Изменить стиль страницы

A partir de entonces Lima prefirió dormir el tiempo que le restaba hasta cobrar su paga en una de las cuevas de El Borrado. El Pirata y yo lo acompañamos una tarde y le indicamos cuáles eran las mejores cuevas, en dónde estaba el pozo, qué camino debía seguir por las noches para evitar despeñarse, en fin, algunos secretos para hacer placentera una vida al aire libre. Cuando no estábamos en el mar nos veíamos en el bar de Raoul. Lima se hizo amigo de Margueritte y de Francois y de un alemán de unos cuarentaicinco años, Rudolph, que trabajaba en Port Vendres y en los alrededores haciendo lo que fuera y que aseguraba que a los diez años había sido soldado de la Wehrmacht y que había obtenido una cruz de hierro. Cuando los demás mostrábamos nuestra incredulidad, él sacaba la medalla y la enseñaba a quien quisiera verla: una cruz de hierro ennegrecida y oxidada. Y luego la escupía y blasfemaba en alemán y en francés. Se ponía la medalla a treinta centímetros de la cara y hablaba con ella como si fuera un enano y le hacía morisquetas y luego la bajaba y la escupía con desprecio o con rabia. Una noche yo le dije: ¿si tanto odias esa puta medalla por qué de una puta vez no la arrojas al puto mar? Rudolph, entonces, se quedó callado, como si se avergonzara, y guardó la cruz de hierro en un bolsillo.

Y una mañana por fin recibimos nuestra paga y esa misma mañana apareció otra vez Belano y estuvimos celebrando el viaje que el mexicano iba a hacer a Israel. Cerca de medianoche, el Pirata y yo los acompañamos hasta la estación. A las doce Lima iba a coger el tren de París y en París cogería el primer avión rumbo a Tel-Aviv. En la estación, lo juro, no había ni un alma. Nos sentamos en una banca, afuera, y poco después el Pirata se quedó dormido. Bueno, dijo Belano, se me hace que ésta es la última vez que nos vemos. Llevábamos mucho rato callados y su voz me sobresaltó. Pensé que se dirigía a mí, pero cuando Lima le contestó en español supe que no hablaba conmigo. Ellos siguieron con su cháchara durante un rato. Luego llegó el tren, el tren que venía de Cerbére, y Lima se levantó y me dijo adiós. Gracias por enseñarme a ir en un barco, Lebert, eso fue lo que me dijo. No quiso que despertara al Pirata. Belano lo acompañó hasta las puertas del tren. Los vi cómo se daban la mano y luego el tren se marchó. Esa noche Belano durmió en El Borrado y el Pirata y yo nos fuimos al Isobel. Al día siguiente Belano ya no estaba en Port Vendres.

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. De repente sentí que alguien me hablaba. Decían: señor Salvatierra, Amadeo, ¿se encuentra bien? Abrí los ojos y allí estaban los dos muchachos, uno de ellos con la botella de Sauza en la mano, y yo les dije no es nada, muchachos, sólo me he traspuesto un poco, a mi edad el sueño nos agarra en los momentos más inoportunos o inverosímiles, menos cuando nos debe agarrar, o sea a las doce de la noche y en nuestra cama, que es precisamente cuando el pinche sueño desaparece o se hace el desentendido y los viejos nos desvelamos. Pero a mí no me molesta desvelarme porque así me paso las horas leyendo y de vez en cuando incluso hasta tengo tiempo para revisar mis papeles. Lo malo es que luego me ando quedando dormido en cualquier parte, incluso en el trabajo, y la reputación se resiente. No te preocupes, Amadeo, dijeron los muchachos, si quieres echarte un sueñecito, échatelo no más, nosotros podemos venir otro día. No, muchachos, ya estoy bien, les dije, ¿a ver, qué pasa con el tequila? Y entonces uno de ellos abrió la botella y escanció el néctar de los dioses en los respectivos vasos, los mismos en donde antes habíamos bebido mezcal, lo que según algunos es señal de dejación y según otros una exquisitez de los mil demonios pues al estar el cristal, digamos, lacado con el mezcal, el tequila se encuentra más a gusto, como si a una mujer desnuda la vistiéramos con un abrigo de piel. ¡Salud, pues!, dije. Salud, dijeron ellos. Luego saqué la revista que aún tenía bajo el brazo y la pasé por delante de sus ojos. Ah, qué muchachos, los dos hicieron ademán de cogerla, pero no pudieron. Éste es el primer y