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Cualquier otra (una más experimentada, una más práctica) hubiera sabido que lo nuestro no podía durar mucho, a lo sumo el tiempo que estuviera internado, pero yo me hice ilusiones y no tomé en consideración ninguno de los obstáculos que teníamos en contra. Era la primera vez (y la única) que me iba a la cama con alguien tan mayor (dieciséis años) y no me importó nada, al contrario, me gustó. En la cama era delicado, refinado y a veces muy bestia, no me da vergüenza decirlo. Aunque a medida que pasaron los días, a medida que el hospital se fue diluyendo en su memoria, su aire ausente comenzó a hacerse más marcado y las visitas que me hacía se fueron espaciando cada vez más. Él vivía, como ya he dicho, en un pueblo de la costa semejante al mío, a sólo veinte minutos en tren, quince en coche, y algunas noches aparecía por mi casa y no se iba hasta la mañana siguiente y otras noches era yo la que en vez de detenerme en mi pueblo seguía conduciendo hasta el suyo, que era como ir a meterse en la boca del lobo porque a él, nunca me lo dijo pero yo lo sabía, no le gustaban las visitas. Vivía en un edificio del centro, pegado por la parte de atrás al cine del pueblo, así que si la película era de terror o la banda sonora era muy fuerte, desde la cocina una podía escuchar los gritos o las notas más altas y más o menos saber, sobre todo si previamente habías visto la película, en qué parte iba, si habían encontrado o no al asesino, cuánto faltaba para que acabara.

Después de la última función, la casa se sumía en un silencio profundo, como si el edificio cayera de pronto en el pozo de una mina, sólo que el pozo tenía algo de líquido, de mundo subacuático, porque poco después yo me ponía a imaginar peces, esos peces planos y ciegos de las profundidades marinas. Por lo demás, todo en su casa era un desastre: el suelo estaba sucio, la sala estaba ocupada por una mesa enorme y llena de papeles y sólo había sitio para un par de sillas, el baño era horrible (¿todos los tíos solteros tienen el lavabo en esas condiciones?, espero que no), no tenía lavadora y las sábanas dejaban mucho que desear, también las toallas, el paño de la cocina, su ropa, en fin, todo, una ruina, y eso que cuando empezamos a salir juntos, si es que alguna vez eso sucedió realmente, le dije que trajera la ropa sucia a mi casa y que yo la metería en la lavadora, tengo una muy buena, pero él como si oyera caer la lluvia, decía que lavaba a mano, una vez subimos al terrado, en el edificio sólo vivía la casera en el primero y él en el segundo, en el tercero no vivía nadie aunque alguna noche, mientras me hacía el amor (o mientras me follaba, esto último es más ajustado a la realidad) oí ruidos, como si alguien en el tercero moviera una silla o moviera una cama, como si alguien caminara desde la puerta a la ventana o como si alguien se levantara de la cama y se dirigiera a la ventana, que no abría, seguramente era el viento, las casas viejas, todo el mundo lo sabe, tienen ruidos extraños, crujen en las noches de invierno, en fin, que subimos al terrado y me mostró el lavadero, un lavadero de cemento descascarado como si alguien, un anterior inquilino, la hubiera emprendido a martillazos una tarde de desesperación, y me dijo que allí lavaba, a mano, claro, que no necesitaba lavadora, y después nos pusimos a mirar el panorama de las azoteas del pueblo, los terrados de la parte vieja siempre tienen algo impreciso y bonito, el mar, las gaviotas, el campanario de la iglesia, todo de un color marrón claro, amarillo, como de tierra brillante o de arena brillante. Más tarde, como era inevitable, abrí los ojos y me di cuenta que aquello no tenía sentido. No puedes amar a quien no te ama, no puedes mantener una relación sólo por el sexo. Le dije que lo nuestro se había acabado y él no puso ningún reparo, como si lo hubiera sabido desde el principio. Pero seguimos siendo amigos y de vez en cuando, aquellas noches en que me sentía muy sola o deprimida, cogía el coche y lo iba a buscar. Cenábamos juntos y luego hacíamos el amor, pero yo ya no me quedaba a dormir en su casa. Después conocí a otra persona, nada serio, y ya ni siquiera eso.

