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En París se nos acabó el dinero, pero no las ganas de seguir viajando, así que salimos de la ciudad como pudimos y empezamos a dirigirnos hacia el sur en autostop. Cerca de Orleans nos cogió una furgoneta Volkswagen. El conductor era alemán y se llamaba Hans. Como nosotros, viajaba hacia el sur en compañía de su mujer, una francesa llamada Monique, y de su hijo de pocos años. Hans tenía el pelo largo y la barba abundante, una pinta como la de Rasputín, pero en rubio, y había dado la vuelta al mundo.

Poco después recogimos a Steve, de Leicester, que trabajaba en una guardería, y unos kilómetros más adelante a John, de Londres, que estaba en el paro como Hugh. La furgoneta era grande y cabíamos todos, y además, eso lo noté enseguida, a Hans le gustaba tener compañía, gente con la que hablar y poder contarle sus historias. A Monique, en cambio, no se la notaba tan cómoda en compañía de tantos extraños, pero ella hacía lo que dijera Hans y además tenía que ocuparse del niño.

Poco antes de llegar a Carcasona, Hans nos dijo que tenía un asunto en un pueblo del Rosellón y que si queríamos él podía conseguirnos un buen trabajo a todos. A Hugh y a mí nos pareció fantástico y de inmediato le dijimos que sí. Steve y John preguntaron de qué se trataba. Hans nos dijo que teníamos que vendimiar en unas tierras que pertenecían a un tío de Monique. Y que cuando acabáramos de vendimiar las tierras del tío podíamos seguir nuestro camino con bastantes francos en el bolsillo, puesto que mientras trabajáramos la comida y el alojamiento serían gratuitos. Cuando Hans terminó de hablar a todos nos pareció un buen trato y salimos de la carretera principal y empezamos a recorrer una serie de aldeas minúsculas, todas rodeadas de viñedos, por caminos de tierra, un lugar, se lo dije a Hugh, parecido a un laberinto, un lugar, y esto no se lo dije a nadie, que en otras circunstancias me hubiera asustado o repelido, por ejemplo, si en lugar de ir con Hugh, y también con Steve y con John, hubiera ido sola. Pero por suerte no iba sola. Iba con mis amigos. Hugh es como mi hermano. Y Steve me cayó simpático desde el primer momento. John y Hans eran otra cosa. John era una especie de zombi y no me gustaba demasiado. Hans era pura fuerza, un megalómano, pero se podía contar con él o eso creía yo entonces.

Cuando llegamos a donde el tío de Monique resultó que el trabajo no iba a empezar hasta dentro de un mes. Hans nos reunió a todos dentro de la furgoneta, debían de ser las doce de la noche, y nos explicó la situación. Las noticias no eran buenas, dijo, pero él tenía una solución de emergencia. No nos separemos, dijo, vamonos a España, a trabajar en la recogida de naranjas. Y si eso no resulta esperemos, pero en España, en donde todo es más barato. Le dijimos que no teníamos dinero, que apenas nos quedaba algo para comer, ni pensar en aguantar un mes, a lo sumo teníamos para tres días más de vacaciones. Entonces Hans nos dijo que por el dinero no nos preocupáramos, que él se hacía cargo de los gastos hasta que estuviéramos trabajando. ¿A cambio de qué?, dijo John, pero Hans no le contestó, a veces se hacía el que no entendía el inglés. A los demás, la verdad es que nos pareció una propuesta caída del cielo, le dijimos que estábamos de acuerdo, eran los primeros días de agosto y a ninguno le apetecía volver tan pronto a Inglaterra.

Esa noche dormimos en una casa desocupada del tío de Monique (en el pueblo no había más de treinta casas y por lo que nos dijo Hans la mitad eran de él) y a la mañana siguiente partimos rumbo al sur. Antes de llegar a Perpignan subimos a otra autoestopista. Era una chica rubia, un poco gordita, llamada Erica, de París, y al cabo de una charla de pocos minutos decidió lormar parte de nuestro grupo, es decir seguir con nosotros hacia Valencia, trabajar durante un mes en la recogida de naranjas y luego volver a subir hasta aquella aldea perdida del Rosellón y hacer la vendimia juntos. Como nosotros, tampoco iba sobrada de dinero por lo que su manutención también correría a cargo del alemán. Con la llegada de Erica, además, la furgoneta agotaba su cupo y Hans nos comunicó que ya no volvería a detenerse con ningún otro autoestopista.

