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Jaume Planells, bar Salambó, calle Torrijos, Barcel junio de 1994. Una mañana me llamó mi amigo y colega Iñaki Echavarne y me dijo que necesitaba un padrino para un duelo. Yo estaba un poco resacoso, por lo que al principio no entendí lo que Iñaki me decía, además de que no era usual que me llamara por teléfono y menos a esas horas. Luego, cuando me lo explicó, pensé que me estaba tomando el pelo y le seguí la corriente, a mí me suelen tomar el pelo, no es algo que me moleste, y además Iñaki es una persona un poco rara, rara pero atractiva, el tipo al que las mujeres encuentran muy guapo y los hombres encuentran simpático, tal vez algo temible, y que secretamente admiran. Hacía poco había tenido una polémica con Aurelio Baca, el gran novelista madrileño, y pese a que Baca desencadenó sobre él truenos y rayos, amén de anatemas, Iñaki había salido bien parado, digamos que en tablas del belicoso encuentro.

Lo curioso fue que Iñaki no había criticado a Baca sino a un amigo de éste, así que ya podemos imaginarnos lo que hubiera pasado si llega a meterse directamente con el santo varón madrileño. A mi modesto entender, el problema radicaba en que Baca era el modelo de escritor Unamuno, bastante frecuente en los últimos años, que a las primeras de cambio lanzaba su perorata llena de moralina, la típica perorata española ejemplarizante e iracunda, la perorata del sentido común o la perorata sacrosanta, e Iñaki era el típico crítico provocador, el crítico kamikaze, que gozaba creándose enemigos, y que muy a menudo metía la pata hasta la ingle. A fuerza tenían que chocar en algún momento. O Baca tenía que chocar con Echavarne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una colleja, algo por el estilo. En el fondo de la charca, sin embargo, los dos pertenecían a ese abanico cada vez más ambiguo que llamamos izquierda.

Por lo que cuando Iñaki me explicó lo del duelo, yo pensé que estaba bromeando, el fervor desatado por Baca no podía ser tan fuerte como para que ahora los autores se tomaran la justicia por su mano y además de forma tan melodramática. Pero Iñaki me dijo que no se trataba de eso, se embarulló un poco, dijo que esto era otra cuestión y que tenía que aceptar el duelo (o mucho me equivoco o nombró el Desnudo bajando una escalera, ¿pero qué tenía que ver Picasso en este asunto?), que le dijera de una vez si estaba dispuesto a ser su padrino o no, que no tenía tiempo que perder pues el duelo se celebraba aquella misma tarde.

No me quedó más remedio que decirle que sí, claro, en dónde quedamos y a qué hora, aunque luego, cuando Iñaki colgó, me puse a pensar que tal vez me acababa de enmierdar en algo grave, yo que más o menos vivo bien y que como a todo hijo de vecino le gusta una broma bien hecha de vez en cuando, pero sin pasarse, posiblemente me estaba metiendo en uno de esos fregados que siempre acaban mal. Y luego, para colmo, me dio por pensar y reflexionar (algo que en casos como éste nunca, pero nunca, se debe hacer), y llegué a la conclusión de que ya era raro que Iñaki me llamara a mí para apadrinar su duelo siendo que yo no soy precisamente uno de sus amigos más íntimos, somos colegas en el mismo periódico, nos encontramos a veces en el Giardinetto o en el Salambó o en el bar de Laie, pero amigos, lo que se dice amigos, pues no, no lo somos.

Y como ya faltaban pocas horas para el duelo, pues lo llamé a Iñaki, a ver si todavía lo encontraba, y nada, se ve que me había telefoneado a mí y de inmediato había salido, no sé, a escribir su última crónica o a la iglesia más cercana, así que ya puestos llamé a Quima Monistrol, a su móvil, fue como un flash que me pasó por la cabeza, si voy con una mujer las cosas no pueden ser tan sórdidas, aunque por supuesto a Quima no le dije la verdad, le dije Quima te necesito, cariño, Iñaki Echavarne y yo tenemos una reunión y queremos que vengas con nosotros, y Quima me preguntó a qué hora y yo le dije ya mismo, corazón, y Quima dijo vale, pásame a recoger al Corte Inglés o algo así. Cuando colgué intenté ponerme en contacto con dos o tres amigos más, pues de repente me di cuenta que estaba mucho más nervioso de lo usual, pero no encontré a nadie.

A las cinco y media vi a Quima fumando un cigarrillo en la esquina de plaza Urquinaona con Pau Claris, hice una maniobra un tanto temeraria y un segundo después tenía en el asiento del copiloto a la audaz reportera. Mientras nos tocaban la bocina cientos de automovilistas y por el retrovisor distinguía ya la silueta amenazante de un urbano, pise el acelerador y enfilamos hacia la A-l 9, en dirección al Maresme. Por supuesto. Quima me preguntó dónde tenía escondido a Iñaki, que con las mujeres tiene un gancho increíble, hay que reconocerlo, así que tuve que decirle que nos esperaba en el bar Los Calamares Felices, sito en las afueras de Sant Pol de Mar, cerca de una cala que en primavera y verano se transmuta en playa nudista. El resto del viaje, no llegó a veinte minutos, mi Peugeot corre como un gamo, lo hice en ascuas, escuchando las historias de Quima y sin encontrar el momento oportuno para confesarle la razón verdadera que nos llevaba al Maresme.

