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Mi vuelta a México fue funesta. Al principio viví en casa de mi madre y luego alquilé una casita en Coyoacán y empecé a tomar algunas clases en la universidad. Un día me puse a pensar en Arturo y decidí llamarlo por teléfono. Cuando marcaba el número sentí que me ahogaba y creí que me iba a morir. Una voz me dijo que Arturo no entraba a trabajar hasta las nueve de la noche, hora española. Cuando colgué, mi primera intención fue meterme en la cama y dormirme. Pero casi en el mismo instante me di cuenta que no iba a poder dormir, así que me puse a leer, a barrer la casa, a limpiar la cocina, a escribir una carta, a recordar cosas carentes de sentido hasta que dieron las doce de la noche y volví a llamar. Esta vez fue Arturo el que contestó. Estuvimos hablando cerca de quince minutos. A partir de entonces comenzamos a llamarnos cada semana, a veces lo llamaba yo a su trabajo, otras veces me llamaba él a mi casa. Un día le dije que se viniera a México conmigo. Me dijo que no podía entrar, que México no le daba visado de entrada. Le dije que volara a Guatemala, que nos reuniríamos en Guatemala y que allí nos casaríamos y entonces podría entrar sin ningún problema. Durante muchos días estuvimos hablando de esta posibilidad. Él conocía Guatemala, yo no. Algunas noches soñé con Guatemala. Una tarde vino mi madre a verme y cometí el error de contárselo. Le conté mis sueños de Guatemala y mis conversaciones telefónicas con Arturo. Todo se complicó innecesariamente. Mi madre me recordó mis problemas de salud, posiblemente se puso a llorar, aunque no lo creo, al menos no recuerdo haber visto lágrimas en su rostro. Otra tarde vino mi madre y mi padre y me rogaron que acudiera a la consulta de un médico famoso. No tuve más remedio que aceptar pues eran ellos los que me daban el dinero. Por suerte, con el médico no hubo ningún problema, todos los problemas de Edith están superados, les dijo. En los días siguientes, de todas maneras, acudí a la consulta de otros dos médicos famosos y sus diagnósticos no fueron tan amables. Mis amigos me preguntaban qué me ocurría. Sólo a uno de ellos le dije que estaba enamorada y que mi amor vivía en Europa y que no podía reunirse conmigo en México. Le hablé de Guatemala. Mi amigo me dijo que era más fácil que yo volviera a Barcelona. Hasta ese momento no se me había ocurrido y cuando lo pensé me sentí como una imbécil. ¿Por qué no volver a Barcelona? Intenté solucionar mis problemas con mis padres. Conseguí dinero para el pasaje. Hablé con Arturo y le dije que iba para allá. Cuando llegué él estaba en el aeropuerto. No sé por qué, yo en el fondo esperaba que no hubiera nadie. O que hubieran más personas, no solamente Arturo, alguno de sus amigos, alguna de sus amigas. Así empezó mi nueva vida en Barcelona.

Una tarde, mientras dormía, sentí una voz de mujer. Reconocí en el acto a una antigua amante de Arturo. Yo la llamaba Santa Teresa. Era una mujer mayor que yo, debía de tener veintiocho años, y sobre ella se contaban siempre cosas extraordinarias. Luego escuché la voz de Arturo, muy bajita, diciéndole que yo estaba dormida. Durante unos minutos los dos siguieron cuchicheando. Luego Arturo hizo una pregunta y su antigua amante dijo que sí. Mucho después he comprendido que lo que Arturo le preguntó era si quería verme dormir. Santa Teresa dijo que sí. Me hice la dormida. La cortina que separaba la única habitación de la sala se corrió y Arturo y Santa Teresita entraron en la oscuridad. No quise abrir los ojos. Después le pregunté a Arturo quién había estado en la casa. El pronunció el nombre de Santa Teresa y me mostró unas flores que ésta me había traído. Si os queréis tanto, pensé, deberíais estar juntos todavía. Pero en el fondo yo sabía que Arturo y Santa Teresa nunca más volverían a vivir juntos. Sabía pocas cosas, pero ésa la sabía con certeza. Sabía con total certeza que él me amaba. Los primeros días de nuestra vida en común no fueron fáciles. Ni él estaba acostumbrado a compartir su pequeña casa con alguien ni yo estaba acostumbrada a vivir de una manera tan precaria. Pero hablábamos y eso nos salvaba cada día. Hablábamos hasta el agotamiento. Desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. Y también hacíamos el amor. Los primeros días muy mal, de una manera muy torpe, pero cada día que pasaba lo hacíamos mejor. De todas maneras a mí no me gustaba que él se esforzara tanto para que yo tuviera un orgasmo. Sólo quiero que te lo pases bien, le decía, si te quieres correr, córrete, no te detengas por mí. Entonces él simplemente no se corría (yo creo que por llevarme la contraria) y podíamos estar una noche entera cogiendo y él decía que le gustaba que fuera así, sin correrse, pero al cabo de los días le dolían los testículos de forma horrible y tenía que correrse aunque yo no lo pudiera hacer.