Durante todo el día rodamos hacia el sur. Nuestro grupo era alegre pero después de tantas horas de carretera más bien estábamos deseando una ducha y una comida caliente y nueve o diez horas de sueño ininterrumpido. El único que se mantenía con la misma energía que al principio era Hans, que no paraba de hablar y de contar historias que le habían pasado a él o a gente conocida por él. El peor lugar de la furgoneta era el asiento del copiloto, es decir el asiento al lado de Hans, y nosotros nos turnábamos para ocuparlo. Cuando me tocó a mí hablamos de Berlín, ciudad en la que viví de los dieciocho a los diecinueve años. De hecho yo era la única pasajera que sabía algo de alemán y conmigo Hans aprovechaba para hablar en su idioma. Pero no hablábamos de literatura alemana, que es un tema que a mí me fascina, sino de política, algo que siempre termina por aburrirme.

Cuando cruzamos la frontera Steve tomó mi lugar y yo me fui a uno de los últimos asientos de la furgoneta, en donde estaba dormido el pequeño Udo, y desde allí seguí escuchando la cháchara de Hans, sus planes para cambiar el mundo. Creo que nunca un desconocido se había portado de forma tan generosa conmigo y me había caído tan mal.

Hans era insoportable y además un pésimo conductor. En un par de ocasiones nos perdimos. Durante horas estuvimos vagando por una montaña, sin saber cómo retornar a la carretera que nos conduciría a Barcelona. Cuando por fín pudimos llegar a esta ciudad Hans se empeñó en que fuéramos a ver la Sagrada Familia. A esa hora todos teníamos hambre y pocas ganas de contemplar catedrales, por hermosas que éstas fueran, pero Hans era el que mandaba y tras dar innumerables vueltas por la ciudad llegamos por fin a la Sagrada Familia. A todos nos pareció bonita (menos a John, insensible a casi cualquier manifestación artística), aunque sin duda hubiéramos preferido meternos en un buen restaurante y comer algo. Sin embargo Hans dijo que en España lo más seguro era comer fruta y allí nos dejó, sentados en un banco de la plaza, mirando la Sagrada Familia, y él se marchó con Monique y con su pequeño en busca de una frutería. Al cabo de media hora sin aparecer, mientras contemplábamos el crepúsculo rosa de Barcelona, Hugh dijo que lo más probable era que se hubieran perdido. Erica dijo que también era probable que nos hubieran abandonado, delante de una iglesia, añadió, como a los huérfanos. John, que hablaba poco y que generalmente sólo decía tonterías, dijo que cabía la posibilidad de que Hans y Monique estuvieran en ese preciso momento comiendo caliente en un buen restaurante. Steve y yo no dijimos nada, pero pensamos en todas aquellas posibilidades y yo creo que la de John nos pareció la que más se acercaba a la verdad.

A eso de las nueve de la noche, cuando ya empezábamos a desesperarnos, vimos aparecer la furgoneta. Hans y Monique nos dieron a cada uno una manzana, un plátano y una naranja y luego Hans nos comunicó que había estado parlamentando con algunos nativos y que, en su opinión, lo mejor era que dilatáramos por el momento nuestra pretendida expedición a Valencia. Si la memoria no me falla, dijo, en las afueras de Barcelona hay campings que están bastante bien de precio. Por una módica suma diaria podemos descansar unos días, bañarnos, tomar el sol. Todos, demás está decirlo, estuvimos de acuerdo y le rogamos que nos marcháramos de inmediato. Monique, lo recuerdo, no abrió en ningún momento la boca.

Aún tardaríamos tres horas en encontrar la salida de la ciudad. Durante ese tiempo Hans nos contó que mientras hacía el servicio militar en un campamento cercano a Lüneburg se perdió a los mandos de un tanque y sus superiores estuvieron a punto de formarle un consejo de guerra. Conducir un tanque, dijo, es bastante más complicado que conducir una furgoneta, muchachos, os lo aseguro.