra relación era espectral. No quiero hablar de amor, me resisto a hablar de deseo. Compartíamos pocas cosas: algunas películas, algunas figurillas de artesanía popular, su gusto por contar historias desesperadas, mi gusto por escucharlas.

A veces, era inevitable, me regalaba alguna de las revistas que sacaban los real visceralistas. En ninguna vi un poema suyo. De hecho, cuando se me ocurrió hablarle a Zarco de su poesía yo sólo tenía dos poemas de Piel Divina, ambos inéditos. Uno era una mala copia de un mal poema de Ginsberg. El otro era un poema en prosa que Torri no hubiera desaprobado, extraño, en donde vagamente hablaba de hoteles y combates, y que yo pensaba que estaba inspirado por mí.

La noche antes de mi cita con Zarco apenas pude dormir. Me sentía como una Julieta mexicana, atrapada en una lucha sorda de Montescos y Capuletos. Mi relación con Piel Divina era secreta, al menos hasta donde la situación era controlable por mí. No quiero decir con esto que en mi círculo de amigos desconocieran mi homosexualidad, que yo llevaba con discreción pero sin ocultamiento. Lo que sí desconocían era que me entendiera con un real visceralista, si bien el más atípico de todos, un real visceralista al fin y al cabo. ¿Cómo le iba a caer a Albertito Moore que yo propusiera a Piel Divina para la antología? ¿Qué iba a pensar Pepín Morado? ¿Creería Adolfito Olmo que me había vuelto loca? ¿Y el propio Ismael Humberto, tan frío, tan irónico, tan aparentemente más allá, no vería en mi sugerencia una traición?

Así que cuando me presenté en casa de Ismael Humberto Zarco y le mostré esos dos poemas que llevaba como dos tesoros, interiormente iba preparado para ser objeto de las preguntas más capciosas. Como así fue, pues Ismael Humberto no es tonto y se dio cuenta enseguida que mi protege era un fuera de la ley, como se suele decir. Por suerte (Ismael Humberto no es tonto, pero tampoco es Dios) no lo relacionó con los real visceralistas.

Luché duramente por el poema en prosa de Piel Divina. Argüí que puesto que la antología no era ni mucho menos rigurosa en cuanto al número de poetas, qué más le daba a él incluir un texto de mi amigo. El antologador se mostró inflexible. Pensaba publicar a más de doscientos poetas jóvenes, la mayoría con un solo poema, mas no a Piel Divina.

En un momento de nuestra discusión me preguntó por el nombre de mi protegido. No lo sé, dije, exhausto y avergonzado.

Cuando volví a ver a Piel Divina le comenté, en un instante de debilidad, mis vanos esfuerzos por incluir un texto suyo en el esperado libro de Zarco. En su forma de mirarme noté algo parecido a la gratitud. Después me preguntó si la antología de Ismael Humberto incluía a Pancho y Moctezuma Rodríguez. No, dije, creo que no. ¿Y a Jacinto Requena y Rafael Barrios? Tampoco, dije. ¿Y a María y Angélica Font? Tampoco. ¿Y a Ernesto San Epifanio? Negué con la cabeza, aunque en realidad yo no sabía, ese nombre no me sonaba de nada. ¿Y a Ulises Lima? Miré fijamente sus ojos oscuros y dije no. Entonces es mejor que yo tampoco aparezca, dijo él.

Angélica Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, abril de 1979. A finales de 1977 ingresaron en un hospital a Ernesto San Epifanio para trepanarle la cabeza y extirparle un aneurisma del cerebro. Al cabo de una semana, sin embargo, tuvieron que volver a abrir pues al parecer se les olvidó algo en el interior de su cabeza. Las esperanzas de los médicos en esta segunda operación eran mínimas. Si no se le operaba moriría, si se lo operaba, también, pero un poco menos. Eso fue lo que yo entendí y yo fui la única persona que estuvo con él todo el tiempo. Yo y su madre, aunque su madre de alguna manera no cuenta pues sus visitas diarias al hospital la transformaron en la mujer invisible: cuando aparecía su quietud era tan grande que aunque la verdad es que entraba a la habitación e incluso se sentaba junto a la cama, en el fondo parecía no traspasar el umbral, o no acabar de traspasar nunca el umbral, una figura diminuta enmarcada por el hueco blanco de la puerta.

También vino en un par de ocasiones mi hermana María. Y Juanito Dávila, alias el Johnny, el último amor de Ernesto. El resto fueron hermanos, tías, personas que yo no conocía y que estaban unidas con mi amigo por los más extraños lazos de parentesco.

No vino ningún escritor, ningún poeta, ningún ex amante.

La segunda operación duró más de cinco horas. Yo me quedé dormida en la sala de espera y soñé con Laura Damián. Laura venía a buscar a Ernesto y luego los dos salían a pasear por un bosque de eucaliptos. Yo no sé si existen los bosques de eucaliptos, quiero decir yo nunca he estado en un bosque de eucaliptos, pero el de mi sueño era espantoso. Las hojas eran plateadas y cuando me rozaban los brazos dejaban una marca oscura y pegajosa. El suelo era blando, como ese suelo de agujas de los bosques de pino, aunque el bosque de mi sueño era un bosque de eucaliptos. Los troncos de todos los árboles, sin excepción, estaban podridos y su hedor era insoportable.