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Alberto Moore, calle Pitágoras, colonia Narvarte, México DF, abril de 1976. Lo que dice Luisito es verdad hasta cierto punto. Mi hermana es una loca perdida, sí, pero es encantadora, sólo un año mayor que yo, tiene veintidós, y además es una mujer muy inteligente. Está a punto de acabar la carrera de Medicina, quiere especializarse en Pediatría. No es una ingenua. Esto que quede claro desde el principio.

Segundo: yo no conducí como un bólido por las calles del DF, el Dodge azul cielo que llevaba ese día es el de mi madre y en tales ocasiones suelo ser un piloto prudente. Lo de la vomitada es imperdonable.

Tercero: el Priapo's está en Tepito, que es como decir zona de guerra, o zona de Charlys, o territorio al otro lado del Telón de Acero. Al final hubo un conato de pelea, en la pista de baile, pero yo no me di cuenta de nada porque estaba sentado en una mesa hablando con Ulises Lima. En la colonia 10 de Mayo, que yo sepa, no existe ninguna discoteca, mi hermana no me dejará mentir.

Cuarto y último: yo no dije Baudelaire, fue Luis el que dijo Baudelaire y Catulle Mendés y creo que hasta Víctor Hugo, yo me quedé callado, me sonaba a Rimbaud, pero me quedé callado. Eso que quede bien claro.

Los visceralistas, por otra parte, no se portaron todo lo mal que nos temíamos. Yo no los conocía más que de oídas. El DF es una aldea de catorce millones de personas, ya se sabe. Y la impresión que me causaron fue relativamente buena. El llamado Piel Divina quiso, pobre ingenuo, seducir a mi hermana. El tal Moctezuma Rodríguez (no Cuauhtémoc) también lo pretendió. En determinado momento de la noche incluso parecían creerlo de verdad. Era triste verlo, aunque el cuadro no estaba desprovisto de cierta ternura.

En lo que respecta a Ulises Lima, da la impresión de ir siempre drogado y su francés es aceptable. Además, contó una historia bastante singular acerca del poema de Rimbaud. Según él, Le Coeur Volé era un texto autobiográfico que narraba el viaje de Rimbaud desde Charleville a París para unirse a la Comuna. En dicho viaje, realizado ¡a pie!, Rimbaud se encontró en el camino con un grupo de soldados borrachos que tras mofarse de él procedieron a violarlo. Francamente, la historia era un poco sórdida.

Pero aún había más: según Lima, algunos de los soldados o al menos el jefe de éstos, el caporal de mon coeur couvert de caporal, eran veteranos de la invasión francesa a México. Por supuesto, ni Luisito ni yo le preguntamos en qué se basaba para hacer tal afirmación. Pero a mí me interesó la historia (Luisito no, él más bien se interesaba por lo que pasaba o dejaba de pasar a nuestro alrededor) y quise saber más. Entonces Lima me contó que en 1865 la columna del coronel Libbrecht, que tenía que ocupar Santa Teresa, en Sonora, dejó de enviar noticias, y que un tal coronel Eydoux, comandante en la plaza que servía de depósito de suministros de las tropas que operaban en esa zona del noroeste mexicano, envió un destacamento de treinta jinetes en dirección a Santa Teresa.

El destacamento iba al mando del capitán Laurent y de los tenientes Rouffanche y González, este último monárquico mexicano. Dicho destacamento, según Lima, llegó a un pueblo cercano a Santa Teresa, llamado Villaviciosa, al segundo día de marcha, y nunca pudo encontrar a la columna de Libbrecht. Todos los hombres, menos el teniente Rouffanche y tres soldados que murieron en el acto, fueron hechos prisioneros mientras comían en la única fonda del pueblo, entre ellos el futuro caporal, entonces un recluta de veintidós años. Los prisioneros, atadas las manos y amordazados con cuerdas de cáñamo, fueron llevados ante el que fungía como jefe militar de Villaviciosa y un grupo de notables del pueblo. El jefe era un mestizo al que llamaban indistintamente Inocencio o el Loco. Los notables eran campesinos viejos, la mayoría descalzos, que miraron a los franceses y luego se retiraron en conciliábulo a un rincón. Al cabo de media hora y tras un breve tira y afloja entre dos grupos claramente diferenciados, los franceses fueron llevados a un corral cubierto en donde los despojaron de ropas y zapatos y poco después un grupo de captores se dedicó a violarlos y torturarlos durante el resto del día.

A las doce de la noche degollaron al capitán Laurent. El teniente González, dos sargentos y siete soldados fueron llevados a la calle principal y a la luz de las antorchas fueron lanceados por sombras que montaban sus propios caballos.

