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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Les dije: muchachos, se acabó el mezcal Los Suicidas, eso es un hecho inobjetable, incontrovertible, qué tal si uno de ustedes se me baja y me va a comprar una botellita de Sauza, y uno de ellos, el mexicano, dijo: yo voy, Amadeo, y ya estaba tirando hacia la salida cuando lo paré y le dije un momento, se olvida del dinero, compañero, y él me miró y dijo no se le ocurra, Amadeo, ésta la compramos nosotros, qué muchachos más simpáticos. Le di algunas instrucciones antes de que se fuera, eso sí: le dije que tirara por Venezuela hasta Brasil y que allí doblara a mano derecha y subiera hasta la calle Honduras, hasta la plaza de Santa Catarina, en donde tenía que girar a mano izquierda hasta Chile y luego otra vez a mano derecha y subir como quien va al mercado de La Lagunilla y que allí, en la acera de la izquierda, iba a encontrar el bar La Guerrerense, junto a la tlapalería El Buen Tono, no había manera de perderse, y que debía decir en La Guerrerense que lo mandaba yo, el escribano Amadeo Salvatierra, y que no se tardara. Luego seguí revolviendo papeles y el otro muchacho se levantó de su asiento y se puso a examinar mi biblioteca. Yo, la verdad, no lo veía, lo escuchaba, duba un paso, sacaba un libro, lo volvía a poner, ¡yo escuchaba el ruido que hacía su dedo recorriendo los lomos de mis libros! Pero no lo veía. Me había vuelto a sentar, había vuelto a meter los billetes en la billetera y examinaba con manos temblorosas, a cierta edad no se puede beber con tanta alegría, mis viejos papeles amarillentos. Tenía la cabeza agachada y los ojos un poco nublados y el muchacho chileno se movía por mi biblioteca en silencio y yo sólo escuchaba el ruido de su índice o de su meñique, ah qué muchacho más mañoso, recorriendo los lomos de mis mamotretos como un bólido, el dedo, un zumbido de carne y cuero, de carne y cartón, un sonido agradable al oído y propicio al sueño, que es lo que debió de ocurrir porque de repente cerré los ojos (o tal vez ya desde antes los tuviera cerrados) y vi la plaza de Santo Domingo con sus portales, la calle Venezuela, el Palacio de la Inquisición, la cantina Las Dos Estrellas en la calle Loreto, la cafetería La Sevillana en Justo Sierra, la cantina Mi Oficina en Misionero cerca de Pino Suárez, en donde no dejaban entrar ni a uniformados ni a perros ni a mujeres, salvo a una, la única que sí entraba, y vi a esa mujer caminar por esas calles otra vez, por Loreto, por Soledad, por Correo Mayor, por Moneda, la vi atravesar rápidamente el Zócalo, ah, qué visión, una mujer de veintitantos años en la década de los veinte atravesando el Zócalo con tanta prisa como si acudiera tarde a una cita de enamorados o como si se dirigiera a su chambita en alguna de las tiendas del centro, una mujer vestida discretamente, con ropas baratas pero bonitas, el pelo negro azabache, la espalda firme, las piernas no muy largas pero con la gracia inigualable que tienen las piernas de todas las mujeres jóvenes, ya sean flacas o gordas o bien torneadas, piernas tiernecitas y decididas, calzada con unos zapatos sin tacón o con un taconcito mínimo, baratos pero bonitos y sobre todo cómodos, hechos que ni adrede para caminar aprisa, para llegar a tiempo a una cita o al trabajo, aunque yo sé que ella no va a ninguna cita ni la esperan en ningún trabajo. ¿Adonde se dirige, entonces? ¿O es que no se dirige a ninguna parte y ésa es su forma habitual de caminar? Ahora la mujer ya ha atravesado el Zócalo y toma por Monte de Piedad hasta Tacuba, en donde el gentío es mayor y ya no puede caminar tan rápido, y tira por Tacuba, desacelerada, y por un instante la muchedumbre me la hurta, pero luego vuelve a aparecer, allí está, caminando en dirección a la Alameda o puede que se detenga antes, en el Correo, pues en sus manos distingo ahora con claridad unos papeles, cartas tal vez, pero no entra en Correos, cruza hasta la Alameda y se detiene, parece que se detiene a respirar, y luego sigue caminando, con el mismo ritmo, por los jardines, bajo los árboles, y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado, veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo ¿adonde vas, Cesárea?, ¿adonde vas, Cesárea Tinajero?

Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, enero de 1978. En lo que a mí respecta 1977 fue el año en que me puse a vivir con mi compañera. Los dos teníamos veinte años recién cumplidos. Encontramos un piso en la calle Tallers y nos luimos a vivir allí. Yo hacía correcciones para una editorial y ella tenía una beca en el mismo centro de estudios en donde estaba becada la mamá de Arturo Belano. De hecho, fue la mamá de Arturo la que nos presentó. 1977, también, es el año en que viajamos a París. Estuvimos alojados en la chambre de bonne de Ulises Lima. Bueno, el Ulises no estaba muy bien que digamos. La habitación parecía un basurero. Entre mi compañera y yo arreglamos un poco todo ese desorden, pero por más que barrimos y fregamos allí quedaba algo que era imposible de quitar. Por las noches (mi compañera dormía en la cama y Ulises y yo en el suelo) había algo brillante en el cielorraso. Una luminiscencia que nacía en la única ventana -sucia a más no poder- y se extendía por las paredes y el techo como una marea de algas. Cuando volvimos a Barcelona descubrimos que teníamos sarna. Fue un palo. El único que nos la pudo haber pegado era Ulises. ¿Cómo no nos avisó?, se quejó mi compañera. Tal vez no lo sabía, dije yo. Pero entonces volví a meter la cabeza en aquellos días de 1977 en París y vi a Ulises rascándose, bebiendo vino directamente de la botella y rascándose, y esa imagen me convenció de que mi compañera tenía razón. Lo sabía y no nos dijo nada. Durante un tiempo le guardé rencor por lo de la sarna, pero luego lo olvidamos e incluso nos reíamos de ello. Nuestro problema fue curarnos nosotros. No teníamos ducha en nuestro piso y debíamos bañarnos por lo menos una vez al día con jabón de lumbre y luego untarnos de crema Sarnatín. Así que 1977 fue, además de un buen año, un año que tuvo un mes o un mes y medio de visitas constantes a casas de amigos que tuvieran ducha. Una de estas casas fue la de Arturo Belano. No sólo tenía ducha sino además una bañera enorme, con patas, en donde cabían cómodamente tres personas. El problema era que Arturo no vivía solo sino con siete u ocho más, una especie de comuna urbana, y a algunos no les pareció bien que mi compañera y yo nos bañáramos en su casa. Bueno, no nos bañamos muchas veces después de todo. 1977 fue el año en que Arturo Belano consiguió trabajo de vigilante nocturno en un camping. Una vez lo fui a visitar. Le decían el sheriff y eso a él lo hacía reír. Creo que fue en aquel verano cuando ambos, de común acuerdo, nos separamos del realismo visceral. Publicamos una revista en Barcelona, una revista con muy pocos medios y de casi nula distribución y escribimos una carta en donde nos dábamos de baja del realismo visceral. No abjurábamos de nada, no echábamos pestes sobre nuestros compañeros en México, simplemente decíamos que nosotros ya no formábamos parte del grupo. En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir.

Mary Watson, Sutherland Place, Londres, mayo de 1978. En el verano de 1977 viajé a Francia con mi amigo Hugh Marks. Yo entonces estudiaba Literatura en Oxford y vivía con el escaso importe de una beca de estudiante. Hugh cobraba de la Seguridad Social. No éramos amantes, sólo amigos, la verdad es que uno de los motivos de que saliéramos juntos de Londres aquel verano fueron las relaciones sentimentales que cada uno sufría por su lado y la certeza de que entre nosotros todo aquello era impensable. A Hugh lo había dejado una escocesa abominable. A mí me había dejado un chico de la universidad, uno que siempre iba rodeado de chicas y del cual yo creía estar enamorada.