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Por entonces yo ya estaba haciendo nuevos amigos en la universidad y cada vez veía menos a Arturo, a sus amigos, creo que a la única que llamaba por teléfono o con la que a veces salía era María, pero incluso mi amistad con María comenzó a enfriarse. De todas formas siempre estaba más o menos al tanto de lo que hacía Arturo, y yo pensaba: pero qué imbecilidades se le pasan por la cabeza a este tipo, cómo puede creerse estas tonterías, y de pronto, una noche en que no podía dormir, se me ocurrió que todo era un mensaje para mí. Era una manera de decirme no me dejes, mira lo que soy capaz de hacer, quédate conmigo. Y entonces comprendí que en el fondo de su ser ese tipo era un canalla. Porque una cosa es engañarse a sí mismo y otra muy distinta es engañar a los demás. Todo el realismo visceral era una carta de amor, el pavoneo demencial de un pájaro idiota a la luz de la luna, algo bastante vulgar y sin importancia.

Pero lo que quería decir era otra cosa.

Fabio Ernesto Logiacomo, redacción de la revista La Chispa , calle Independencia esquina Luis Moya, México DF, marzo de 1976. Llegué a México en noviembre de 1975. Venía de otros países latinoamericanos, en donde había vivido más bien a salto de mata. Tenía veinticuatro años y mi suerte empezaba a cambiar. Las cosas en Latinoamérica ocurren así, yo prefiero no buscarle más explicaciones. Mientras vegetaba en Panamá me enteré que había ganado el premio de poesía de Casa de las Américas. Me alegré mucho. No tenía un clavo y con el dinero del premio pude comprarme el boleto para México y pude comer. Bueno, lo curioso era que yo aquel año no había concursado en Casa de las Américas. Ésa es la verdad. El año anterior les había enviado un libro y el libro no obtuvo ni una triste mención honrosa. Y en el año en curso de repente me entero que he ganado el premio y los dólares del premio. A la primera noticia pensé que estaba alucinando. Pasaba hambre. Ésa es la verdad y cuando uno pasa hambre a veces le da por ahí. Luego pensé que tal vez se tratara de otro Logiacomo, pero como que eran muchas coincidencias, otro Logiacomo argentino como yo, otro Logiacomo de veinticuatro años como yo, otro Logiacomo que había escrito un poemario con el mismo título que el mío. Bueno. En Latinoamérica pasan estas cosas y es mejor no quebrarse la cabeza buscando una respuesta lógica cuando a veces no existe una respuesta lógica. Era yo, afortunadamente, el que había ganado el premio y eso era todo, después me dijeron los de Casa que el libro del año anterior se había traspapelado y esas cosas.

Así que pude llegar a México y me instalé en el DF y poco después recibí una llamada telefónica de este pibe diciéndome que quería hacerme una entrevista o algo por el estilo, yo entendí entrevista. Y claro, le dije que sí, la verdad es que me encontraba más bien solo y perdido, no conocía a ningún poeta joven mexicano y una entrevista o lo que fuera me pareció una idea estupenda. Así que nos vimos ese mismo día y cuando llegué al lugar de la cita vi que no era un poeta sino cuatro los que me esperaban y lo que querían no era una entrevista sino un conversatorio, un diálogo a tres bandas para publicar en una de las mejores revistas mexicanas. El diálogo iba a ser entre un mexicano, uno de ellos, un chileno, otro de ellos, y un argentino, yo. Los otros dos que sobraban iban de orejas. El tema: la salud de la nueva poesía latinoamericana. Buen tema. Así que les dije perfecto, cuando quieran empezamos, buscamos una cafetería más o menos tranquila y nos largamos a hablar.

Venían con la grabadora preparada, pero a la hora de la verdad el cachivache resultó fulero. Vuelta a empezar. Así estuvimos como media hora, yo me tomé dos cafés con leche, pagaron ellos. Se notaba que no estaban acostumbrados a esas cosas, quiero decir a la grabadora, quiero decir a hablar de poesía delante de una grabadora, quiero decir a ordenar las ideas y exponerlas con claridad. Bueno, lo intentamos un par de veces más, pero no salió. Decidimos que era mejor que cada uno escribiera lo que le saliera y que luego juntáramos lo que cada uno había escrito. Al final el conversatorio sólo lo hicimos entre el chileno y yo, no sé qué le pasó al mexicano.