Para colmo de males, en Sant Pol nos perdimos. Según algunos lugareños, teníamos que salir como quien va a Calella, pero a los doscientos metros, pasada una gasolinera, había que torcer a la izquierda, como quien va a la montaña y luego torcer otra vez a la derecha, pasar por un túnel, ¿pero qué túnel?, y salir otra vez a un camino al costado de la playa, en donde se alzaba, único y desolado, el establecimiento conocido como Los Calamares Felices. Durante media hora Quima y yo discutimos, nos peleamos y finalmente encontramos el dichoso bar. Llegábamos con retraso y por un instante creí que Iñaki ya no estaría, pero lo primero que vi fue su Saab rojo, en realidad lo único que vi fue su Saab rojo, estacionado en una franja de arena y matojos, y después el edificio desolado, los ventanales sucios de Los Calamares Felices. Estacioné junto al coche de Iñaki y toqué la bocina. Sin decirnos una palabra Quima y yo decidimos permanecer en el interior del Peugeot. Al poco rato vimos aparecer a Iñaki, que estaba al otro lado del restaurante. Contra lo que yo esperaba no nos reprochó nuestra tardanza ni pareció enfadarse al descubrir a Quima. Le pregunté dónde estaba su adversario e Iñaki sonrió y se encogió de hombros. Después los tres nos pusimos a caminar hacia la playa. Cuando Quima supo el motivo de nuestra presencia allí (fue Iñaki el que se lo contó, de forma objetiva y clara, con pocas palabras, yo no hubiera sabido hacerlo), pareció más excitada que nunca y por un instante tuve la certeza de que todo acabaría bien. Durante un rato los tres nos reímos. En la playa no se veía un alma. No ha venido, oí que decía Quima con un dejo de desencanto.

Del extremo norte de la playa, de entre unas rocas, aparecieron entonces dos figuras. El corazón me dio un vuelco. La última pelea en la que me vi envuelto fue cuando tenía once o doce años y desde entonces siempre he evitado los actos de violencia. Ahí están, dijo Quima. Iñaki me miró y luego miró el mar y sólo entonces comprendí que la escena tenía algo de irremediablemente ridículo y que lo ridículo no era ajeno a mi presencia allí. Las dos figuras que habían salido de entre las rocas seguían avanzando, por la orilla de la playa, y finalmente se detuvieron a unos cien metros de distancia, lo suficiente para ver que una de ellas llevaba entre los brazos un paquete del que sobresalían las puntas de dos espadas. Es mejor que Quima se quede aquí, dijo Iñaki. Tras escuchar y rebatir las protestas de nuestra compañera los dos nos dirigimos lentamente al encuentro de aquel par de locos. ¿Así que esta fantochada va a seguir adelante?, recuerdo que le dije mientras caminábamos por la arena, ¿así que este duelo va a tener lugar en la realidad y no en lo imaginario?, ¿así que me has elegido a mí como testigo de esta locura?, porque precisamente en aquellos momentos intuí o tuve la revelación de que Iñaki me escogió a mí porque sus amigos de verdad (si los tenía, Jordi Llovet tal vez, algún intelectual de ese tipo) se hubieran negado con rotundidad a participar en semejante disparate y él lo sabía y todos lo sabían, menos yo, el gacetillero imbécil, y también pensé: Dios mío, la culpa de todo la tiene el cabrón de Baca, si no hubiera atacado a Iñaki esto no estaría sucediendo, y luego ya no pude pensar más porque habíamos llegado junto a los otros dos y uno de ellos dijo: ¿quién de vosotros es Iñaki Echavarne?, y entonces yo miré a Iñaki a la cara, con un miedo repentino a que éste dijera que era yo (en ese momento, con los nervios, me imaginé a Iñaki capaz de todo), pero Iñaki sonrió, como si estuviera felicísimo, y dijo que él era quien era y entonces el otro me miró a mí y se presentó, dijo: yo soy Guillem Piña, el padrino, y yo me escuché diciendo: hola, soy Jaume Planells, el otro padrino, y francamente ahora que lo recuerdo me dan ganas de vomitar o de tirarme al suelo y reventar de risa, pero entonces más bien lo que sentí fue como un retortijón en el estómago, y frío, porque de hecho hacía frío y ya sólo unos pocos rayos de sol crepuscular iluminaban la playa, esa playa en donde en primavera la gente se desnudaba del todo, calas pequeñas y roqueríos, a la vista sólo de los pasajeros del tren de la costa a quienes el espectáculo traía sin cuidado, lo que es la democracia y la civilidad, en Galicia esos mismos pasajeros hubieran detenido el tren y se hubieran bajado a capar nudistas, en fin, yo pensaba en esas cosas cuando decía hola, soy Jaume Planells, el otro padrino.