último número de Caborca, les dije, la revista que sacó Cesárea, el órgano oficial, como quien dice, del realismo visceral. Por descontado, la mayoría de los publicados no son del grupo. Aquí está Manuel, Germán, Arqueles no está, Salvador Gallardo está, ojo: Salvador Novo está, Pablito Lezcano está, Encarnación Guzmán Arredondo está, un servidor está y luego vienen los extranjeros: Tristan Tzara, André Bretón y Philipe Souppault, ¿eh?, qué trío. Y entonces sí que dejé que me arrebataran la revista y con qué gusto vi cómo los dos metían sus cabezas dentro de esas viejas páginas en octavo, la revista de Cesárea, aunque los muy cosmopolitas a lo primero que se fueron fue a las traducciones, a los poemas de Tzara, Bretón y Souppault, traducidos respectivamente por Pablito Lezcano, Cesárea Tinajero y Cesárea y un servidor. Si mal no recuerdo los poemas eran «El pantano blanco», «La noche blanca» y «Alba y ciudad», que Cesárea se empeñó en traducir como «La ciudad blanca», pero que yo me negué. ¿Que por qué? Pues por que no, señores, una cosa es alba y ciudad y otra muy distinta una ciudad de color blanco, y por ahí no paso, por mucho que mi cariño por Cesárea fuera grande en aquellos tiempos, no lo suficientemente grande, eso es cierto, pero grande a pesar de todo. Por supuesto, el francés de todos nosotros, salvo, tal vez, el de Pablito, dejaba mucho que desear, de hecho y aunque les cueste creerlo yo ya lo he olvidado por completo, pero igual traducíamos, Cesárea a lo bestia, si me permiten la licencia, reinventando el poema tal como lo sentía ella entonces, y yo más bien siguiendo a pies juntillas tanto el espíritu inatrapable como la letra del original. Claro, nos equivocábamos, quedaban los poemas como piñatas, y encima, no se crea, teníamos nuestras ideas, nuestras opiniones. Por ejemplo, yo y el poema de Souppault. La mera verdad: para mí Souppault era el gran poeta francés del siglo, el que iba a llegar más lejos, fíjese bien, y ya hace un titipuchal de años que no oigo hablar de él aunque parece que todavía vive. En cambio, de Éluard no sabía nada y mire usted hasta dónde ha llegado, sólo le faltó el Nobel, ¿verdad? ¿A Aragón le dieron el Nobel? No, me imagino que no. A Char creo que sí, pero ése por aquel entonces no debía de escribir poemas. ¿A Saint John Perse le dieron el Nobel? No tengo opinión al respecto. A Tristan Tzara seguro que no se lo dieron. Qué cosas tiene la vida. Luego los muchachos se pusieron a leer a Manuel, a List, a Salvador Novo (¡les encantó!), a mí (no, a mí mejor no me lean, les dije, qué pena, qué pérdida de tiempo), a Encarnación, a Pablito. ¿Quién era esta Encarnación Guzmán?, me preguntaron. ¿Quién era este Pablito Lezcano, que traducía a Tzara y escribía como Marinetti y según se dice dominaba como un becario de la Alianza el francés? A mí fue como si me dieran cuerda otra vez, como si la noche se detuviera, me mirara a través de los visillos y dijera: señor Salvatierra, Amadeo, tiene usted mi permiso, salga al ruedo y declame hasta enronquecer, pues, es decir, fue como si se me acabara el sueño, como si el tequila recién ingerido se encontrara en mis vísceras, en mi hígado de obsidiana, con el mezcal Los Suicidas, y le hiciera una reverencia, cual debe de ser, todavía hay clases. Así que nos servimos otra ronda y luego yo me puse a contarles cosas de Pablito Lezcano y de Encarnación Guzmán. A ellos los dos poemas de Encarnación no les gustaron, fueron muy francos conmigo, no se sostenían ni con muletas, vaya, cosa que por lo demás se aproximaba bastante a lo que yo pensaba y creía, que la pobre Encarnación figuraba en Caborca más que por sus méritos como poetisa, por la debilidad de otra poetisa, ¿verdad?, por la debilidad de Cesárea Tinajero que vaya uno a saber qué le vio a la Encarnación o hasta qué punto llegaban los compromisos que había adquirido con ella o consigo misma. Algo normal en la vida literaria mexicana, publicar a los amigos. Y Encarnación puede que no fuera una buena poeta (como yo mismo), puede que incluso ni siquiera fuera poeta, buena o mala (como yo mismo, ay), pero sí que fue buena amiga de Cesárea. ¡Y Cesárea era capaz de quitarse