El resto de la tarde lo dedicamos a pasear. Y me pasó una cosa curiosa con estos pibes, o con el café con leche que me invitaron, yo les notaba algo raro, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran, no sé cómo explicarme, eran los primeros poetas jóvenes mexicanos que conocía y tal vez eso era lo que me parecía raro, pero el caso es que en los últimos meses había conocido a poetas jóvenes peruanos, a poetas jóvenes colombianos, a poetas jóvenes de Panamá y Costa Rica y no había sentido lo mismo. Yo era un experto en poetas jóvenes y allí ocurría algo raro, faltaba algo, la simpatía, la viril comunión en unos ideales, la franqueza que preside todo acercamiento entre poetas latinoamericanos. Y en un momento de la tarde, lo recuerdo como se recuerda una borrachera misteriosa, me puse a hablar de mi libro y me puse a hablar de mis propios poemas y no sé por qué les conté lo del poema aquel sobre Daniel Cohn-Bendit, un poema que no era ni más bueno ni más malo que los otros que componían mi poemario galardonado en Cuba pero que al final no había sido incluido en el libro, seguramente estábamos hablando de la extensión, del número de páginas, estos dos (el chileno y el mexicano) escribían poemas larguísimos, eso decían, yo no los había leído todavía, y tenían creo que hasta una teoría acerca de los poemas largos, los llamaban poemas-novela, creo que la idea era de unos franceses, no lo recuerdo con claridad, y me largo yo y les cuento, francamente no sé a santo de qué, lo del poema a Cohn-Bendit y uno de ellos me pregunta cómo es que no está en tu libro y voy yo y digo es que los de Casa de las Américas decidieron quitarlo y va el mexicano y me dice pero te pedirían permiso, supongo, y yo le digo no, no me pidieron permiso, y va el mexicano y me dice ¿te lo sacaron del libro sin decirte nada?, y yo le digo sí, la verdad es que yo estaba ilocalizable, y el chileno me pregunta ¿y por qué te lo sacaron?, y yo le cuento lo que los de Casa de las Américas me habían contado, que poco antes Cohn-Bendit había efectuado unas declaraciones en contra de la Revolución Cubana, y el chileno dice ¿sólo por eso?, y yo le digo me imagino que sí, aunque el poema tampoco era muy bueno (pelotudo, ¿pero qué me habían hecho beber esos tipos para que largara de esa manera?), extenso sí que era, pero no muy bueno, y el mexicano dice qué hijos de puta, pero lo dice dulcemente, no crean, sin resentimiento, como si en el fondo comprendiera el mal trago que tuvieron que pasar los cubanos antes de mutilarme el libro, como si en el fondo no se tomara ni la molestia de despreciarme a mí y de despreciar a los compañeros de La Habana.

La literatura no es inocente, eso lo sé yo desde que tenía quince años. Y recuerdo que eso pensé entonces, pero no recuerdo si lo dije o no lo dije. Y si lo dije, en qué contexto lo dije. Y entonces el paseo (pero aquí he de precisar que ya no íbamos cinco personas sino sólo tres, el mexicano, el chileno y yo, los otros dos mexicanos se habían esfumado a las puertas del Purgatorio) se convirtió en una especie de paseo por los extramuros del Infierno.

Los tres íbamos callados, como si nos hubiéramos quedado mudos, pero nuestros cuerpos se movían como al compás de algo, como si algo nos moviera por ese territorio ignoto y nos hiciera bailar, un paseo sincopado y silencioso, si se me permite la expresión, y entonces tuve una alucinación, no la primera de ese día, ciertamente, no la última: el parque por el que íbamos se abrió a una especie de lago y el lago se abrió a una especie de cascada y la cascada formó un río que fluía por una especie de cementerio, y todo, lago, cascada, río, cementerio, era de color verde oscuro y silencioso. Y entonces yo pensé una de dos: o me estoy volviendo loco, cosa difícil porque siempre he tenido la cabeza bien puesta, o estos fulanos me han drogado. Y entonces les dije deténganse, deténganse un ratito, me siento enfermo, tengo que descansar, y ellos dijeron algo pero yo no los oí, sólo vi que se me acercaban y noté, tuve conciencia de que yo miraba para todos lados como buscando gente, buscando testigos, pero no había nadie, estábamos cruzando un bosque, y recuerdo que les dije qué bosque es éste, y ellos me dijeron es el bosque de Chapultepec y luego me llevaron a un banco y durante un rato estuvimos sentados, y uno de ellos me preguntó qué era lo que me dolía (la palabra doler, tan justa, tan bien utilizada) y yo hubiera debido decirles que lo que me dolía era todo el cuerpo, toda el alma, pero en cambio les dije que seguramente era la altura, a la que no terminaba de acostumbrarme, la que me afectaba, la que ponía visiones en mis ojos.