Una vez discutimos. ¿El motivo? Lo he olvidado. No fue un asunto de celos, eso sí lo recuerdo, él no era nada celoso. Estuvimos varios días sin que me llamara, sin que yo lo fuera a visitar. Le escribí una carta. Le decía que debía madurar, que debía cuidarse, que su salud era frágil (tenía el colédoco esclerosado, los marcadores del hígado por las nubes, pancolitis ulcerosa, acababa de salir de un hipertiroidismo, ¡le dolían de tanto en tanto las muelas!), que encausara su vida puesto que aún era joven, que olvidara a aquella que le había «roto el corazón», que se comprara una lavadora. Estuve toda una tarde escribiéndola y después la rompí y me puse a llorar. Hasta que recibí su última llamada telefónica.

¿Quieres verme pero no vamos a hablar?, le dije. Eso es, dijo él, eso es, no vamos a hablar, sólo quiero saber que estás cerca, pero tampoco vamos a vernos. ¿Te has vuelto loco? No, no, no, dijo él. Es muy sencillo. Pero no era muy sencillo. Lo que quería, en resumidas cuentas, era que yo lo viera. ¿Tú no me verás a mí?, dije yo. No, yo no tendré la más mínima posibilidad de verte, tengo muy estudiado el escenario, tú tienes que estacionar el coche en la curva de la gasolinera, tienes que aparcar en el arcén y desde allí podrás verme, ni siquiera es necesario que salgas del coche. ¿Te piensas suicidar, Arturo?, dije yo. Lo oí cómo se reía. De suicidio nada, al menos por ahora, dijo apenas con un hilo de voz. Tengo un billete para África, salgo de viaje dentro de unos días. ¿Para África, para qué parte de África?, dije yo. Para Tanzania, dijo él, ya me he puesto todas las vacunas del mundo. ¿Irás?, me preguntó. No entiendo nada, dije yo, no le veo ningún sentido. ¡Lo tiene!, dijo él. Pero no para mí, cabrón, dije yo. Contigo tiene sentido, dijo él. ¿Y qué tengo que hacer?, dije yo. Sólo tienes que aparcar tu coche en la primera curva después de la gasolinera y esperar. ¿Cuánto rato? No lo sé, cinco minutos, dijo él, si llegas a la hora que te digo sólo cinco minutos. ¿Y después qué?, dije yo. Después esperas otros diez minutos y te vas. Y eso es todo. ¿Y África qué?, dije yo. África viene después, dijo él (su voz era la de siempre, un pelín irónica, pero en modo alguno la voz de un loco), es el futuro. ¿El futuro? Vaya futuro. ¿Y qué piensas hacer allí?, dije yo. Su respuesta, como siempre, fue vaga, creo que dijo: cosas, trabajos, lo de siempre, algo así. Cuando colgué no supe si me causaba más perplejidad su invitación o su anuncio de que se marchaba de España.