el pan o la tortilla de la boca por sus amigos! Así que les hablé de Encarnación Guzmán, les dije que nació en el DF en 1903, aproximadamente, según mis cálculos, y que conoció a Cesárea a la salida de un cine, no se rían, es verdad, no sé qué película era, pero debió de ser triste, tal vez una de Chaplin, el caso es que a la salida las dos estaban llorando y se miraron y se pusieron a reír, Cesárea supongo que estruendosamente, con su peculiar sentido del humor que a veces explotaba, bastaba una chispa, una mirada y ¡bum!, de improviso Cesárea ya se estaba revolcando de la risa, y Encarnación, bueno, supongo que Encarnación se rió de un modo más discreto. Cesárea por esa época vivía en una vecindad que había en la calle Las Cruces y Encarnación con una tía (la pobrecita era huérfana de padre y madre) en la calle Delicias, creo. Las dos trabajaban casi todo el día. Cesárea en la oficina de mi general Diego Carvajal, un general amigo de los estridentistas aunque no sabía una mierda de literatura, ésa es la verdad, y Encarnación como dependienta en una tienda de ropa en Niño Perdido. Vaya a saber uno por qué se hicieron amigas, qué vieron la una en la otra. Cesárea no tenía nada en el mundo pero nomás de mirarla un segundo ya veías que era una mujer que sabía lo que quería. Encarnación era todo lo contrario, muy bonita, eso sí, muy arregladita siempre (Cesárea se vestía con lo primero que encontraba y a veces iba hasta con rebozo), pero insegura y frágil como una estatuilla de porcelana en medio de una reyerta de briagos. Su voz era, ¿cómo decirlo?, como un pito, una voz delgada, sin fuerza, pero que ella solía alzar para que los demás la escucharan, acostumbrada la pobrecita a desconfiar de su diapasón desde pequeña, una voz chillona, en una palabra, muy desagradable y que yo volví a escuchar sólo muchos años después, en un cine precisamente, viendo un corto de dibujos animados en donde una gata o una perra o puede que fuera una ratita, ya saben ustedes lo mañosos que son los gringos con los dibujos animados, hablaba igual que Encarnación Guzmán. Si hubiera sido muda, yo creo que más de uno se habría enamorado de ella, pero con esa voz era imposible. Por lo demás, carecía de talento. Fue Cesárea la que la trajo un día a una de nuestras reuniones, cuando todos nosotros éramos estridentistas o simpatizantes del estridentismo. Al principio gustó. Digo, mientras estuvo callada. Germán posiblemente le hizo más de un requiebro, puede que yo también. Pero ella mantenía una actitud distante o tímida y sólo se daba con Cesárea. Con el tiempo, no obstante, se fue creciendo, tomando cada vez más confianzas y una noche se puso a opinar, a criticar, a sugerir. Y a Manuel no le quedó más remedio que ponerla en su sitio. Encarnación, le dijo, pero si usted no sabe nada de poesía, ¿por qué mejor no se calla? Y ahí se armó la de Dios es grande. Encarnación, que posiblemente era la inocencia personificada, no se esperaba un parón tan frontal y empalideció tanto que pensamos que se nos iba a caer desmayada ahí mismo. Cesárea, que cuando Encarnación hablaba solía adoptar una posición en segundo plano, como si no estuviera, se levantó de su asiento y le dijo a Manuel que ésa no era forma de hablarle a una mujer. ¿Pero no has escuchado las barbaridades que ha dicho?, dijo Manuel. Lo he escuchado, dijo Cesárea, que por más desentendida que pareciera en realidad no se perdía ni un solo gesto de su amiga y entenada, y me sigue pareciendo que lo que has dicho exige una disculpa. Bueno, pues me disculpo, dijo Manuel, pero que a partir de ahora no abra el pico. Arqueles y Germán estuvieron de acuerdo con él. Si no sabe que no hable, vinieron a argumentar. Eso es una falta de respeto, dijo Cesárea, privarle a alguien de su derecho a tomar la palabra. A la siguiente reunión, Encarnación no vino, tampoco Cesárea. Las reuniones eran informales y nadie, al menos en apariencia, las echó a faltar. Sólo cuando se acabó y Pablito Lezcano y yo nos fuimos por las calles del centro recitando al reaccionario Tablada me di cuenta de que ella no había estado, y también me di cuenta de lo poco que sabía yo de Cesárea Tinajero.