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Un fin de semana que mi madre estaba en el DF fui a verlos. Era la primera vez que iba sola y contra lo que yo esperaba estuve mucho rato en su casa y la plática que tuvimos resultó bastante agradable. Yo tomé una limonada y los señores Schwartz se sirvieron dos vasos de whisky arguyendo que a su edad aquélla era la mejor medicina. Hablamos de Europa, que conocían bastante bien, y de México, en donde estuvieron en un par de ocasiones. La idea que ellos tenían de México, sin embargo, no podía ser más equivocada o superficial. Recuerdo que tras una larga conversación ellos me miraron y dijeron que yo, sin duda, era una mexicana. Por supuesto que soy una mexicana, les dije. De todas maneras, eran muy simpáticos y mis visitas a su casa se hicieron frecuentes. A veces, cuando no se sentían bien, me llamaban por teléfono y me pedían que aquel día les hiciera yo la compra en el supermercado o que les llevara la ropa a la lavandería o que me acercara al puesto de periódicos y les comprara uno. A veces me pedían el Los Angeles Post y otras veces el periódico local de Silverado, un tabloide de cuatro páginas carente de todo interés. Les gustaba la música de Brahms, a quien encontraban soñador y sensato al mismo tiempo y sólo en muy raras ocasiones veían la tele. A mí me pasaba todo lo contrario, casi nunca oía música y la mayor parte del día tenía la televisión encendida.

Cuando ya llevábamos más de un año viviendo allí murió el señor Schwartz y mi madre y yo acompañamos a la señora Schwartz al entierro en el cementerio judío de Los Ángeles. Insistimos en que viniera en nuestro coche, pero la señora Schwartz se negó y aquella mañana marchó a bordo de una limusina alquilada, detrás del coche fúnebre, sola, o al menos eso creímos mi madre y yo. Al llegar al cementerio de la limusina descendió un tipo de unos cuarenta años, con el cráneo afeitado, vestido enteramente de negro, que ayudó a bajar a la señora Schwartz como si se tratara de su novio. Al volver se repitió la misma escena: la señora Schwartz se subió al coche, después entró el tipo calvo y partieron seguidos de cerca por el Nissan blanco de mi madre. Cuando llegamos a Silverado la limusina se detuvo frente a la casa de los Schwartz, el calvo ayudó a salir a la señora Schwartz, luego se metió en la limusina y ésta partió de inmediato. La señora Schwartz se quedó sola en medio de la acera desierta. Menos mal que la hemos seguido, dijo mi madre. Estacionamos el coche y fuimos a su lado. La señora Schwartz estaba como ausente, con la vista perdida en el final de la calle por donde había desaparecido la limusina. La metimos en la casa y mi madre nos preparó un té. Hasta entonces la señora Schwartz se había dejado hacer pero cuando probó el primer sorbo de té apartó la taza y pidió un vaso de whisky. Mi madre me miró. En sus ojos había una señal de victoria. Luego preguntó dónde estaba el whisky y le sirvió un vaso. ¿Con agua o sin agua? Solo, querida, dijo la señora Schwartz. ¿Con hielo o sin hielo?, oí la voz de mi madre desde la cocina. ¡Solo!, repitió la señora Schwartz. A partir de entonces mi relación con ella se hizo más estrecha. Cuando mi madre se iba a México yo me pasaba el día en casa de la señora Schwartz e incluso me quedaba a dormir allí. Y aunque la señora Schwartz no acostumbraba a comer por las noches, solía preparar ensaladas y bistecs a la plancha que me obligaba a comer. Ella se sentaba a mi lado, con el vaso de whisky cerca y me contaba historias de su juventud en Europa, cuando la comida, decía, era una necesidad y un lujo. También escuchábamos discos y comentábamos las noticias locales.

Durante el largo y plácido año de viudedad de la señora Schwartz conocí a un hombre en Silverado, un fontanero, y me acosté con él. No fue una buena experiencia. El fontanero se llamaba John y quería salir conmigo otra vez. Le dije que no, que con una vez me bastaba. Mi negativa no lo convenció y comenzó a llamarme por teléfono cada día. En una ocasión cogió el teléfono mi madre y durante un rato ambos estuvieron insultándose. Una semana después mi madre y yo decidimos hacer unas vacaciones en México. Estuvimos en una playa y luego nos fuimos al DF. No sé por qué se le ocurrió a mi madre que yo necesitaba ver a Abraham. Una noche recibí una llamada suya y quedamos en vernos al día siguiente. Por entonces Abraham había dejado definitivamente Europa y estaba instalado en el DF, en donde tenía un estudio y las cosas parecían irle bien. El estudio estaba en Coyoacán, muy cerca de su departamento, y después de cenar quiso que viera sus últimos cuadros. No podría decir si me gustaron o no me gustaron, probablemente me dejaron indiferente, eran telas de grandes dimensiones, muy parecidas a las de un pintor catalán a quien Abraham admiraba o había admirado cuando vivía en Barcelona, pasadas, eso sí, por su propio tamiz: en donde antes predominaban los ocres, los colores terrosos, ahora había amarillos, rojos, azules. También me mostró una serie de dibujos y éstos me gustaron un poco más. Luego hablamos de dinero, él habló de dinero, de la inestabilidad del peso, de la posibilidad de irse a vivir a California, de los amigos que no habíamos vuelto a ver.