El día de la cita seguí al pie de la letra todas sus instrucciones. Desde lo alto de la carretera, con el coche estacionado en el arcén, se dominaba la casi totalidad de la cala, una playa pequeña que en verano acoge a los nudistas de los alrededores. A mi izquierda tenía una sucesión de colinas y riscos en donde asomaba de vez en cuando un chalet, a mi derecha la línea férrea, una zona de matorrales y luego, tras una hondonada, la playa. El día era gris y al llegar no vi a nadie. En un extremo de la cala estaba el bar Los Calamares Felices, una destartalada construcción de madera pintada de azul, sin un alma a la vista. En el otro extremo había unas rocas que ocultaban calas más pequeñas, más recogidas de las miradas públicas y que en verano eran las que congregaban al grueso de los nudistas. Llegué media hora antes de la hora indicada. No quise bajar del coche, pero tras esperar diez minutos y fumarme dos cigarrillos el ambiente allí dentro se hizo en todos los sentidos irrespirable. Cuando abría la portezuela para salir, un coche se estacionó enfrente de Los Calamares Felices. Lo observé con atención: de su interior bajó un hombre, un tipo de pelo largo y lacio, presumiblemente joven, y tras mirar hacia todas partes (menos hacia arriba, hacia donde estaba yo) dio la vuelta al bar y desapareció de mi vista. No sé por qué empecé a ponerme cada vez más nerviosa. Volví al interior de mi coche y cerré las puertas con seguro. Pensaba seriamente en marcharme cuando un segundo coche aparcó en la entrada de Los Calamares Felices. De él descendieron un hombre y una mujer. Tras contemplar el primer coche el hombre se llevó las manos a la boca y dio un grito o un silbido, no lo sé porque en ese momento pasó un camión a mi lado y no pude oír nada. Durante un momento el hombre y la mujer esperaron y luego avanzaron hacia la playa por un caminito de tierra. Al cabo de un rato, desde la parte no visible de Los Calamares Felices, salió el primer hombre y se dirigió hacia ellos. Evidentemente se conocían pues se dieron la mano y la mujer lo besó. Después, con un ademán que me pareció excesivamente lento, la mano del segundo hombre indicó un punto en la playa. Surgiendo de las rocas, dos hombres avanzaban en dirección al bar, caminando por la arena, justo en el borde mismo donde las olas desaparecían. Aunque estaban muy lejos, en uno de ellos reconocí a Arturo. Salí del coche a toda prisa, no sé por qué, tal vez pensando en bajar a la playa, aunque de inmediato me di cuenta que para llegar a ésta hubiera tenido que dar un rodeo enorme, atravesar un túnel peatonal, y que para cuando hubiera llegado posiblemente ya todos se habrían marchado. Así que me quedé quieta junto a mi coche y miré. Arturo y su acompañante se detuvieron en el centro de la playa. Los dos hombres de los coches avanzaron en dirección a ellos, la mujer se sentó en la arena y esperó. Cuando estuvieron los cuatro juntos uno de los hombres, el acompañante de Arturo, puso un paquete en el suelo y lo desenvolvió. Luego se levantó y retrocedió. El primero de los hombres se acercó al paquete, cogió algo de éste y también retrocedió. Después Arturo se acercó al paquete, cogió a su vez algo e hizo lo mismo que el anterior. Ahora Arturo y el primer hombre sostenían algo alargado en las manos. El segundo hombre se acercó al primero y le dijo algo. El primero asintió con la cabeza y el segundo se retiró, pero debía de estar un poco confuso porque lo hizo en dirección al mar y una ola le mojó los zapatos, lo que provocó que el segundo hombre diera un salto, como si lo hubiera mordido una piraña y se retirara rápidamente en dirección contraria. El primer hombre ni siquiera lo miró: conversaba, aparentemente de forma amigable, con Arturo y éste movía el pie izquierdo como si mientras lo escuchaba se entretuviera dibujando algo, una cara, unos números, con la punta de la bota en la arena húmeda. El acompañante de Arturo se retiró unos metros en dirección a las rocas. La mujer se levantó y se acercó al segundo hombre, que sentado en la arena limpiaba sus zapatos. En el centro de la playa sólo quedaba Arturo y el primer hombre. Entonces levantaron aquello que sostenían en las manos y lo entrechocaron. A primera vista me parecieron unos bastones y me reí, pues comprendí que lo que Arturo quería que yo viera era eso, una payasada, una payasada con un aire extraño, pero definitivamente una payasada. Pero luego una duda se abrió paso en mi cabeza. ¿Y si no fueran bastones? ¿Y si fueran espadas?