Otro problema era el olor que yo tengo, el olor de mi vagina, el olor de mi flujo. En aquella época era muy fuerte. A mí siempre me había avergonzado. Un olor que rápidamente se apoderaba de todos los rincones de la habitación en donde estuviera follando. Y la casa de Arturo era tan pequeña y hacíamos el amor tan a menudo que mi olor no quedaba reducido al ámbito del dormitorio sino que pasaba a la sala, separada del dormitorio únicamente por una cortina, y a la cocina, un cuartito minúsculo que ni siquiera tenía puerta. Y lo peor era que aquella casa estaba en el centro de Barcelona, en la parte vieja, y que los amigos de Arturo solían aparecer por allí cada día, sin avisar, la mayoría chilenos aunque también había mexicanos, Daniel entre ellos, y yo no sabía si me daba más vergüenza que se dieran inenta del olor los chilenos a quienes apenas conocía o los mexicanos que de alguna manera eran nuestros amigos en común. En cualquier caso yo odiaba mi olor. Una noche le pregunté a Arturo si se había acostado alguna vez con una mujer que oliera de esa manera. Dijo que no. Yo me puse a llorar. Arturo añadió que tampoco se había acostado con alguien a quien quisiera tanto. No le creí. Le dije que seguramente con Santa Teresa se lo pasaba mejor. Dijo que sí, que sexualmente se lo pasaba mejor, pero que a mí me quería más. Luego dijo que a Santa Teresa también la quería mucho, pero de otra manera. Ella te quiere mucho, dijo. Tanto cariño me dio ganas de vomitar. Le hice prometer que no abriríamos la puerta si venía alguno de sus amigos y el olor aún no se había marchado de la casa. Respondió que él estaba dispuesto a no ver nunca más a nadie, sólo a mí. Por supuesto, yo creí que bromeaba. Después no sé qué pasó.

Empecé a sentirme mal. Vivíamos de lo que ganaba él pues yo le había prohibido terminantemente a mi madre enviarme dinero. No quería ese dinero. Busqué trabajo en Barcelona y al final terminé dando clases particulares de hebreo. Catalanes extrañísimos que estudiaban la Cábala o la Torá, de donde sacaban conclusiones heterodoxas y que a mí, cuando me las explicaban tomando un café en un bar o una taza de té en sus casas, la lección ya concluida, sólo contribuían a ponerme los pelos de punta. Por la noche hablaba con Arturo de mis alumnos. Una vez Arturo me contó que Ulises Lima tenía una versión particular sobre una de las parábolas de Jesús, basada en no sé qué errata o malinterpretación del hebreo, pero no supo explicarlo bien o yo lo he olvidado o más probablemente cuando me lo contó no le presté demasiada atención. Por aquella época la amistad entre Arturo y Ulises yo creo que ya se había apagado. A Ulises lo vi tres veces en México y la última, cuando le dije que volvía a Barcelona para vivir con Arturo, me dijo que no lo hiciera, que si yo me marchaba me iba a echar mucho de menos. Al principio no entendí qué quería decirme, pero luego comprendí que se había enamorado de mí o algo así y me dio un ataque de risa, delante de él, ¡pero si Arturo es tu amigo!, le dije, y luego me puse a llorar y cuando levanté la cara y vi a Ulises me di cuenta que él también estaba llorando, no, llorando no, me di cuenta que él hacía esfuerzos por llorar, que se estaba forzando las lágrimas y que algunas ya habían asomado a sus ojos. Qué voy a hacer, yo solo, dijo. Toda la escena tenía algo de irreal. Cuando se lo conté a Arturo, se rió y dijo que no se lo podía creer y luego trató a su amigo de hijo de la chingada. No volvimos a hablar del tema, pero en esa segunda estancia en Barcelona a veces me acordaba de Ulises y de sus lágrimas y de lo solo que según él se iba a quedar en México.