De pronto, sin que viniera a cuento, me preguntó por Arturo Belano. Me sorprendió porque Abraham nunca hacía preguntas tan directas. Le dije que no sabía nada de él. Yo sí, dijo, ¿quieres que te lo diga? Primero pensé en decirle que no, pero luego le dije que hablara, que quería saber. Lo vi una noche por el Barrio Chino, dijo, y al principio no me reconoció. Iba con una tipa rubia. Parecía satisfecho. Lo saludé, estábamos en una tasca pequeña, casi en la misma mesa (aquí Abraham se rió) y era estúpido fingir que no lo había visto. Tardó un poco en recordar quién era yo. Luego se me acercó, casi pegó su cara con la mía, me di cuenta que estaba borracho, probablemente yo también, y me preguntó por ti. ¿Y qué le dijiste? Le dije que vivías en Estados Unidos y que estabas bien. ¿Y él qué dijo? Bueno, él dijo que Ie quitaba un peso de encima o algo así, que a veces pensaba que estabas muerta. Y eso fue todo. Volvió con la rubia y poco después mis amigos y yo nos marchamos de allí.

Quince días después volvimos a Silverado. Una tarde encontré a John por la calle y le dije que si volvía a importunarme con sus llamadas telefónicas lo mataría. John se disculpó y dijo que se había enamorado de mí, pero que ya no lo estaba y que no volvería a telefonearme. Por entonces pesaba cincuenta kilos y ni adelgazaba ni engordaba y mi madre estaba feliz. Su relación con el ingeniero se había estabilizado e incluso ya hablaban de casarse, aunque el tono de mi madre nunca era serio del todo. Junto con una amiga había abierto una tienda de artesanías mexicanas en Laguna Beach y el negocio no le daba mucho dinero, pero tampoco excesivas pérdidas y la vida social que le proporcionaba era exactamente la clase de vida que mi madre deseaba. Al cabo de un año de la muerte del señor Schwartz la señora Schwartz enfermó y tuvo que ser hospitalizada en una clínica de Los Ángeles. Al día siguiente fui a verla y estaba dormida. La clínica estaba en el centro, en Wilshire Boulevard, cerca del parque Douglas MacArthur. Mi madre tenía que marcharse y yo quería esperar hasta que ella se despertara. El problema era el coche, pues si mi madre se iba y yo no, ¿quién me llevaría a mí de vuelta a Silverado? Tras una larga discusión en el pasillo mi madre dijo que me vendría a buscar entre las nueve y las diez de la noche, si algo extraordinario la retrasaba me telefonearía a la clínica. Antes de marcharse me hizo prometer que no me movería de allí. No sé cuánto tiempo pasé en la habitación de la señora Schwartz. Comí en el restaurante de la clínica y trabé conversación con una enfermera. La enfermera se llamaba Rosario Álvarez y había nacido en el DF. Le pregunté qué tal era la vida en Los Ángeles y dijo que dependía de cada día, a veces podía ser muy buena y a veces muy mala, pero que trabajando duro se podía salir adelante. Le pregunté cuánto tiempo hacía que no iba a México. Demasiado tiempo, dijo, no tengo dinero para la nostalgia. Después compré un periódico y volví a subir a la habitación de la señora Schwartz. Me senté junto a la ventana y busqué en el periódico los museos y la cartelera de cines. Había una película en la calle Alvarado que de pronto tuve ganas de ver. Hacía mucho que no iba al cine y la calle Alvarado no estaba lejos de la clínica. Sin embargo cuando estuve junto a la taquilla se me fueron las ganas y seguí caminando. Todo el mundo dice que Los Ángeles no es una ciudad para los que van a pie. Caminé por Pico Boulevard hasta la calle Valencia y luego torcí a la izquierda y caminé por Valencia de vuelta a Wilshire Boulevard, en total dos horas de paseo, sin forzar la marcha, deteniéndome ante edificios que aparentemente no tenían ningún interés o mirando el flujo de automóviles con atención. A las diez de la noche volvió mi madre de Laguna Beach y nos marchamos. La segunda vez que fui a verla, la señora Schwartz no me reconoció. Le pregunté a la enfermera si había recibido visitas. Me dijo que una señora mayor había venido a verla por la mañana y que se había marchado poco antes de que yo llegara. Esta vez fui en el Nissan, pues mi madre y el ingeniero, que acababa de llegar, se habían marchado en el coche de éste a Laguna Beach. Según la enfermera con la que hablé, a la señora Schwartz no le quedaba mucho tiempo. Comí en el hospital y estuve sentada en la habitación, pensando, hasta las seis de la tarde. Después me monté en el Nissan y me fui a dar una vuelta por Los Ángeles. En la guantera llevaba un mapa que consulté detalladamente antes de encender el motor. Luego lo puse en marcha y salí de la clínica. Sé que pasé por delante del Civic Center, del Music Center, del Dorothy Chandler Pavillion. Luego enfilé hacia Echo Park y me sumergí entre los coches que circulaban por Sunset Boulevard. No sé cuánto rato estuve conduciendo, sólo sé que en ningún momento me bajé del Nissan y que en Beverly Hills salí de la 101 y vagué por calles secundarias hasta Santa Mónica. Allí cogí la 10 o la Santa Mónica Freeway y volví al centro, luego cogí la 11, pasé por Wilshire Boulevard, aunque no pude salir sino más adelante, a la altura de la calle Tercera. Cuando volví a la clínica eran las diez de la noche y la señora Schwartz había muerto. Iba a preguntar si estaba sola cuando murió, pero luego decidí no preguntar nada. El cuerpo ya no estaba en la habitación. Me senté junto a la ventana y estuve durante un rato respirando y reponiéndome de mi viaje hasta Santa Mónica. Una enfermera entró y me preguntó si yo era pariente de la señora Schwartz y qué hacía allí. Le dije que era amiga suya y que sólo estaba intentando calmarme, nada más. Me preguntó si ya estaba calmada. Le dije que sí. Luego me levanté y me marché. Llegué a Silverado a las tres de la mañana.