Al amanecer, el futuro caporal y otros dos soldados consiguieron romper sus ligaduras y huir a campo traviesa. Nadie los persiguió, pero sólo el caporal logró sobrevivir y contar su historia. Al cabo de dos semanas de vagar por el desierto llegó a El Tajo. Fue condecorado y aún permaneció en México hasta 1867, fecha en que regresó a Francia con el ejército de Bazaine (o de quien comandara a los franceses por entonces), que se retiraba de México abandonando a su suerte al Emperador.

Carlos Monsiváis, caminando por la calle Madero, cerca de Sanborns, México DF, mayo de 1976. Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada. Dos jóvenes que no llegarían a los veintitrés, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta (y yo puedo dar fe de la longitud de la cabellera de todos), obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil, no me gusta porque no me gusta, capaces de negar lo evidente, en algún momento de debilidad (mental, supongo), me recordaron a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero sin el talento de nuestros dos excepcionales novelistas, en realidad sin nada de nada, ni dinero para pagar los cafés que nos tomamos (los tuve que pagar yo), ni argumentos de peso, ni originalidad en sus planteamientos. Dos perdidos, dos extraviados. En cuanto a mí, creo que fui excesivamente generoso (aparte de los cafés). En algún momento incluso le sugerí a Ulises (el otro no sé cómo se llama, creo que era argentino o chileno) que escribiera una crítica del libro de Paz del que estábamos hablando. Si es buena, le dije, pero remarqué la palabra buena, yo te la publico. Y él dijo que sí, que lo haría, que me la llevaría a mi casa. Entonces yo le dije que a mi casa no, que mi madre podía asustarse de verlo. Fue la única broma que les hice. Pero ellos se lo tomaron en serio (ni una sonrisa) y dijeron que me la mandarían por correo. Todavía la estoy esperando.

2

Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Yo les dije, ah, Cesárea Tinajero, ¿dónde oyeron hablar de ella, muchachos? Entonces uno de ellos me explicó que estaban haciendo un trabajo sobre los estridentistas y que habían entrevistado a Germán, Arqueles y Maples Arce, y que habían leído todas las revistas y libros de aquella época, y entre tantos nombres, nombres de hombres cabales y nombres huecos que ya no significan nada y que no son ni siquiera un mal recuerdo, encontraron el nombre de Cesárea. ¿Y?, les dije. Ellos me miraron y se sonrieron, los dos al mismo tiempo, pinches muchachos, como si estuvieran conectados, no sé si me explico, nos extrañó, dijeron, parecía la única mujer, las referencias eran abundantes, decían que era una buena poeta. ¿Una buena poetisa?, dije yo, ¿dónde han leído algo de ella? No hemos leído nada de ella, dijeron, en ninguna parte, y eso nos atrajo. ¿Los atrajo de qué manera, muchachos, a ver, expliqúense? Todo el mundo hablaba muy bien de ella o muy mal de ella, y sin embargo nadie la publicó. Hemos leído la revista Motor Humano, la que sacaba González Pedreño, el directorio de vanguardia de Maples Arce, la revista de Salvador Salazar, dijo el chileno, y salvo en el directorio de Maples no aparece en ninguna parte. Sin embargo Juan Grady, Ernesto Rubio y Adalberto Escobar hablan de ella en sendas entrevistas, y en términos además elogiosos. Al principio pensamos que era una estridentista, una compañera de viaje, dijo el mexicano, pero Maples Arce nos dijo que nunca perteneció a su movimiento. Aunque puede que a Maples le falle la memoria, apostilló el chileno. Cosa que evidentemente no creemos, dijo el mexicano. Pues no la recordaba como estridentista, pero sí como poeta, dijo el chileno. Chingados muchachos. Chingada juventud. Interconectados. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aunque en su extensa biblioteca no guardaba ningún poema de la susodicha que pudiera dar fe de su afirmación, dijo el mexicano. Resumiendo, señor Salvatierra, Amadeo, hemos preguntado aquí y allá, hemos hablado con List Arzubide, con Arqueles Vela, con Hernández Miró y el resultado más o menos es el mismo, todos la recuerdan, dijo el chileno, con mayor o menor claridad, pero nadie tiene textos suyos para que los incluyamos en nuestro trabajo. ¿Y ese trabajo, jóvenes, en qué consiste exactamente? Luego levanté la mano y antes de que me contestaran les serví más mezcal Los Suicidas y luego me senté en el borde del sillón y en las meras nalgas sentí, lo juro, como si me hubiera sentado en el borde de una hoja de afeitar.